Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)
Cuarto Corrido
Estrofa 1
El templo viejo de Dendera está a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy, un chorro de avispas se apoderó de las canales y las cornisas. Vuelan alrededor de las columnas, como ondas gruesas de un pelo negro. Únicos habitantes del pórtico frío, cuidan la entrada de los vestíbulos como derecho de sangre, ¡punto! Comparo el zumbido de sus alas metálicas con el choque sin parar de los hielos, estrellándose entre sí, cuando se derriten los mares polares. Pero si pienso en la onda del que la providencia puso en el trono de esta tierra, las tres aletas de mi dolor sueltan un ruido más grande, ¡qué trucha! Cuando una cometa, de noche, se pinta de repente en un pedazo del cielo, tras ochenta años de ausencia, les muestra a los vatos de la tierra y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Seguro no tiene idea de ese viaje largo; conmigo no es así: recargado en la cabecera de mi cama, mientras los dientes de un horizonte seco y culero se alzan con fuerza en el fondo de mi alma, me pierdo en los sueños de la lástima y me da vergüenza por el hombre, ¡chale!
Cortado en dos por el viento, el marinero, tras su turno de noche, corre pa’ su hamaca: ¿por qué no me toca ese consuelo? La idea de que caí, por mi cuenta, tan bajo como mi raza, y de que tengo menos derecho que otro pa’ soltar quejas sobre nuestro destino, que sigue encadenado a la costra dura de un planeta, y sobre la esencia de nuestra alma culera, me cala como clavo de fierro. Han visto explosiones de gas grisú borrar familias enteras; pero su agonía duró poco, porque la muerte pega casi de golpe entre los escombros y los gases podridos: yo… ¡sigo aquí como basalto! En el medio, como al principio de la vida, los ángeles se parecen a sí mismos: ¿no hace un chorro que yo ya no me parezco a mí?
El vato y yo, encerrados en los límites de nuestra cabeza, como un lago en un cinturón de islas de coral, en vez de juntar nuestras fuerzas pa’ defendernos del azar y la mala suerte, nos apartamos, con el temblor del odio, tomando caminos contrarios, como si nos hubiéramos clavado una daga el uno al otro, ¡qué gacho! Parece que uno entiende el desprecio que le da al otro; empujados por una dignidad a medias, nos apuramos pa’ no hacerle creer al rival algo que no es; cada quien se queda en su esquina y sabe que la paz dicha no se podría mantener. ¡Pos órale, que así sea! ¡Que mi guerra contra el vato se haga eterna, porque cada uno ve en el otro su propia ruina… porque los dos son enemigos pa’ morirse! Que gane una victoria culera o me chinguen, la pelea va a estar chida: yo, solo, contra la humanidad. No voy a usar armas de madera o fierro; voy a patear las capas de minerales sacadas de la tierra: el sonido potente y angelical del arpa se va a volver, con mis dedos, un talismán cabrón. En más de una emboscada, el vato, ese mono chingón, ya me atravesó el pecho con su lanza de pórfido: un soldado no enseña sus heridas, por gloriosas que sean. Esta guerra cabrona va a tirar dolor pa’ los dos lados: dos cuates que se quieren destruir con todo, ¡qué drama!
Estrofa 2
Dos pilares, que no era ni difícil ni imposible confundir con baobabs, se veían en el valle, más grandes que dos alfileres, ¡qué pedo! La neta, eran dos torres enormes. Y aunque, a primera vista, dos baobabs no se parecen a dos alfileres, ni a dos torres, si le sabes mover con maña a las cuerdas de la cautela, puedes decir, sin miedo a cagarla (porque si esto viniera con un pedacito de miedo, ya no sería decirlo en serio; aunque el mismo nombre cubre estos dos rollos del alma que tienen marcas bien claras pa’ no mezclarlos a lo pendejo), que un baobab no está tan lejos de un pilar como pa’ que no se pueda comparar entre esas formas arquitectónicas… o geométricas… o las dos… o ninguna… o más bien formas altas y pesadas. Acabo de dar con los adjetivos chidos pa’ los sustantivos pilar y baobab, no tengo la onda de negarlo: que quede claro que no es sin un gusto mezclado con orgullo que se lo digo a los que, después de abrir los ojos, tomaron la decisión chida de leer estas páginas, mientras la vela arde si es de noche, o mientras el sol pega si es de día, ¡punto!
Y aunque una fuerza más grande nos mandara, con palabras bien claritas, a tirar al abismo del caos esta comparación chida que todos seguro saborearon sin broncas, aun así, y sobre todo así, que no se pierda de vista este rollo principal: las costumbres que te agarran los años, los libros, el roce con tu raza y el carácter que cada quien trae y que crece rápido como floración, le clavarían al cerebro humano la marca culera de volver a caer, en el uso cabrón (cabrón, si te pones un rato y sin pensarlo desde el lado de esa fuerza grande) de una figura retórica que varios desprecian, pero que muchos levantan en grande. Si al lector le parece esta frase muy larga, que acepte mis disculpas; pero que no espere que me arrastre. Puedo aceptar mis fallas; pero, nel, no las voy a hacer peores con mi cagúez.
Mis razonamientos a veces van a chocar con los cascabeles de la locura y la pinta seria de lo que, al final, nomás es grotesco (aunque, según ciertos filósofos, está gacho distinguir al payaso del melancólico, porque la vida misma es un drama cómico o una comedia dramática); pero cualquiera puede matar moscas y hasta rinocerontes, pa’ descansar de vez en cuando de un jale muy pesado. Pa’ matar moscas, aquí va la forma más rápida, aunque no la mejor: las aplastas entre los dos primeros dedos de la mano. La mayoría de los escritores que han dado en el clavo con este tema han calculado, con mucha razón, que en varios casos es mejor cortarles la cabeza. Si alguien me echa en cara que hablo de alfileres como si fuera un tema bien pendejo, que lo vea sin prejuicios: los efectos más grandes a veces salen de las causas más chiquitas. Y, pa’ no salirme más del cuadro de esta hoja, ¿no se ve que el pedazo de literatura trabajoso que estoy armando desde el arranque de esta estrofa tal vez no pegaría tanto si se apoyara en una bronca dura de química o de enfermedades internas? Al fin y al cabo, todos los gustos están en la naturaleza; y cuando al principio comparé los pilares con alfileres con tanta precisión (la neta, no creía que un día me lo fueran a echar en cara), me basé en las leyes de la óptica, que dicen que mientras más lejos está el rayo de la vista de un objeto, más chiquita se ve la imagen en la retina, ¡qué trucha!
Así pasa que lo que nuestra cabeza, con su gusto por la broma, toma por un pinche chistecito, casi siempre en la mente del que escribe es una verdad grande, dicha con majestad, ¡punto! ¡Órale, ese filósofo loco que se cagó de risa al ver un burro comerse un higo! No invento nada: los libros viejos contaron, con todo detalle, ese despojo voluntario y culero de la nobleza humana. Yo no sé reír. Nunca he podido reírme, aunque lo he intentado varias veces. Es bien gacho aprender a reír. O más bien, creo que un sentimiento de asco a esa monstruosidad es una marca clave de mi carácter. Pos mira, vi algo más fuerte: ¡vi un higo comerse un burro! Y aun así, no me reí; de verdad, ninguna parte de la boca se me movió. La necesidad de llorar me pegó tan duro, que mis ojos soltaron una lágrima.
