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Los Corridos de Maldoror (Español mexicano - Tercer Corrido)

Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)

Tercer Corrido

Estrofa 1

Recordemos los nombres de esos cuates imaginarios, con onda de ángeles, que mi pluma, en el segundo canto, sacó de un cerebro que brillaba con una luz que salía de ellos mismos. Mueren nomás nacen, como chispas que el ojo apenas alcanza a seguir cuando se apagan rápido en papel quemado. ¡Léman!... ¡Lohengrin!... ¡Lombano!... ¡Holzer!... por un rato se asomaron, con los trapos de la juventud, a mi horizonte chido; pero los dejé caer al caos, como campanas de buzo, ¡qué pedo! Ya no van a salir de ahí. Me basta con tenerlos en la memoria; tienen que dejarle lugar a otras cosas, a lo mejor menos chulas, que va a parir el desborde cabrón de un amor que decidió no saciar su sed con la raza humana. Amor hambriento, que se comería a sí mismo si no buscara su comida en ficciones celestiales: armando, con el tiempo, una pirámide de serafines, más que los bichos que pululan en una gota de agua, los va a enredar en una elipse que hará girar a su alrededor, ¡qué jale! Mientras, el viajero, parado frente a una cascada, si levanta la cara, va a ver, allá lejos, a un vato llevado pa’ la cueva del infierno por una guirnalda de camelias vivas, ¡qué trucha! Pero… ¡shh! la imagen flotante del quinto ideal se dibuja despacito, como los pliegues dudosos de una aurora boreal, en el plano vaporoso de mi cabeza, y va agarrando cada vez más forma firme…

Mario y yo íbamos por la orilla. Nuestros caballos, con el cuello estirado, cortaban las membranas del espacio y sacaban chispas a los guijarros de la playa. El viento frío, que nos pegaba en la cara, se metía en nuestros mantos y hacía volar pa’ atrás los pelos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus gritos y aleteos, intentaba en vano avisarnos que la tormenta podía estar cerca, y soltaba:

«¿Pa’ dónde van con ese galope loco?»

No decíamos nada; metidos en nuestras ondas, nos dejábamos llevar por las alas de esa carrera furiosa; el pescador, viéndonos pasar rápido como albatros, y creyendo ver, huyendo frente a él, a los dos carnales misteriosos, como les decían porque siempre andaban juntos, se apuraba a hacer la señal de la cruz y se escondía, con su perro tieso, bajo una roca profunda, ¡chale! Los vatos de la costa habían oído cuentos raros sobre esos dos personajes, que se pintaban en la tierra, entre nubes, en las épocas grandes de calamidad, cuando una guerra culera amenazaba con clavar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se alistaba pa’ aventar, con su honda, la podredumbre y la muerte en ciudades enteras. Los saqueadores de naufragios más viejos fruncían el ceño, serios, diciendo que los dos fantasmas, que todos habían notado por el tamaño cabrón de sus alas negras durante los huracanes, sobre los bancos de arena y los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar, que paseaban su majestad por el aire en las grandes revoluciones de la naturaleza, unidos por una amistad eterna, tan rara y chida que había dejado pasmado el cable sin fin de las generaciones.

Decían que, volando juntos como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear en círculos chiquitos entre las capas de la atmósfera cerca del sol; que se comían, en esos rumbos, las esencias más puras de la luz; pero que nomás a fuerzas bajaban su vuelo vertical pa’ la órbita espantada donde gira el mundo humano en delirio, lleno de espíritus crueles que se matan entre sí en los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan a traición, a escondidas, en el centro de las ciudades, con el cuchillo del odio o la ambición), y que se alimentan de seres vivos como ellos, nomás un poco más abajo en la escala de las existencias. O que, cuando se ponían serios pa’ hacer que los vatos se arrepintieran con las estrofas de sus profecías, nadaban con brazadas grandes pa’ las regiones estelares donde un planeta se movía entre los vapores espesos de avaricia, orgullo, maldiciones y risitas que salían, como humos culeras, de su superficie fea y parecía chiquito como pelota, casi invisible por la distancia, no faltaban veces en que se arrepentían bien gacho de su buena onda, que nadie les reconocía y hasta escupían, y se iban a esconder al fondo de los volcanes, pa’ platicar con el fuego vivo que hierve en las ollas de los subterráneos centrales, o al fondo del mar, pa’ descansar chido sus ojos desengañados en los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de suavidad comparados con los bastardos de la humanidad.

Ya de noche, con su oscuridad que ayuda, se aventaban desde los cráteres de pórfido, de las corrientes submarinas, y dejaban bien lejos atrás el escusado rocoso donde se retuerce el culo tieso de los cacatúas humanos, hasta que ya no podían ver la silueta colgada del planeta culero. Entonces, tristes por su intento pa’ nada, entre las estrellas que sentían su dolor y bajo el ojo de Dios, se abrazaban, llorando, ¡el ángel de la tierra y el ángel del mar!... Mario y el que galopaba con él no ignoraban los rumores vagos y supersticiosos que contaban los pescadores de la costa en las noches, susurrando alrededor del fogón, con puertas y ventanas cerradas; mientras el viento de la noche, que quiere calentarse, suelta sus silbidos alrededor de la choza de paja y sacude, con su fuerza, esas paredes frágiles, rodeadas en la base de pedazos de conchas que traen las olas moribundas.

No platicábamos. ¿Qué se dicen dos corazones que se quieren? Nada. Pero nuestros ojos lo decían todo. Le avisé que apretara más su manto, y él me hizo ver que mi caballo se alejaba mucho del suyo: cada uno se preocupa tanto por la vida del otro como por la suya; no nos reímos, ¡chale! Él trata de sonreírme; pero veo que su cara trae el peso de las impresiones cabronas que le ha tallado el pensar, siempre metido en los enigmas que desvían, con ojo chueco, las angustias grandes de la inteligencia de los mortales. Viendo que sus intentos no jalan, voltea pa’ otro lado, muerde su freno terrenal con la baba del coraje y mira el horizonte, que se escapa cuando nos acercamos. Yo trato de recordarle su juventud chida, que nomás pide entrar a los palacios del placer como reina; pero él nota que mis palabras salen a tropezones de mi boca flaca, y que los años de mi propia primavera pasaron tristes y fríos, como un sueño culero que pasea, por las mesas de los banquetes y las camas de satín donde duerme la sacerdotisa pálida del amor, pagada con el brillo del oro, los gustos amargos del desengaño, las arrugas pestilentes de la vejez, los sustos de la soledad y las antorchas del dolor, ¡qué pedo! Viendo que mis intentos no sirven, no me extraña no poder hacerlo feliz; el Todopoderoso se me pinta con sus herramientas de tortura, en todo el resplandor cabrón de su horror; volteo pa’ otro lado y miro el horizonte que se escapa cuando nos acercamos…

Nuestros caballos galopaban por la orilla, como huyendo del ojo humano… Mario es más morrillo que yo; la humedad del clima y la espuma salada que nos salpica traen el frío a sus labios. Le digo:

«¡Cuidado!... ¡Cuidado!... cierra tus labios bien pegados; ¿no ves las garras filosas del agrietamiento, que te corta la piel con heridas que arden?»

Él clava los ojos en mi frente y me contestó, moviendo la lengua:

«Sí, las veo, esas garras verdes; pero no voy a mover la onda natural de mi boca pa’ espantarlas. Mira, si miento. Si parece que es la voluntad de la Providencia, quiero seguirla. Su voluntad pudo ser mejor.»

Y yo solté:

«Me flipa esa venganza chida.»

Quise arrancarme los pelos; pero él me lo prohibió con una mirada dura, y le obedecí con respeto, ¡punto! Se hacía tarde, y el águila regresaba a su nido, cavado en los recovecos de la roca. Me dijo:

«Te voy a prestar mi manto pa’ que no te dé frío; yo no lo necesito.»

Le contesté:

«Qué mala onda si haces eso. No quiero que otro sufra por mí, y menos tú.»

No respondió, porque tenía razón; pero yo me puse a consolarlo, por el tono tan fuerte de mis palabras… Nuestros caballos galopaban por la orilla, como huyendo del ojo humano…

Levanté la cabeza, como la proa de un barco alzada por una ola grandota, y le dije:

«¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de las nieves y las nieblas. No veo lágrimas en tu cara, chula como flor de cactus, y tus párpados están secos, como el lecho de un torrente; pero distingo, en el fondo de tus ojos, una cubeta llena de sangre, donde hierve tu inocencia, mordida en el cuello por un alacrán de los grandes. Un viento cabrón avienta el fuego que calienta la olla y esparce las flamas oscuras hasta fuera de tu órbita sagrada. Acerqué mis pelos a tu frente rosada y sentí olor a quemado, porque se chamuscaron. Cierra tus ojos; si no, tu cara, quemada como lava de volcán, se va a hacer cenizas en el hueco de mi mano.»

Y él, volteándose pa’ mí, sin hacer caso a las riendas que traía en la mano, me miró con cariño, mientras bajaba y subía despacito sus párpados de lirio, como el vaivén del mar. Quiso contestar a mi pregunta atrevida, y así lo hizo:

«No me hagas caso. Igual que los vapores de los ríos se arrastran por los lados del cerro y, al llegar a la cima, se avientan al aire formando nubes; así, tus preocupaciones por mí han crecido poquito a poco, sin razón chida, y forman sobre tu imaginación el cuerpo engañoso de un espejismo triste. Te juro que no hay fuego en mis ojos, aunque siento como si mi coco estuviera metido en un casco de carbones prendidos. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia hiervan en la cubeta, si nomás oigo gritos bien débiles y revueltos, que pa’ mí son los gemidos del viento que pasa sobre nuestras cabezas? No hay modo de que un alacrán haya puesto su casa y sus pinzas filosas en el fondo de mi órbita hecha pedazos; creo más bien que son tenazas chingonas que trituran los nervios ópticos. Pero sí pienso, contigo, que la sangre que llena la cubeta la sacó de mis venas un verdugo invisible, mientras dormía la última noche. Te esperé un chorro, hijo querido del océano; y mis brazos dormidos pelearon en vano con el que se metió al pasillo de mi casa… Sí, siento que mi alma está encadenada en el cerrojo de mi cuerpo, y no puede soltarse pa’ huir lejos de las orillas que golpea el mar humano, y no ser más testigo del espectáculo de la jauría pálida de los males, persiguiendo sin parar, por los baches y abismos del desánimo inmenso, a los chivos humanos. Pero no me voy a quejar. Recibí la vida como herida, y le prohibí al suicidio curar la cicatriz. Quiero que el Creador mire, cada hora de su eternidad, la grieta abierta. Es el castigo que le pongo, ¡punto! Nuestros caballos bajan la velocidad de sus patas de bronce; sus cuerpos tiemblan, como cazador sorprendido por una manada de pecaríes. No hay que dejar que escuchen lo que decimos. A pura atención, su inteligencia crecería, y a lo mejor nos entenderían. Qué mala onda pa’ ellos; porque sufrirían más. Piensa nomás en los marranitos de la humanidad: ¿no parece que el grado de inteligencia que los separa de los demás bichos de la creación se les dio nomás al precio cabrón de sufrimientos que no se miden? Sigue mi ejemplo, y que tu espuela de plata se clave en los lados de tu caballo…»