«¡Naturaleza! ¡Naturaleza! —grité entre sollozos—, el gavilán desgarra al gorrión, el higo se come al burro y el gusano devora al vato!»
Sin decidirme a ir más lejos, me pregunto si ya hablé de cómo se matan las moscas. Sí, ¿verdad? No por eso deja de ser cierto que no he hablado de cómo chingar a los rinocerontes, ¡chale! Si unos cuates me dijeran lo contrario, no les haría caso, y me acordaría que la alabanza y la adulación son dos pedradas grandes pa’ tropezar. Pero pa’ dejar mi conciencia lo más tranquila posible, no me aguanto de señalar que esta plática sobre el rinoceronte me sacaría de las fronteras de la paciencia y la sangre fría, y, por su lado, seguro desanimaría (hasta con huevos podemos decir que de fijo) a las generaciones de ahora. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Al menos, como excusa decente, debí haber dicho rápido (¡y no lo hice!) que esa omisión no fue planeada, algo que no va a sacar de onda a los que han estudiado a fondo las contradicciones reales y sin explicación que viven en los lóbulos del cerebro humano.
Nada es poca cosa pa’ una inteligencia grande y sencilla: el menor rollo de la naturaleza, si trae misterio, se vuelve, pa’l sabio, un tema sin fin pa’ pensar. Si alguien ve un burro comerse un higo o un higo comerse un burro (esas dos cosas no pasan seguido, a menos que sea en poesía), estén seguros de que, tras darle vueltas dos o tres minutos pa’ saber qué hacer, va a dejar el camino de la virtud y se va a poner a reír como gallo, ¡qué pedo! Todavía no está bien probado que los gallos abran el pico a propósito pa’ imitar al vato y hacer una mueca jodida. ¡Llamo mueca en los pájaros a lo que se llama igual en la raza! El gallo no sale de su naturaleza, menos por no poder que por orgullo. Enséñales a leer, se rebelan. No es un loro, que se fliparía así con su debilidad, ignorante y sin perdón. ¡Órale, qué bajada culera! ¡Cómo te ves como chiva cuando te ríes! La calma de la frente se va pa’l carajo y deja lugar a dos ojotes de pescado que (¿no es gacho?)… que… ¡que se ponen a brillar como faros!
A veces me va a tocar soltar, con solemnidad, las ideas más payasas… ¡no creo que eso sea razón suficiente pa’ abrir el hocico! No puedo evitar reírme, me van a decir; acepto esa explicación pendeja, pero entonces que sea una risa triste. Rían, pero lloren al mismo tiempo. Si no pueden llorar por los ojos, lloren por la boca. Si eso también está imposible, orinen; pero aviso que aquí hace falta un líquido cualquiera pa’ suavizar la sequedad que trae, en sus costados, la risa, con los rasgos rajados pa’ atrás. Yo no me voy a dejar sacar de onda por los cacareos chistosos y los rugidos raros de los que siempre le buscan bronca a un carácter que no se parece al suyo, porque es una de las mil modificaciones de la mente que Dios, sin salirse de un molde original, creó pa’ manejar los esqueletos de hueso.
Hasta nuestros días, la poesía ha ido por un camino culero; subiendo al cielo o arrastrándose por la tierra, no ha cachado los principios de su existencia, y no sin razón, la gente chida siempre se ha burlado de ella. No ha sido modesta… ¡la cualidad más chida que debería tener un ser imperfecto! Yo quiero mostrar mis cualidades; pero no soy tan hipócrita pa’ esconder mis fallas, ¡punto! La risa, el mal, el orgullo, la locura, van a salir, uno tras otro, entre la sensibilidad y el amor por la justicia, y van a servir de ejemplo al pasmo de la raza: cada quien se va a reconocer, no como debería ser, sino como es. Y, a lo mejor, este ideal sencillo, que se me ocurrió, va a superar todo lo más grandote y sagrado que la poesía ha encontrado hasta ahora. Porque si dejo que mis fallas se filtren en estas páginas, van a creer más en las virtudes que hago brillar aquí, y cuya aureola voy a poner tan alto, que los genios más grandes del futuro me van a dar las gracias de corazón. Así que la hipocresía va a ser corrida a patadas de mi cantón. En mis cantos va a haber una prueba chingona de poder, por despreciar así las opiniones que todos traen. Canta pa’ él solo, no pa’ su raza. No mide su inspiración con la balanza humana. Libre como tormenta, un día vino a estrellarse en las playas salvajes de su voluntad cabrona, ¡qué trucha! ¡No le teme a nada, más que a sí mismo! En sus peleas sobrenaturales, va a atacar al vato y al Creador, con ventaja, como cuando el pez espada clava su filo en la panza de la ballena: que lo maldigan sus hijos y mi mano flaca, el que siga sin entender a los canguros duros de la risa y a los piojos atrevidos de la caricatura…
Dos torres enormes se veían en el valle; lo dije al arranque. Multiplicándolas por dos, salían cuatro… pero no le vi muy claro el porqué de esa cuenta de aritmética. Seguí mi camino, con la fiebre en la cara, y gritaba sin parar:
«¡No… no… no le veo muy claro el porqué de esa cuenta de aritmética!»
Había oído rechinar cadenas y gemidos que dolían. ¡Que nadie piense que es posible, al pasar por ese lugar, multiplicar las torres por dos pa’ que salgan cuatro! Algunos creen que quiero a la humanidad como si fuera su jefa, y la hubiera cargado nueve meses en mis tripas perfumadas; por eso ya no paso por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando.
Estrofa 3
Una horca se alzaba del suelo; a un metro de ahí, un vato colgaba de los pelos, con los brazos amarrados pa’ atrás, ¡qué pedo! Las piernas las dejaron sueltas pa’ hacerle más culera la tortura, pa’ que quisiera con ganas cualquier cosa que no fuera el enredo de sus brazos. La piel de la frente estaba tan estirada por el peso, que su cara, jodida por la situación, sin su expresión normal, parecía la concreción pedrosa de una estalactita. Llevaba tres días en ese tormento. Gritaba:
«¿Quién me desata los brazos? ¿Quién me suelta el pelo? Me estoy deshaciendo con movimientos que nomás arrancan más la raíz de mi cabeza; la sed y el hambre no son lo peor que me quita el sueño. No hay modo de que mi vida aguante más de una hora. ¡Que alguien me raje la garganta con una piedra filosa!»
Cada palabra venía con alaridos cabrones antes y después. Me lancé desde el matorral donde estaba escondido y corrí hacia el muñeco o pedazo de tocino colgado del techo. Pero, órale, del lado contrario llegaron bailando dos viejas pedas. Una traía un saco y dos látigos con cuerdas de plomo; la otra, un barril lleno de alquitrán y dos pinceles. Los pelos grises de la más vieja volaban con el viento, como jirones de una vela rota, y los tobillos de la otra chocaban entre sí, como coletazos de atún en la cubierta de un barco. Sus ojos brillaban con una flama tan negra y fuerte, que al principio no creí que esas dos fueran de mi especie. Se reían con un descaro bien egoísta, y sus caras daban tanta repugnancia, que no dudé ni un segundo que tenía enfrente a los dos especímenes más culeros de la raza humana. Me volví a esconder tras el matorral y me quedé calladito, como el acantophorus serraticornis, que nomás saca la cabeza de su nido, ¡qué trucha!
Se acercaban con la velocidad de la marea; pegando la oreja al suelo, el sonido, bien claro, me traía el temblor cantado de su caminata. Cuando las dos hembras orangután llegaron bajo la horca, olieron el aire unos segundos; con sus gestos sangrientos mostraron un chorro de asombro al cachar que nada había cambiado: el final de la muerte, como querían, no había pasado. No se dignaron ni a levantar la cabeza pa’ ver si la mortadela seguía en el mismo lugar. Una dijo:
«¿Qué, todavía respiras? Tienes la vida dura, mi esposo querido.»
Como cuando dos cantores en una catedral se turnan los versos de un salmo, la segunda contestó:
«¿Entonces no te quieres morir, mi hijo chulo? Dime cómo le hiciste (seguro con algún maleficio) pa’ espantar a los zopilotes. ¡Tu carcacha está bien flaca! El viento la mueve como linterna.»
Cada una agarró un pincel y le untó alquitrán al cuerpo del colgado… cada una tomó un látigo y levantó los brazos… Me quedé flipado (era imposible no hacer lo mismo) con qué precisión cabrona las láminas de metal, en vez de resbalar por fuera, como cuando peleas con un negro y haces esfuerzos pa’ nada, propios de una pesadilla, pa’ agarrarlo del pelo, se pegaban, gracias al alquitrán, hasta dentro de las carnes, marcadas con surcos tan hondos como los huesos dejaban razonablemente, ¡qué chinga! Me cuidé de no encontrarle gusto a este espectáculo bien loco, pero menos chistoso de lo que uno podía esperar. Y aun así, a pesar de las buenas intenciones que traía, ¿cómo no reconocer la fuerza de esas viejas, los músculos de sus brazos? Su maña pa’ pegar en las partes más sensibles, como la cara y el bajo vientre, nomás la voy a mencionar si quiero la onda de contar toda la neta. A menos que, juntando mis labios, uno contra el otro, más que nada pa’l lado (aunque todos saben que es la forma más común de hacer esa presión), prefiera quedarme callado, con un silencio lleno de lágrimas y misterios, que no va a poder esconder, no nomás tan bien sino hasta mejor que mis palabras (porque no creo equivocarme, aunque no hay que negar de entrada, pa’ no fallar en las reglas básicas de la habilidad, las chances hipotéticas de meter la pata), los resultados culeros que trae la furia que usa los metacarpios secos y las articulaciones recias: aunque no te pongas desde el lado del que mira sin lado y del moralista con experiencia (es casi chido saber que no trago, al menos del todo, esa restricción medio engañosa), la duda, en este rollo, no tendría pa’ dónde echar raíces; porque no la imagino, por ahora, en manos de una fuerza sobrenatural, y se jodería seguro, tal vez no de golpe, por falta de una savia que junte al mismo tiempo comida y nada de veneno.
Queda claro, si no, no me lean, que nomás pongo en escena la personalidad tímida de mi opinión: pero ni de pedo pienso renunciar a derechos que no se discuten, ¡punto! Mi plan no es pelearme con esta afirmación, donde brilla el criterio de la certeza, de que hay un modo más fácil de entenderse; sería, lo digo con pocas palabras pero que valen más de mil, no discutir: es más gacho de hacer que lo que piensa la mayoría de los mortales. Discutir es la palabra gramatical, y un chorro de vatos dirán que no habría que contradecir, sin un montón de pruebas, lo que acabo de escribir; pero la cosa cambia un buen, si te das chance de dejar que tu instinto use una sagacidad rara pa’ cuidarse, cuando tira juicios que, si no, créanme, parecerían de una valentía que roza las orillas de la fanfarronada.
Pa’ cerrar este pequeño rollo, que se quitó solo su cáscara con una ligereza tan culera como fatalmente interesante (algo que nadie habrá dejado de checar, siempre que haya revisado sus recuerdos más frescos), está chido, si tienes las facultades en perfecto balance, o mejor, si la balanza de la pendejada no pesa más que el platillo donde están los atributos chidos y grandes de la razón, o sea, pa’ ser más claro (porque hasta ahora nomás he sido corto, lo que varios no van a tragar, por mis extensiones, que nomás son imaginarias, ya que cumplen su jale de rastrear, con el bisturí del análisis, las apariciones rápidas de la neta, hasta sus últimos escondites), si la inteligencia le gana lo suficiente a los defectos que la han ahogado en parte por la costumbre, la naturaleza y la educación, está chido, lo repito por segunda y última vez, porque a fuerza de repetir uno termina, casi siempre es cierto, por no entenderse, volver con la cola baja (si de verdad tengo cola) al tema dramático clavado en esta estrofa.
Sirve tomar un vaso de agua antes de seguir con mi jale. Prefiero tomar dos, antes que quedarme sin. Así, en una cacería contra un negro cimarrón por el bosque, en un momento acordado, cada vato de la banda cuelga su rifle en las lianas, y se juntan todos, a la sombra de un macizo, pa’ saciar la sed y calmar el hambre. Pero la pausa dura unos segundos, la persecución sigue con todo y el grito de muerte no tarda en sonar, ¡qué trucha! Y como el oxígeno se conoce por la onda que tiene, sin orgullo, de prender otra vez un cerillo con unos puntos encendidos, así van a reconocer que cumplo mi deber por el apuro que traigo pa’ volver al rollo.
Cuando las hembras vieron que no podían agarrar el látigo, que el cansancio les soltó de las manos, terminaron con cabeza el jale gimnástico que habían jalado casi dos horas, y se largaron, con una alegría que no estaba libre de amenazas pa’l futuro. Me acerqué al que me pedía auxilio, con un ojo frío (porque había perdido tanta sangre, que la débil lo dejaba sin hablar, y mi opinión, aunque no fuera doctor, era que la hemorragia se había soltado en la cara y el bajo vientre), y corté sus pelos con unas tijeras, tras soltarle los brazos. Me contó que su jefa lo había llamado una noche a su cuarto, y le ordenó que se quitara la ropa, pa’ pasar la noche con ella en la cama, y que, sin esperar respuesta, la maternidad se había desnudado toda, haciendo frente a él los gestos más cerdos. Que entonces él se había largado. Además, por negarse siempre, se ganó el coraje de su mujer, que se había hecho ilusiones de una recompensa si lograba convencer a su marido de prestar su cuerpo a las pasiones de la vieja. Armaron un complot pa’ colgarlo de una horca, preparada antes, en un lugar poco visitado, y dejarlo morir despacio, expuesto a todas las miserias y peligros. No fue sin un chorro de reflexiones bien pensadas y llenas de broncas casi imposibles que al fin dieron con ese tormento fino, que solo acabó por el auxilio inesperado que le di. Las muestras más chidas de gratitud marcaban cada palabra, y no le quitaban valor a sus confesiones.