Nuestros caballos galopaban por la orilla, como huyendo del ojo humano.


Estrofa 2

Ahí va la loca, bailando mientras pasa, recordando algo a medias, como en una nube. Los morrillos la persiguen a pedradas, como si fuera un pinche mirlo. Ella agarra un palo y hace como que los corretea, pero luego sigue su carrera, ¡qué pedo! Se le cayó un zapato en el camino y ni se da cuenta. Unas patas largas de araña le caminan por la nuca; no son más que sus pelos. Su cara ya no parece humana, y suelta carcajadas como hiena, bien gachas. Deja caer pedazos de frases que, si las coses, casi nadie les sacaría sentido claro. Su vestido, todo agujereado, se mueve a brincos alrededor de sus piernas flacas y llenas de lodo. Va pa’lante, como hoja de álamo, llevada ella, su juventud, sus ilusiones y la felicidad que tuvo, que ahora ve entre la neblina de una mente hecha pedazos, revuelta por el torbellino de sus facultades que ya no jalan, ¡qué chinga! Perdió la gracia y la belleza que traía de fábrica; su caminar es culero, y su aliento apesta a aguardiente. Si los vatos fueran felices en esta tierra, ahí sí habría que sacarse de onda. La loca no suelta reproches, es demasiado orgullosa pa’ quejarse, y se va a morir sin soltar su secreto a los que se fijan en ella, pero a los que les prohibió hablarle, ¡punto! Los morrillos la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo.

De su pecho se le cayó un rollo de papel. Un vato desconocido lo recoge, se encierra en su cantón toda la noche y lee el escrito, que decía esto:

«Después de un chorro de años vacíos, la Providencia me mandó una hija. Tres días me hinqué en las iglesias, sin parar de darle gracias al gran nombre del que al fin escuchó mis ruegos. La alimenté con mi propia leche, a esa que era más que mi vida, y la vi crecer rápido, con todas las cualidades del alma y del cuerpo. Me decía:

‘Quiero una hermanita pa’ jugar con ella; pídele al buen Dios que me mande una; y pa’ pagarle, voy a tejer una guirnalda de violetas, mentas y geranios.’

Nomás le contestaba levantándola a mi pecho y besándola con amor. Ya le interesaban los animales, y me preguntaba por qué la golondrina nomás roza con el ala las casitas de los vatos, sin atreverse a entrar. Pero yo ponía un dedo en la boca, como diciéndole que se callara sobre esa pregunta pesada, que aún no quería explicarle, pa’ no pegarle duro a su imaginación de morrita; y rápido cambiaba el tema, uno que es difícil pa’ cualquiera de la raza que ha puesto su dominio injusto sobre los demás bichos de la creación. Cuando me hablaba de las tumbas del panteón, diciendo que ahí se respiraban los perfumes chidos de los cipreses y las siemprevivas, no la contradecía; pero le decía que era la ciudad de los pájaros, que cantaban desde el amanecer hasta el atardecer, y que las tumbas eran sus nidos, donde dormían de noche con su familia, levantando el mármol. Toda la ropa bonita que la cubría, yo la cosí, igual que los encajes con mil arabescos, que guardaba pa’ los domingos. En invierno, tenía su lugar chido junto a la chimenea grande; porque se creía una persona seria, y en verano, la pradera sentía la presión suave de sus pasos, cuando se aventuraba con su red de seda, atada a un junco, tras los colibríes, bien libres, y las mariposas, con sus zigzags que dan coraje.

‘¿Qué haces, pequeña vaga, cuando la sopa te lleva esperando una hora, con la cuchara que ya se impacientó?’