Lo cargué a la choza más cercana; porque se acababa de desmayar, y no dejé a los campesinos hasta que les di mi bolsa pa’ que cuidaran al herido, y les hice jurar que le darían al pobre, como a su propio hijo, las muestras de una simpatía que no se raja. Luego les conté el rollo, y me acerqué a la puerta pa’ poner el pie otra vez en el camino; pero, órale, tras caminar unos cien metros, regresé sin pensar, entré de nuevo a la choza, y, hablando con sus dueños ingenuos, solté:
«¡No, no… no crean que eso me saca de onda!»
Esta vez me largué de una; pero la planta de los pies no pisaba firme: ¡otro no se habría dado cuenta, qué gacho! El lobo ya no pasa bajo la horca que alzaron, un día de primavera, las manos cruzadas de una esposa y una madre, como cuando hacía que su imaginación flipada tomara el camino de un banquete falso. Cuando ve, en el horizonte, esa melena negra, movida por el viento, no le echa ganas a su flojera, ¡y huye con una velocidad cabrona! ¿Hay que ver en este rollo psicológico una inteligencia más chida que el instinto normal de los mamíferos? Sin asegurar nada ni prever nada, me parece que el animal cachó qué es el crimen, ¡punto! ¿Cómo no lo iba a cachar, si los propios vatos humanos han tirado, hasta ese grado indescriptible, el mando de la razón, pa’ no dejar más que una venganza salvaje en el lugar de esa reina tumbada?
Estrofa 4
Estoy mugroso. Los piojos me comen vivo. Los marranos, cuando me ven, vomitan. Las costras y las llagas de la lepra me han pelado la piel, toda cubierta de pus amarillento, ¡qué pedo! No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un montón de mierda, crece un hongo grandote, con tallos como sombrillas. Sentado en un mueble sin forma, no he movido las patas desde hace cuatro siglos. Mis pies echaron raíces en el suelo y forman, hasta mi panza, una especie de vegetación viva, llena de parásitos culeros, que todavía no es planta, pero ya no es carne. Y aun así, mi corazón late. Pero, ¿cómo chingados latiría, si la podredumbre y los vapores de mi cadáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo alimentaran un chorro? Bajo mi axila izquierda, una familia de sapos se instaló, y cuando uno se mueve, me hace cosquillas, ¡qué trucha! Cuida que no se salga uno y te rasque con la boca el interior de la oreja: luego sería capaz de meterse a tu cerebro. Bajo mi axila derecha, hay un camaleón que les da caza sin parar pa’ no morirse de hambre: cada quien tiene que sobrevivir. Pero cuando uno le gana al otro y le jode las mañas, no encuentran nada mejor que no estorbarse, y chupan la grasa chida que cubre mis costillas: ya estoy acostumbrado.
Una víbora culera se comió mi verga y tomó su lugar: me dejó eunuco, esa pinche infame. ¡Órale, si hubiera podido defenderme con mis brazos tiesos! Pero más bien creo que se volvieron troncos. Como sea, hay que cachar que la sangre ya no pasa por ahí a pintar su rojo. Dos erizos chiquitos, que ya no crecen, le tiraron a un perro, que no dijo que no, el relleno de mis huevos: la piel, bien lavada, la metieron adentro. El culo lo agarró un cangrejo; con mi quietud, cuida la entrada con sus pinzas, ¡y me duele un chorro! Dos medusas cruzaron los mares, bien prendidas por una esperanza que no salió falsa. Miraron con ojo las dos partes carnosas que hacen el trasero humano, y, agarrándose a su curva gorda, las aplastaron tanto con una presión constante, que esos dos pedazos de carne se esfumaron, y quedaron dos monstruos, salidos del reino de lo viscoso, iguales en color, forma y ferocidad, ¡qué chinga!
No hablen de mi columna, porque es una espada. Sí, sí… no le ponía atención… tu pregunta está chida. ¿Quieres saber, verdad, cómo está clavada tiesa en mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo bien claro; pero si me animo a tomar como recuerdo lo que a lo mejor nomás es un sueño, entérate que el vato, cuando supo que hice voto de vivir con la enfermedad y la inmovilidad hasta chingar al Creador, caminó detrás de mí en puntitas, pero no tan quedito que no lo oyera. No sentí nada más por un rato cortito. Ese cuchillo filoso se clavó, hasta el mango, entre los hombros del toro de las fiestas, y su esqueleto tembló como si fuera un temblor. La hoja está tan pegada al cuerpo, que hasta ahora nadie ha podido sacarla. Atletas, mecánicos, filósofos, doctores han probado, uno por uno, un chorro de maneras. No sabían que el mal que hace el vato ya no se quita, ¡punto! Perdoné lo hondo de su ignorancia de nacimiento, y los saludé con los párpados de mis ojos.
Viajero, cuando pases cerca, no me sueltes, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: me aflojarías el valor. Déjame calentar mi terquedad en la flama del martirio que yo quise. Lárgate… que no te dé lástima. El odio es más raro de lo que crees; su onda no se explica, como la pinta quebrada de un palo metido en el agua. Tal como me ves, todavía puedo irme de excursión hasta las murallas del cielo, al frente de una legión de matones, y volver a tomar esta pose, pa’ darle otra vez vueltas a los planes chidos de la venganza. Adiós, no te hago perder más tiempo; y, pa’ enseñarte y cuidarte, piensa en el destino culero que me llevó a la rebeldía, cuando a lo mejor nací bueno.
Tú le vas a contar a tu hijo lo que viste; y, agarrándolo de la mano, hazle flipar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te vas a sacar de onda de verlo tan obediente a los consejos de padre, y lo vas a premiar con una sonrisa. Pero cuando crea que no lo están viendo, échale un ojo, y lo vas a cachar escupiendo su baba en la virtud; te engañó, ese que viene de la raza humana, pero ya no te va a engañar: desde ahora vas a saber qué va a ser de él. ¡Pobre padre jodido, alista, pa’ acompañar los pasos de tu vejez, el cadalso que no se borra, que le va a cortar la cabeza a un criminal precoz, y el dolor que te va a enseñar el camino pa’ la tumba!
Estrofa 5
En la pared de mi cantón, ¿qué sombra dibuja, con una fuerza cabrona, la proyección fantasmosa de su silueta toda chueca? Cuando me pongo esa pregunta loca y callada en el pecho, no es tanto por la majestad de la forma, sino por el cuadro de la neta, que el estilo seco se porta así. Seas quien seas, defiéndete; porque voy a tirar contra ti la honda de una acusación bien gacha: esos ojos no son tuyos… ¿de dónde los sacaste? Un día vi pasar frente a mí a una morra güera; los tenía igualitos a los tuyos: tú se los arrancaste, ¡qué pedo! Veo que quieres hacer creer que eres chulo; pero nadie se la traga, y yo menos que otro. Te lo digo pa’ que no me tomes por pendejo. Un chorro de pájaros rapaces, amantes de la carne ajena y defensores de la onda de perseguir, chidos como esqueletos pelando elotes de Arkansas, revolotean alrededor de tu frente, como sirvientes obedientes y aprobados. Pero, ¿es eso una frente? Está gacho creerlo sin dudar un buen. Es tan baja, que no hay modo de checar las pruebas, bien pocas, de que exista de verdad. No te lo digo pa’ hacerla de pedo. A lo mejor no tienes frente, tú, que paseas por la pared, como el símbolo mal pensado de un baile fantástico, el vaivén febril de tus vértebras lumbares.