Pero ella gritaba, saltándome al cuello, que no lo volvería a hacer. Al otro día, se escapaba otra vez, entre margaritas y resedas; entre los rayos del sol y el vuelo giratorio de los insectos que duran un suspiro; conociendo nomás el lado prismático de la vida, todavía no el veneno; feliz de ser más grande que el pajarito; burlándose de la curruca, que no canta tan chido como el ruiseñor; sacándole la lengua a escondidas al cuervo feo, que la miraba como padre; y grácil como gatito. No iba a disfrutar mucho de su presencia; se acercaba el momento en que, sin esperarlo, tenía que despedirse de los encantos de la vida, dejando pa’ siempre la compañía de las tórtolas, las gallinitas y los verderones, los balbuceos de la tulipa y la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, la chispa de las ranas y la frescura de los arroyos. Me contaron qué pasó; porque yo no estuve ahí en el momento que trajo la muerte de mi hija. Si hubiera estado, habría defendido a ese ángel con mi sangre… Maldoror pasaba con su bulldog; ve a una morrita dormida bajo la sombra de un plátano, y al principio la tomó por una rosa. No se sabe qué le pegó primero en la cabeza, si verla o lo que decidió después. Se quita la ropa rápido, como vato que sabe lo que va a hacer. Desnudo como piedra, se aventó sobre el cuerpo de la morrita y le levantó el vestido pa’ hacerle una cochinada… ¡a plena luz del sol! No se va a detener, ¡ni madres!... No le sigamos a esa acción culera. Con la mente encabronada, se viste a la carrera, echa un ojo prudente al camino polvoriento, donde no pasa nadie, y le ordena al bulldog que ahorque, con sus quijadas, a la morrita ensangrentada. Le señala al perro de la sierra el lugar donde respira y grita la víctima que sufre, y se aparta pa’ no ver cómo los dientes filosos se clavan en las venas rosadas. Cumplir esa orden le pudo parecer pesada al bulldog. Pensó que le pedían lo que ya había hecho, y se conformó, ese lobo de hocico monstruoso, con violar a su vez la virginidad de esa morrita delicada. De su panza desgarrada, la sangre corre otra vez por sus piernas, por la pradera. Sus gemidos se juntan con los lloriqueos del animal. La morrita le muestra la cruz de oro que traía en el cuello, pa’ que la perdone; no se había atrevido a enseñarla a los ojos feroces del que primero tuvo la idea de aprovecharse de su edad débil. Pero el perro sabía que, si desobedecía a su jefe, un cuchillo lanzado desde la manga le abriría las tripas de golpe, sin avisar. Maldoror (¡qué asco da decir ese nombre!) oía las agonías del dolor y se sacaba de onda de que la víctima tuviera la vida tan dura pa’ no estar ya muerta. Se acerca al altar del sacrificio y ve la onda de su bulldog, metido en bajos instintos, que levantaba la cabeza sobre la morrita, como náufrago que saca la suya sobre las olas encabronadas. Le suelta una patada y le revienta un ojo. El bulldog, encabronado, huye por el campo, arrastrando tras de sí, por un tramo que siempre es demasiado largo aunque sea corto, el cuerpo de la morrita colgada, que solo se soltó por los brincos de la huida; pero le da miedo atacar a su jefe, que no lo volverá a ver. Este saca de su bolsa una navaja gringa, con diez o doce hojas pa’ distintos usos. Abre las patas chuecas de esa hidra de acero; y, con ese bisturí, viendo que el pasto aún no se había perdido bajo el color de tanta sangre tirada, se alista, sin ponerse pálido, a hurgar con huevos en la vagina de la pobre morrita. De ese hoyo agrandado, saca uno por uno los órganos de adentro; las tripas, los pulmones, el hígado y al final el corazón mismo son arrancados de raíz y jalados a la luz del día por la abertura cabrona. El que hace el sacrificio se da cuenta de que la morrita, como pollo vaciado, lleva un chorro muerta; para la locura creciente de sus destrozos y deja que el cadáver vuelva a dormir bajo la sombra del plátano. Recogieron la navaja, tirada a unos pasos. Un pastor, testigo del crimen, cuyo culpable no se había descubierto, lo contó mucho después, cuando se aseguró de que el criminal había cruzado las fronteras a salvo y ya no tenía que temer la venganza segura que le caería si hablaba. Me dio lástima el insensato que cometió ese delito, que el legislador no había previsto y que no tenía antecedentes. Me dio lástima, porque seguro no estaba en sus cabales cuando usó el cuchillo de hoja cuatro veces triple, escarbando de arriba abajo las paredes de las tripas. Me dio lástima, porque, si no estaba loco, su onda vergonzosa debía esconder un odio bien grande contra la raza, pa’ ensañarse así con las carnes y arterias de una morrita inofensiva, que fue mi hija. Estuve en el entierro de esos restos humanos, con una resignación callada; y cada día vengo a rezar sobre una tumba.»

Al terminar de leer, el desconocido no aguanta más y se desmaya. Vuelve en sí y quema el escrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (¡la costumbre desgasta la memoria!); y tras veinte años de ausencia, regresaba a ese país maldito. ¡No va a comprar un bulldog!... ¡No va a platicar con los pastores!... ¡No va a dormir bajo la sombra de los plátanos!... Los morrillos la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo.


Estrofa 3

Tremdall tocó la mano por última vez del vato que se larga por su cuenta, siempre huyendo de él, siempre con la sombra del hombre pisándole los talones, ¡qué pedo! El judío errante se dice que, si el mando de la tierra fuera de la raza de los cocodrilos, no andaría escapando así. Tremdall, parado en el valle, pone una mano frente a los ojos pa’ juntar los rayos del sol y afilar la vista, mientras la otra tantea el espacio, con el brazo tieso y sin moverse. Inclinado pa’lante, como estatua de la amistad, mira con ojos misteriosos como el mar cómo suben, por la cuesta de la costa, las botas del viajero, ayudado por su palo con punta de fierro. La tierra parece faltarle bajo las patas, y aunque quisiera, no puede aguantar las lágrimas ni lo que siente:

«Está lejos; veo su silueta caminar por un sendero angosto. ¿Pa’ dónde va con ese paso pesado? Ni él lo sabe… Pero estoy seguro de que no estoy jetón: ¿qué es eso que se acerca y va pa’l encuentro de Maldoror? Qué grandote está el dragón… ¡más que un roble! Parece que sus alas blancuzcas, bien amarradas, tienen nervios de acero, tan fácil cortan el aire. Su cuerpo arranca con un pecho de tigre y termina en una cola larga de víbora. No estaba acostumbrado a ver estas cosas, ¡qué chinga! ¿Qué trae en la frente? Veo escrito, en una lengua de símbolos, una palabra que no le saco. Con un último aleteo, se puso junto al que conozco por su voz. Le soltó:

‘Te esperaba, y tú a mí. Ya llegó la hora; aquí estoy. Lee mi nombre en mi frente, escrito en jeroglíficos.’

Pero él, nomás vio venir al enemigo, se volvió un águila inmensa y se alista pa’ la pelea, chasqueando el pico curvo de gusto, como diciendo que él solo se va a chingar la parte trasera del dragón. Ahí los tienes, trazando círculos que se achican, espiando sus trucos antes de pelear; hacen bien, ¡punto! El dragón me parece más fuerte; quisiera que le ganara al águila. Voy a sentir emociones cabronas con este espectáculo, donde una parte de mi ser está metida. Dragón chingón, te voy a echar porras si hace falta; porque le conviene al águila perder. ¿Qué esperan pa’ atacarse? Estoy en un trance mortal. A ver, dragón, arranca tú primero el ataque. Le diste un zarpazo seco: no está mal. Te juro que el águila lo sintió; el viento se lleva la belleza de sus plumas, manchadas de sangre. ¡Órale! El águila te saca un ojo con el pico, y tú nomás le arrancaste pellejo; tenías que cuidarte de eso. ¡Bravo, toma tu revancha y quiebrale un ala; no hay duda, tus dientes de tigre son chidos! Si tan solo pudieras acercarte al águila, mientras da vueltas en el aire, cayendo pa’l campo. Me fijo, ese águila te hace ir con tiento, hasta cuando cae. Está en el suelo, no va a poder levantarse. Ver todas esas heridas abiertas me pone borracho. Vuela ras del suelo alrededor, y con los golpes de tu cola escamosa de víbora, remátalo si puedes. ¡Échale huevos, dragón chulo! Clávale tus garras recias, y que la sangre se junte con más sangre, pa’ hacer arroyos sin agua. Fácil decirlo, pero no hacerlo, ¡chale! El águila acaba de armar un plan nuevo pa’ defenderse, por las broncas de esta pelea que no se olvida; es listo. Se plantó firme, en una pose que no se quiebra, sobre el ala que le queda, sus dos patas y la cola, que antes le servía de timón. Desafía esfuerzos más cabrones que los que le han tirado hasta ahora. A veces, gira tan rápido como tigre, y no parece cansarse; a veces, se tumba de espaldas, con las dos patas gordas pa’ arriba, y, con sangre fría, mira con burla a su rival. Al final, tengo que saber quién va a ganar; esta pelea no puede durar pa’ siempre. ¡Pienso en lo que va a pasar después! El águila está fiera, y da brincos enormes que sacuden la tierra, como si fuera a volar; pero sabe que no puede. El dragón no se confía; cree que en cualquier momento el águila lo va a atacar por el lado donde le falta el ojo… ¡Qué jodido estoy! Eso pasa. ¿Cómo se dejó agarrar el dragón del pecho? Por más que usa maña y fuerza, veo que el águila, pegada a él con todo el cuerpo como sanguijuela, clava más y más el pico, aunque le abran nuevas heridas, hasta el fondo del cuello, en la panza del dragón. Nomás se le ve el cuerpo. Parece estar a gusto; no se apura pa’ salir. Seguro busca algo, mientras el dragón, con cabeza de tigre, suelta rugidos que despiertan los bosques. Ahí sale el águila de esa cueva. ¡Águila, qué culera eres! ¡Estás más roja que un charco de sangre! Aunque traigas en el pico nervioso un corazón que late, estás tan llena de heridas que apenas te aguantas en tus patas con plumas; y te tambaleas, sin soltar el pico, junto al dragón que se muere en agonías cabronas. La victoria fue dura; no importa, la ganaste: hay que decir la neta… Actúas con cabeza, quitándote la forma de águila mientras te alejas del cadáver del dragón. ¡Así que, Maldoror, saliste ganador! ¡Así que, Maldoror, le ganaste a la Esperanza! ¡De ahora en adelante, la desesperación se va a alimentar de tu sustancia más pura! ¡De ahora en adelante, entras, con pasos firmes, en el camino del mal! Aunque estoy, digamos, harto del sufrimiento, el último golpe que le diste al dragón me pegó en el alma. ¡Juzga tú si sufro! Pero me das miedo. Mira, mira, allá lejos, a ese vato que huye. Sobre él, tierra chida, la maldición ha echado raíces espesas; está maldito y maldice. ¿Pa’ dónde llevas tus chanclas? ¿Pa’ dónde vas, dudando como sonámbulo sobre un tejado? ¡Que tu destino culero se cumpla! Maldoror, ¡adiós! ¡Adiós hasta la eternidad, donde no nos vamos a encontrar juntos!»