¿Entonces quién te peló la cabeza? Si fue un vato, porque lo tuviste encerrado veinte años en un bote, y se peló pa’ armar una venganza que valiera sus represalias, hizo lo que tenía que hacer, y lo aplaudo; nomás que, hay un pero, no fue lo bastante duro. Ahora te ves como piel roja preso, al menos (anotémoslo primero) por la falta chida de melena. No es que no pueda crecer otra vez, porque los fisiólogos cacharon que hasta los sesos arrancados vuelven a salir con el tiempo en los animales; pero mi pensamiento, parándose en una simple mirada, que no está vacía, por lo poco que alcanzo a ver, de un gusto enorme, no llega, ni en sus ideas más atrevidas, hasta desear que te cures, y se queda, al revés, clavado, con su neutralidad más que sospechosa, en ver (o al menos querer), como señal de males más grandes, lo que pa’ ti nomás es un rato sin la piel que te cubre la cabeza. Espero que me hayas cachado, ¡punto!
Y aunque el azar te dejara, por un milagro loco, pero no siempre sin sentido, recuperar esa piel chida que tu enemigo guardó con vigilancia religiosa, como recuerdo flipante de su victoria, es casi bien posible que, aunque no hubieras estudiado la ley de las probabilidades nomás por las matemáticas (y se sabe que la analogía lleva fácil esa ley a otros rollos de la cabeza), tu miedo bien puesto, pero un poco exagerado, a un enfriamiento parcial o total, no rechazaría la chance importante, y hasta única, que se te pusiera tan a modo, aunque de sopetón, de cuidar las partes de tu seso del contacto con el aire, sobre todo en invierno, con un tocado que, con todo derecho, es tuyo, porque es natural, y que podrías (sería incomprensible que lo negaras) traer puesto siempre en la cabeza, sin correr los riesgos, siempre gachos, de romper las reglas más simples de la decencia básica.
¿No es cierto que me escuchas con atención? Si me pones más oído, tu tristeza no se va a despegar del fondo de tus narices rojas. Pero como soy bien imparcial, y no te odio tanto como debería (si me equivoco, dime), le prestas oído a mis palabras, quieras o no, como si una fuerza más grande te empujara. No soy tan culero como tú: por eso tu genio se dobla solo ante el mío… ¡La neta, no soy tan culero como tú! Acabas de echar un ojo a la ciudad armada en la ladera de esa montaña. Y ahora, ¿qué veo?... ¡Todos los vatos están muertos! Tengo orgullo como cualquiera, y es un vicio más, tal vez, tenerlo de sobra. Pos órale, escucha… escucha, si la confesión de un vato, que se acuerda haber vivido medio siglo como tiburón en las corrientes submarinas que pasan por las costas de África, te prende lo suficiente pa’ ponerle atención, si no con amargura, al menos sin la falla culera de mostrar el asco que te doy.
No voy a tirar a tus pies la máscara de la virtud pa’ parecer ante tus ojos como soy; porque nunca la he usado (si eso vale de excusa); y, desde los primeros momentos, si miras mis rasgos con ojo, me vas a reconocer como tu discípulo respetuoso en la perversidad, pero no como tu rival cabrón. Como no te peleo la palma del mal, no creo que otro lo haga: primero tendría que igualarme, y no es moco de pavo… Escucha, a menos que seas la condensación débil de una niebla (escondes tu cuerpo en algún lado, y no lo encuentro): una mañana, vi a una morrita que se inclinaba sobre un lago pa’ agarrar un loto rosa, afirmó sus pasos con una experiencia precoz; se agachaba hacia el agua, cuando sus ojos toparon mi mirada (es cierto que, de mi lado, no fue sin planearlo). Al tiro, tambaleó como torbellino que hace la marea alrededor de una roca, las piernas se le doblaron, y, cosa chida de ver, un rollo que pasó con tanta neta como te hablo, cayó hasta el fondo del lago: cosa rara, ya no agarró ninguna ninfeácea. ¿Qué hace allá abajo?... No me enteré. Seguro su voluntad, que se puso bajo la bandera de la liberación, está dando peleas cabronas contra la podredumbre, ¡qué chinga!
Pero tú, mi jefe, bajo tu mirada, los vatos de las ciudades caen de repente, como un montón de hormigas que aplasta el talón del elefante. ¿No acabo de ver un ejemplo clarito? Mira… la montaña ya no está chida… se queda sola como viejo. Es cierto, las casas están ahí; pero no es paradoja decir, bajito, que no podrías decir lo mismo de los que ya no están adentro. Ya los vapores de los cadáveres me llegan. ¿No los sientes? Mira esos pájaros de presa, esperando que nos larguemos pa’ empezar ese banquete gigante; viene una nube sin fin de los cuatro rumbos del horizonte. ¡Ay! Ya habían venido, porque vi sus alas rapaces trazar, sobre ti, el monumento de las espirales, como pa’ prenderte a apurar el crimen. ¿Tu olfato no capta ni un poco de olor? El impostor no es otra cosa… Tus nervios pa’ oler al fin tiemblan por cachar átomos aromáticos: esos suben de la ciudad borrada, aunque no tenga que decirte eso…
Quisiera besar tus patas, pero mis brazos nomás agarran un vapor transparente. Busquemos ese cuerpo que no encuentro, que mis ojos sí ven: merece, de mi parte, un chorro de marcas de una admiración chida. El fantasma se burla de mí: me ayuda a buscar su propio cuerpo. Si le hago señas de quedarse en su lugar, me regresa las mismas… El secreto se destapó; pero, no es, lo digo derecho, pa’ mi mayor gusto. Todo está explicado, lo grande y lo chiquito; estos últimos no importa volver a ponerlos frente a la mente, como, por ejemplo, el arrancarle los ojos a la morra güera: ¡eso es casi nada!... ¿No me acordaba, pues, que yo también fui pelado, aunque nomás por cinco años (el número exacto del tiempo me falló) que tuve encerrado a un vato en un bote, pa’ ver el espectáculo de sus sufrimientos, porque me negó, con razón, una amistad que no se da a vatos como yo? Como hago como que no sé que mi mirada puede matar, hasta a los planetas que giran en el espacio, no va a estar mal el que diga que no tengo memoria. Lo que me queda es quebrar este hielo, en pedazos, con una piedra… No es la primera vez que la pesadilla de perder un rato la memoria se instala en mi imaginación, cuando, por las leyes duras de la óptica, me topo con no reconocer mi propia imagen.
Estrofa 6
Me quedé jetón en el acantilado, ¡qué pedo! El que pasa un día persiguiendo a la avestruz por el desierto, sin alcanzarla, no tiene chance de comer ni de cerrar los ojos. Si ese cuate me lee, a lo mejor puede cachar, más o menos, qué sueño tan pesado me cayó encima. Pero cuando la tormenta empuja un barco de lado, con la palma de su mano, hasta el fondo del mar; si en la balsa nomás queda un vato de toda la tripulación, hecho mierda por el cansancio y las carencias de todo tipo; si la ola lo sacude como despojo, por horas más largas que la vida de un hombre; y si una fragata, que después cruza esos rumbos de desmadre con la quilla rota, ve al pobre paseando su carcacha flaca por el océano, y le echa la mano casi demasiado tarde, creo que ese náufrago va a cachar mejor todavía a qué grado se me durmieron los sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando se ponen las pilas, saben a veces armar catalepsias letárgicas así de cabronas. No tienen nada que ver con la muerte: sería una mentira gorda decirlo, ¡punto!
Pero vamos directo al sueño, pa’ que los impacientes, hambrientos de estas lecturas, no se pongan a rugir como un banco de cachalotes cabezones peleándose por una hembra preñada. Soñé que me metía al cuerpo de un marrano, que no era fácil salir de ahí, y que revolcaba mis pelos en los pantanos más mugrosos, ¡qué chinga! ¿Era como premio? Cumpliendo mis deseos, ¡ya no era de la humanidad! Pa’ mí, lo tomé así, y sentí una alegría más que honda. Pero buscaba con ganas qué acto chido había hecho pa’ merecer ese favor tan chingón de la Providencia.
Ahora que repasé en mi cabeza las fases de ese aplastamiento culero contra el granito, donde la marea, sin que me diera cuenta, pasó dos veces sobre esa mezcla jodida de materia muerta y carne viva, no está de más gritar que esa degradación seguro era nomás un castigo, echado sobre mí por la justicia divina. Pero, ¿quién conoce sus necesidades de adentro o qué le prende sus alegrías pestilentes? La metamorfosis nunca me pareció más que el eco grande y chido de una felicidad perfecta, que llevaba un chorro esperando. ¡Por fin llegó el día en que fui marrano! Probaba mis dientes en la corteza de los árboles; mi hocico, lo miraba con gusto cabrón. No quedaba ni un cachito de divinidad: supe subir mi alma hasta la altura loca de ese placer que no se dice.
Óiganme, pues, y no se apenen, caricaturas sin fin de lo chulo, que toman en serio el rebuzno chistoso de su alma, bien despreciable; y que no cachan por qué el Todopoderoso, en un momento raro de payasada chida, que seguro no pasa las leyes grandes del grotesco, un día se dio el gusto flipante de hacer que un planeta lo vivieran seres raros y microscópicos, llamados humanos, con materia como el coral rojo. Claro, tienen razón de apenarse, hueso y grasa, pero óiganme. No les hablo a su inteligencia; la harían vomitar sangre por el horror que les da: olvidenla, y sean derechos con ustedes mismos…
Ahí, ya no había ataduras. Cuando quería matar, mataba; eso hasta me pasaba seguido, y nadie me paraba, ¡qué trucha! Las leyes humanas todavía me perseguían con su venganza, aunque no atacara a la raza que dejé tan tranquilo; pero mi conciencia no me echaba broncas. De día, me peleaba con mis nuevos cuates, y el suelo se llenaba de capas de sangre seca. Era el más chingón, y me llevaba todas las victorias. Heridas que ardían me cubrían el cuerpo; hacía como que no las veía. Los animales de tierra se alejaban de mí, y me quedaba solo en mi grandeza brillante.
Qué sacada de onda me llevé cuando, tras cruzar un río nadando pa’ largarme de las tierras que mi furia dejó vacías, y llegar a otros rumbos pa’ sembrar mis costumbres de muerte y masacre, intenté caminar en esa orilla con flores. Mis patas estaban tiesas; ningún movimiento mostraba la neta de esa inmovilidad forzada. Entre esfuerzos cabrones pa’ seguir mi camino, ahí me desperté, y sentí que volvía a ser vato. La Providencia me hacía cachar así, de una forma que no es rara, que no quería que, ni en sueños, mis planes chidos se hicieran. Volver a mi forma de antes fue un dolor tan grande, que todavía lloro por las noches. Mis sábanas están siempre mojadas, como si las hubieran metido al agua, y cada día las cambio. Si no me creen, vengan a verme; van a checar, con sus propios ojos, no nomás que pueda ser, sino la pura neta de lo que digo, ¡punto!
Cuántas veces, desde esa noche bajo las estrellas en el acantilado, no me he mezclado con manadas de marranos, pa’ retomar, como derecho, mi metamorfosis jodida. Ya es hora de dejar estos recuerdos chidos, que nomás dejan, tras su paso, la pálida vía láctea de los arrepentimientos eternos.
Estrofa 7
No es imposible ver una desviación culera en cómo jalan, calladas o a la vista, las leyes de la naturaleza, ¡qué pedo! La neta, si cada quien se pone las pilas pa’ checar las fases de su existencia (sin saltarse ni una, porque a lo mejor esa era la que iba a dar la prueba de lo que digo), no va a recordar, sin sacarse de onda —que en otro rollo sería chistoso—, que un día, hablando primero de cosas que se ven, fue testigo de un fenómeno que parecía pasar y de verdad pasaba las nociones conocidas que te dan la observación y la experiencia, como las lluvias de sapos, un espectáculo mágico que los sabiondos no cacharon de entrada. Y que otro día, hablando al último de cosas del alma, su mente le puso al ojo de la psicología, no voy a decir una locura de la razón (que igual sería curiosa, y más todavía), pero al menos, pa’ no ponerme picky con ciertos vatos fríos que nunca me perdonarían las exageraciones locas que suelto, un estado raro, muchas veces bien gacho, que marca que el límite que el sentido común le pone a la imaginación a veces, aunque haya un pacto chiquito entre esos dos poderes, se lo pasa por los huevos la presión cabrona de la voluntad, pero casi siempre también por la falta de su jale de a de veras: echémosle unos ejemplos pa’ respaldar, que no está difícil ver si pegan; nomás hay que traer una moderación atenta. Ahí van dos: los arranques de coraje y las enfermedades del orgullo.
Le aviso al que me lee que tenga cuidado de no hacerse una idea vaga, y menos falsa, de las bellezas literarias que deshojo en el desmadre rapidísimo de mis frases. ¡Órale! Quisiera soltar mis razones y comparaciones despacito y con un chorro de grandeza (pero, ¿quién tiene tiempo pa’ eso?), pa’ que cada quien cache más, si no mi espanto, al menos mi sacada de onda, cuando una tarde de verano, mientras el sol parecía bajar al horizonte, vi nadar en el mar, con patas grandes de pato en lugar de las puntas de las piernas y los brazos, con una aleta dorsal tan larga y filosa como la de los delfines, a un vato, de músculos chingones, y un montón de bancos de peces (vi en ese desfile, entre otros bichos del agua, la raya, el anarnak groenlandés y el escorpión culero) lo seguían con las señales más claras de una admiración bien grande, ¡qué trucha!
A veces se zambutía, y su cuerpo viscoso salía casi al tiro, a doscientos metros de distancia. Los marsopas, que no han robado su fama de buenos nadadores según yo, apenas podían seguirle de lejos a ese anfibio de nueva onda. No creo que el lector tenga por qué arrepentirse si le da a mi relato, no el estorbo culero de una credulidad pendeja, sino el favor chido de una confianza honda, que discute con razón, con una simpatía callada, los misterios poéticos, que pa’ él son pocos, que yo me encargo de destapar cuando sale la chance, como hoy salió de repente, bien cargada de los olores tónicos de las plantas acuáticas, que la brisa fresca trae a esta estrofa, que trae un monstruo que se agandalló las marcas chidas de la familia de los palmípedos.