Estrofa 4

Era un día de primavera. Los pájaros soltaban sus cantos en trinos, y los vatos, metidos en sus jales, se bañaban en la santidad del cansancio. Todo trabajaba pa’ su destino: los árboles, los planetas, los tiburones. Todo, menos el Creador, ¡qué pedo! Estaba tirado en el camino, con la ropa hecha pedazos. Su labio de abajo colgaba como cable pa’ dormir; los dientes sin lavar, y el polvo se mezclaba con las ondas güeras de su pelo. Entumido por un sueño pesado, aplastado contra los guijarros, su cuerpo hacía esfuerzos pa’ nada pa’ levantarse. Las fuerzas lo habían dejado, y ahí yacía, débil como gusano, tieso como corteza, ¡chale! Choros de vino llenaban las huellas que sus hombros nerviosos habían cavado. El embrutecimiento, con hocico de puerco, lo cubría con sus alas protectoras y le echaba una mirada enamorada. Sus piernas, flojas, barrían el suelo como mástiles ciegos. La sangre le chorreaba de las narices: en su caída, su cara había pegado contra un poste… ¡Estaba pedo! ¡Pedo hasta el culo! ¡Pedo como chinche que se chupó tres barriles de sangre en la noche! Llenaba el eco con palabras sin sentido, que no voy a repetir aquí; si el borracho supremo no se respeta, yo sí tengo que respetar a la raza. ¿Sabían que el Creador… se ponía pedo? ¡Lástima por ese labio, ensuciado en las copas de la borrachera!

El erizo, que pasaba, le clavó sus púas en la espalda y soltó:

«Toma pa’ ti. El sol ya va a la mitad: trabaja, flojo, y no te comas el pan de otros. Espera tantito, y vas a ver si llamo al cacatúa de pico chueco.»

El pájaro carpintero y el búho, que pasaban, le metieron el pico entero en la panza y dijeron:

«Toma pa’ ti. ¿Qué chingados vienes a hacer en esta tierra? ¿Es pa’ dar este show culero a los animales? Ni el topo, ni el casuario, ni el flamenco te van a copiar, te lo juro.»

El burro, que pasaba, le dio una patada en la sien y dijo:

«Toma pa’ ti. ¿Qué te hice pa’ darme unas orejas tan largas? Hasta el grillo me desprecia.»

El sapo, que pasaba, le echó un chorro de baba en la frente y soltó:

«Toma pa’ ti. Si no me hubieras hecho el ojo tan grande, y te viera en este estado, habría tapado con pudor la chulada de tu cuerpo con una lluvia de ranúnculos, nomeolvides y camelias, pa’ que nadie te viera.»

El león, que pasaba, bajó su cara real y dijo:

«Yo lo respeto, aunque su brillo ahorita esté apagado. Ustedes, que se las dan de orgullosos y son puro cagán, porque lo atacaron mientras dormía, ¿estarían felices si, en su lugar, aguantaran las mentadas que le han tirado los que pasan?»

El vato, que pasaba, se paró frente al Creador desconocido; y, entre los aplausos del piojo y la víbora, cagó tres días en su cara chida, ¡qué chinga! ¡Pobre del vato por esa ofensa; porque no respetó al enemigo, tirado en la mezcla de lodo, sangre y vino; sin defensa, casi muerto!

Entonces, el Dios jefe, despertado al fin por todas esas ofensas pendejas, se levantó como pudo; tambaleándose, fue a sentarse en una piedra, con los brazos colgando como los huevos de un tísico; y soltó una mirada vidriosa, sin chispa, sobre toda la naturaleza, que era suya. ¡Oh, vatos, son unos hijos cabrones; pero, se los ruego, perdonemos a esta existencia grandota, que todavía no acaba de digerir el licor culero, y, sin fuerza pa’ mantenerse derecho, cayó otra vez, pesadote, en esa piedra, donde se sentó como viajero! Pongan ojo a ese mendigo que pasa; vio que el derviche estiraba un brazo hambriento, y, sin saber a quién le daba limosna, le tiró un pedazo de pan a esa mano que pide misericordia. El Creador le dio las gracias con un movimiento de cabeza. ¡Órale! ¡Nunca van a saber qué tan difícil es agarrar las riendas del universo todo el tiempo! La sangre a veces se sube a la cabeza, cuando te pones a sacar del vacío una última cometa, con una nueva raza de espíritus. La inteligencia, bien sacudida desde el fondo, se raja como vencida, y puede caer, una vez en la vida, en los desvaríos que vieron.


Estrofa 5

Una linterna roja, bandera del vicio, colgaba en la punta de una varilla, moviendo su carcacha al ritmo de los cuatro vientos, sobre una puerta grandota y comida por el tiempo. Un pasillo mugroso, que apestaba a muslo humano, llevaba a un patio donde gallinas y gallos, más flacos que sus alas, buscaban comida. En la pared que cercaba el patio, del lado poniente, había unas pocas ventanas chiquitas, cerradas con rejas. El musgo cubría ese edificio, que seguro había sido convento y ahora, con el resto del caserón, era el cantón de esas mujeres que cada día les enseñaban a los que entraban el interior de su vagina por unas monedas, ¡qué pedo! Yo estaba en un puente, con las bases metidas en el agua lodosa de un foso. Desde ahí arriba, miraba en el campo esa construcción chueca por vieja y los detalles de su estructura por dentro. A veces, la reja de una ventana se abría con un rechinido, como si una mano la forzara pa’ arriba: un vato asomaba la cabeza por el hueco a medio abrir, sacaba los hombros, con el yeso cayendo encima, y seguía sacando su cuerpo, todo cubierto de telarañas, en ese jale pesado. Ponía las manos, como corona, sobre la mugre que aplastaba el suelo, mientras todavía traía una pierna atorada en las rejas, y así volvía a su postura normal, iba a mojar las manos en un balde cojo, con agua jabonosa que había visto pasar generaciones enteras, y luego se largaba lo más rápido que podía de esas calles de barrio, pa’ respirar aire limpio rumbo al centro de la ciudad.

Cuando el cliente salía, una mujer encuerada se asomaba igual y se iba al mismo balde. Entonces, los gallos y las gallinas corrían en bola desde todos lados del patio, atraídos por el olor a semen, la tumbaban al suelo, aunque ella se defendiera con fuerza, pisoteaban su cuerpo como si fuera estiércol y le arrancaban, a picotazos, hasta sacar sangre, los labios flojos de su vagina hinchada, ¡qué chinga! Las gallinas y gallos, con la panza llena, regresaban a rascar el pasto; la mujer, ya limpia, se paraba temblando, toda herida, como cuando despiertas de una pesadilla culera. Dejaba caer el trapo que traía pa’ secarse las piernas; ya no necesitaba el balde de todos, volvía a su cueva como había salido, esperando al próximo cliente. Al ver eso, ¡yo también quise entrar a esa casa! Iba a bajar del puente, cuando vi, en la base de un pilar, esta inscripción en letras hebreas:

«Tú, que pasas por este puente, no vayas. Ahí vive el crimen con el vicio; un día, sus cuates esperaron en vano a un morrillo que cruzó esa puerta maldita.»

La curiosidad le ganó al miedo; en unos momentos, llegué frente a una ventana con rejas gruesas, bien cruzadas. Quise mirar adentro, a través de ese filtro pesado. Al principio, no veía nada; pero pronto distinguí lo que había en la pieza oscura, gracias a los rayos del sol que se apagaban y estaban por perderse en el horizonte. Lo primero y único que me pegó fue un palo güero, hecho de conos encajados unos en otros. ¡Ese palo se movía! ¡Caminaba por la pieza! Sus sacudidas eran tan fuertes que el piso temblaba; con sus dos puntas, abría hoyos enormes en la pared, como ariete que golpea la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos no servían; las paredes eran de piedra dura y, cuando chocaba, lo veía doblarse como lámina de acero y rebotar como pelota elástica, ¡qué trucha! Ese palo no era de madera, entonces. Después noté que se enroscaba y desenroscaba fácil, como anguila. Aunque era alto como vato, no se paraba derecho. A veces lo intentaba y mostraba una punta frente a la reja de la ventana. Daba brincos cabrones, caía al suelo y no podía tumbar el obstáculo. Me puse a mirarlo más duro y vi que era ¡un cabello! Tras una pelea grande con la materia que lo encerraba como cárcel, se fue a recargar contra la cama de esa pieza, la raíz en una alfombra y la punta en la cabecera. Tras unos momentos de silencio, donde oí sollozos cortados, levantó la voz y habló así:

«Mi jefe me olvidó en esta pieza; no viene por mí. Se levantó de esta cama, donde estoy recargado, peinó su pelo perfumado y no pensó que antes yo había caído al suelo. Pero si me hubiera recogido, no me habría sacado de onda ese acto de justicia simple. Me deja tirado en este cuarto tapiado, después de enredarse en los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas todavía están húmedas de su roce tibio y traen, en su desmadre, la marca de una noche pasada en el amor…»

Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mi ojo se pegaba a la reja con más fuerza!

«Mientras toda la naturaleza dormía en su pudor, él se revolcó con una mujer caída, en abrazos sucios y culeros. Se rebajó tanto que dejó que unas mejillas despreciables, por su descaro de siempre, marchitas en su jugo, se acercaran a su cara chida. No se apenaba, pero yo me apenaba por él. Seguro se sentía feliz de dormir con esa esposa de una noche. La mujer, sacada de onda por lo majestuoso de ese cuate, parecía sentir placeres cabrones, le besaba el cuello con locura.»

Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mi ojo se pegaba a la reja con más fuerza!