¿Quién habla aquí de agandallarse? Que quede claro que el vato, por su naturaleza múltiple y complicada, no ignora cómo estirar más sus fronteras; vive en el agua, como el caballito de mar; por las capas altas del aire, como el águila pescadora; y bajo la tierra, como el topo, el cochinillo y la chulada del gusano. Así está, en su forma, más o menos corta (pero más que menos), el criterio exacto de la consolación bien fortachona que intentaba hacer brotar en mi cabeza, cuando pensaba que el vato que veía a lo lejos nadar con sus cuatro patas en la superficie de las olas, como nunca lo hizo el cormorán más chingón, a lo mejor había agarrado ese cambio nuevo en las puntas de sus brazos y piernas nomás como castigo expiatorio de algún crimen que no se sabe.
No hacía falta que me rompiera la cabeza fabricando de una vez las pastillas tristes de la lástima; porque no sabía que ese vato, cuyos brazos golpeaban turnándose la onda amarga, mientras sus piernas, con una fuerza como las defensas en espiral del narval, hacían retroceder las capas de agua, no se había agandallado esas formas raras por su cuenta más de lo que se las habían puesto como tormento. Según lo que supe después, aquí va la neta simple: alargar la existencia en ese elemento líquido había traído poco a poco, en el vato que se había exiliado de los continentes rocosos, los cambios grandes, pero no esenciales, que noté, en el bicho que una mirada medio confusa me hizo tomar, desde los primeros momentos de su aparición (por una ligereza culera, que sus excesos traen el sentimiento tan gacho que los psicólogos y los amantes de la cautela cachan fácil) por un pez de forma rara, no descrito todavía en las listas de los naturalistas; pero a lo mejor en sus escritos póstumos, aunque no tuviera la excusa pa’ inclinarme por esa última idea, imaginada en condiciones bien hipotéticas.
La neta, ese anfibio (porque anfibio hay, sin que se pueda decir lo contrario) nomás lo veía yo, dejando fuera a los peces y los cetáceos; porque me di cuenta que unos campesinos, que se pararon a mirar mi cara, sacada de onda por ese rollo sobrenatural, y que buscaban en vano explicar por qué mis ojos estaban siempre clavados, con una terquedad que parecía invencible, pero no lo era de verdad, en un pedazo del mar donde ellos nomás veían un buen de bancos de peces de todas las especies, abrían el hocico grandote, a lo mejor tanto como ballena.
«Eso los hacía sonreír, pero no palidecer como a mí, decían en su lengua chida; y no eran tan pendejos pa’ no cachar que, justo, no veía las vueltas campiranas de los peces, sino que mi mirada iba mucho más pa’lante.»
Así que, por mi parte, volteando sin pensar hacia el tamaño cabrón de esas bocotas, me decía pa’ mis adentros que, a menos que en todo el universo hubiera un pelícano grande como montaña o al menos como promontorio (flípense, por favor, la finura de la restricción que no pierde ni un cacho), ningún pico de pájaro rapaz o quijada de animal salvaje podría nunca superar, ni igualar, cada uno de esos cráteres abiertos, pero bien lúgubres. Y aun así, aunque guardo un buen pedazo pa’l uso chido de la metáfora (esa figura retórica le echa más la mano a las ganas humanas de ir pa’l infinito de lo que suelen pensar los que traen prejuicios o ideas falsas, que es lo mismo), no deja de ser cierto que el hocico chistoso de esos campesinos sigue siendo lo bastante grande pa’ tragarse tres cachalotes. Acortemos más el rollo, pongámonos serios, y quedémonos con tres elefantitos recién nacidos.
De una brazada, el anfibio dejaba atrás un kilómetro de surco espumoso. En el momento cortito que, con el brazo estirado pa’lante, se queda en el aire antes de volver a zambutirse, sus dedos separados, pegados por un pliegue de piel como membrana, parecían lanzarse pa’ las alturas del espacio, y agarrar las estrellas, ¡qué trucha! Parado en la roca, usé mis manos como megáfono, y grité, mientras los cangrejos y langostas se pelaban pa’ la oscuridad de las grietas más escondidas:
«Óyeme, tú, que nadas más chingón que el vuelo de las alas largas de la fragata, si todavía cachas el sentido de los gritos grandes que, como traducción fiel de su pensamiento hondo, suelta con fuerza la humanidad, para un rato tu marcha rápida, y cuéntame cortito las fases de tu historia neta. Pero te aviso que no hace falta que me hables, si tu plan atrevido es hacerme sentir la amistad y la veneración que tuve por ti desde que te vi, la primera vez, haciendo, con la gracia y la fuerza del tiburón, tu peregrinaje recto y sin que te paren.»
Un suspiro, que me heló los huesos, y que hizo tambalear la roca donde pisaba (a menos que fuera yo el que temblaba, por la onda dura de los sonidos, que traían a mi oído un grito tan desesperado) se oyó hasta las tripas de la tierra: los peces se hundieron bajo las olas, con el ruido de una avalancha, ¡qué chinga! El anfibio no se atrevió a acercarse mucho a la orilla; pero, en cuanto vio que su voz llegaba clarita a mi tímpano, bajó el movimiento de sus patas palmeadas, pa’ sostener su pecho, cubierto de algas, sobre las olas rugientes. Lo vi bajar la frente, como pa’ llamar, con una orden solemne, a la manada perdida de los recuerdos. No me animaba a cortarle esa onda, bien arqueológica: metido en el pasado, parecía un escollo. Al fin habló así:
«El ciempiés no se queda sin enemigos; la belleza loca de sus patas sin fin, en vez de ganarle la simpatía de los animales, a lo mejor pa’ ellos nomás es el empujón cabrón de una irritación celosa. Y no me sacaría de onda saber que ese bicho es blanco de los odios más duros. Te voy a esconder dónde nací, que no importa pa’ mi relato: pero la vergüenza que caería en mi familia sí importa pa’ mi deber. Mi jefe y mi jefa (¡que Dios los perdone!), tras un año de espera, vieron al cielo cumplir sus deseos: dos gemelos, mi carnal y yo, salimos a la luz. Más razón pa’ quererse. No fue como digo. Porque yo era el más chulo y el más listo, mi carnal me tomó odio, y no se molestó en esconderlo: por eso, mi jefe y mi jefa echaron sobre mí la mayor parte de su amor, mientras yo, con mi amistad chida y constante, intentaba calmar un alma que no tenía derecho a rebelarse contra el que salió de la misma carne. Entonces, mi carnal ya no tuvo límites pa’ su furia, y me jodió en el corazón de nuestros viejos con las calumnias más locas. Viví quince años en un calabozo, con larvas y agua mugrosa como único alimento. No te voy a contar a fondo los tormentos cabrones que chingué en esa reclusión injusta. A veces, en un rato del día, uno de los tres verdugos, por turnos, entraba de sopetón, cargado de tenazas, alicates y un chorro de instrumentos de tortura. Los gritos que me sacaban los suplicios no los movían; la pérdida grande de mi sangre los hacía sonreír. ¡Órale, carnal, te perdoné, tú que fuiste la causa primera de todos mis males! ¿Puede ser que una rabia ciega no abra al fin sus propios ojos? Pensé un chorro en mi prisión eterna. Qué se volvió mi odio general contra la humanidad, lo adivinas. El desgaste lento, la soledad del cuerpo y del alma no me habían quitado toda la razón, al grado de guardarle rencor a los que no dejé de querer: triple yugo del que era esclavo. Logré, con maña, recuperar mi libertad. Asqueado de los vatos del continente, que, aunque se decían mis iguales, no parecían hasta entonces parecerse a mí en nada (si creían que me parecía a ellos, ¿por qué me jodían?), corrí pa’ los guijarros de la playa, bien decidido a darme en la madre, si el mar me traía los recuerdos de una vida fatalmente vivida. ¿Vas a creer tus ojos? Desde el día que me pelé de la casa paterna, no me quejo tanto como crees de vivir en el mar y sus cuevas de cristal. La Providencia, como ves, me dio en parte la onda del cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me dan la comida que necesito, como si fuera su rey. Voy a soltar un silbido especial, si no te molesta, y vas a ver cómo reaparecen.»
Pasó como lo dijo. Volvió a su natación chida, rodeado de su cortejo de súbditos. Y aunque en unos segundos se perdió de mis ojos, con un catalejo aún lo distinguí, en los últimos límites del horizonte. Nadaba con una mano, y con la otra se secaba los ojos, inyectados de sangre por la presión culera de haberse acercado a la tierra firme. Lo hizo pa’ darme gusto. Tiré el catalejo contra el acantilado; rebotó de roca en roca, y sus pedazos rotos los agarraron las olas: así fueron mi última señal y el adiós chingón con los que, como en sueño, me incliné ante una inteligencia noble y jodida. Pero todo era real en lo que pasó esa tarde de verano.
Estrofa 8
Cada noche, metiendo las alas de mi memoria agonizante, sacaba el recuerdo de Falmer… cada noche, ¡qué pedo! Sus pelos güeros, su cara ovalada, sus rasgos chingones todavía estaban grabados en mi imaginación… pa’ siempre… sobre todo sus pelos güeros. Aléjenme, aléjenme esa cabeza pelona, lisa como caparazón de tortuga. Él tenía catorce años, y yo nomás un año más. Que se calle esa voz culera. ¿Por qué viene a delatarme? Pero soy yo mismo el que habla. Usando mi lengua pa’ soltar lo que pienso, me doy cuenta que mis labios se mueven, y soy yo mismo el que habla. Y soy yo mismo el que, contando una historia de mi juventud, y sintiendo el remordimiento clavarse en mi pecho… soy yo mismo, a menos que la riegue… soy yo mismo el que habla, ¡punto!
Yo nomás tenía un año más. ¿Entonces a quién chingados me refiero? Es un cuate que tuve en los viejos tiempos, creo. Sí, sí, ya dije cómo se llama… no quiero volver a deletrear esas seis letras, nel, nel. Tampoco hace falta repetir que yo tenía un año más. ¿Quién lo sabe? Repitámoslo, pero con un murmullo gacho: yo nomás tenía un año más. Incluso entonces, lo chingón de mi fuerza física era más pa’ darle apoyo por el camino rudo de la vida a ese que se me dio, que pa’ joder a un vato que se veía más débil. Y creo que sí estaba más débil… Incluso entonces. Es un cuate que tuve en los viejos tiempos, creo.
Lo chingón de mi fuerza física… cada noche… Sobre todo sus pelos güeros. Hay más de un vato que ha visto cabezas pelonas: la vejez, la enfermedad, el dolor (las tres juntas o por separado) explican ese rollo negativo de forma chida. Eso me diría un sabiondo si le preguntara. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no estoy pendejo (yo también soy sabio) y sé que un día, porque me detuvo la mano cuando levantaba mi cuchillo pa’ clavarle el pecho a una morra, lo agarré de los pelos con un brazo de fierro, y lo hice girar en el aire tan rápido, que la melena me quedó en la mano, y su cuerpo, lanzado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de un roble… No estoy pendejo y sé que un día su melena me quedó en la mano. Yo también soy sabio. Sí, sí, ya dije cómo se llama. No estoy pendejo y sé que un día hice una infamia, mientras su cuerpo volaba por la fuerza centrífuga. Él tenía catorce años.
Cuando, en un ataque de locura, corro por los campos, apretando contra mi pecho una cosa sangrienta que guardo desde hace un chorro, como reliquia chida, los morrillos que me persiguen… los morrillos y las viejas que me corren a pedradas, sueltan estos gemidos gachos:
«Ahí está la melena de Falmer.»
Aléjenme, aléjenme esa cabeza pelona, lisa como caparazón de tortuga… Una cosa sangrienta. Pero soy yo mismo el que habla. Su cara ovalada, sus rasgos chingones. Creo que sí estaba más débil. Las viejas y los morrillos. Creo que sí… ¿qué quería decir?... creo que sí estaba más débil. Con un brazo de fierro. Ese golpe, ¿ese golpe lo mató? ¿Se le quebraron los huesos contra el árbol… pa’ siempre? ¿Lo mató ese golpe, hecho por el vigor de un atleta? ¿Siguió vivo, aunque sus huesos se quebraran pa’ siempre… pa’ siempre? ¿Ese golpe lo mató? Me da miedo saber lo que mis ojos cerrados no vieron, ¡qué chinga!
La neta… Sobre todo sus pelos güeros. La neta, me largo lejos con una conciencia que ya no perdona. Él tenía catorce años. Con una conciencia que ya no perdona. Cada noche. Cuando un vato joven, que sueña con la gloria, en un quinto piso, encorvado sobre su escritorio, a la hora callada de medianoche, oye un susurro que no sabe de dónde viene, voltea pa’ todos lados su cabeza, pesada por las cavilaciones y los manuscritos polvosos; pero nada, ningún rastro le dice por qué oye eso tan bajito, aunque lo oye. Al fin cacha que el humo de su vela, subiendo al techo, hace vibrar, en el aire de alrededor, casi sin notarse, una hoja de papel colgada de un clavo clavado en la pared. En un quinto piso.
Como un vato joven, que sueña con la gloria, oye un susurro que no sabe de dónde, así oigo una voz chida que me dice al oído:
«¡Maldoror!»
Pero antes de aclarar su error, creía que eran las alas de un mosquito… encorvado sobre su escritorio. Pero no estoy soñando; ¿qué importa que esté tirado en mi cama de satín? Con sangre fría me doy cuenta que traigo los ojos abiertos, aunque es la hora de los dominós rosas y los bailes de máscaras. Nunca… ¡órale, no, nunca!... una voz mortal soltó esos tonos angelicales, diciendo con tanta elegancia dolorosa las sílabas de mi nombre, ¡qué trucha! Las alas de un mosquito… Qué buena onda es su voz. ¿Entonces me habrá perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de un roble…
«¡Maldoror!»