«Yo, mientras, sentía pústulas podridas creciendo más, por su calentura rara pa’ los gustos de la carne, rodeando mi raíz con su veneno mortal, chupando con sus ventosas la sustancia que me da vida. Entre más se perdían en sus movimientos locos, más sentía que mis fuerzas se iban. Cuando los deseos del cuerpo llegaron al límite del desmadre, vi que mi raíz se caía sobre sí misma, como soldado herido por bala. Al apagarse en mí la flama de la vida, me solté de su cabeza chida, como rama seca; caí al suelo, sin valor, sin fuerza, sin vida; pero con una lástima honda por el que era mi dueño; pero con un dolor eterno por su desvarío a propósito…»

Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mi ojo se pegaba a la reja con más fuerza!

«Si al menos hubiera rodeado con su alma el pecho limpio de una virgen. Ella habría sido más digna de él y la caída no habría sido tan gacha. Besa con sus labios esa frente llena de lodo, que los vatos han pisado con el talón, ¡toda polvosa!... Chupa, con narices descaradas, los vapores de esas dos axilas húmedas… Vi la piel de esas últimas apretarse de vergüenza, mientras las narices se negaban a esa respiración culera. Pero ni él ni ella hacían caso a las advertencias serias de las axilas, al rechazo pálido y triste de las narices. Ella alzaba más los brazos, y él, con un empujón más duro, metía la cara en su hueco. Tuve que ser cómplice de esa profanación. Tuve que ver ese desmadre nunca visto; ser testigo de la mezcla forzada de esos dos, separados por un abismo cabrón entre sus naturalezas distintas.»

Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mi ojo se pegaba a la reja con más fuerza!

«Cuando se hartó de oler a esa mujer, quiso arrancarle los músculos uno por uno; pero, como era mujer, la perdonó y prefirió hacer sufrir a un vato como él. Llamó, desde la celda de al lado, a un morrillo que había ido a esa casa pa’ pasar un rato sin broncas con una de esas mujeres, y le ordenó ponerse a un paso de sus ojos. Yo llevaba un chorro tirado en el suelo. Sin fuerza pa’ pararme sobre mi raíz quemada, no vi qué hicieron. Lo que sé es que, nomás el morrillo estuvo cerca de su mano, pedazos de carne cayeron junto a la cama, a mi lado. Me contaban bajito que las garras de mi jefe los habían arrancado de los hombros del morrillo. Ese, tras unas horas peleando contra una fuerza más grande, se levantó de la cama y se largó con majestad. Estaba desollado de pies a cabeza, literal; arrastraba su piel dada vuelta por las losas de la pieza. Decía que su carácter era puro corazón; que le gustaba creer que los demás también eran buenos; que por eso dijo que sí al deseo del vato distinguido que lo llamó; pero que nunca, ni de chiste, pensó que lo iba a torturar un verdugo. Un verdugo así, añadía tras un respiro. Al final, se fue pa’ la ventana, que se abrió con lástima hasta el suelo frente a ese cuerpo sin pellejo. Sin soltar su piel, que aún le podía servir, aunque fuera de manto, intentó largarse de ese antro; ya lejos de la pieza, no vi si tuvo fuerza pa’ llegar a la salida. ¡Órale! ¡Cómo las gallinas y gallos se apartaban con respeto, a pesar del hambre, de ese chorro largo de sangre en la tierra empapada!»

Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más fuerza!

«Entonces, el que debió pensar más en su dignidad y su justicia, se levantó, con trabajo, sobre su codo cansado. ¡Solo, oscuro, asqueado y culero!... Se vistió despacio. Las monjas, enterradas hace siglos en las catacumbas del convento, despertadas de golpe por los ruidos de esa noche cabrona que chocaban en una celda sobre las bóvedas, se agarraron de las manos y formaron un círculo fúnebre a su alrededor. Mientras buscaba los restos de su vieja grandeza; mientras lavaba sus manos con saliva y las secaba en su pelo (mejor lavarlas con saliva que no lavarlas, tras una noche entera metido en el vicio y el crimen), ellas cantaron las oraciones tristes pa’ los muertos, como cuando alguien baja a la tumba. La neta, el morrillo no iba a sobrevivir a ese tormento, hecho por una mano divina, y sus agonías acabaron mientras las monjas cantaban…»

Me acordé de la inscripción del pilar; entendí qué pasó con el soñador puberto que sus cuates seguían esperando cada día desde que se perdió… Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más fuerza!

«Las paredes se abrieron pa’ dejarlo pasar; las monjas, viéndolo alzar el vuelo, en el aire, con alas que había escondido hasta entonces en su túnica de esmeralda, se metieron calladas bajo la tapa de la tumba. Se fue a su cantón celestial, dejándome aquí; no es justo, ¡chale! Los otros pelos se quedaron en su cabeza; y yo estoy tirado, en esta pieza lúgubre, sobre el suelo lleno de sangre seca y pedazos de carne tiesa; esta pieza se volvió maldita desde que él entró; nadie pasa por aquí; pero yo estoy encerrado. ¡Ya valió entonces! No voy a volver a ver a las legiones de ángeles marchar en filas gruesas, ni a los astros pasearse por los jardines de la armonía. Pos ni modo… voy a aguantar mi desgracia con resignación. Pero no voy a dejar de contarles a los vatos qué pasó en esta celda. Les voy a dar permiso pa’ tirar su dignidad como ropa vieja, porque tienen el ejemplo de mi jefe; les voy a decir que chupen la vara del crimen, porque otro ya lo hizo…»

El cabello se calló… Y me preguntaba quién sería su jefe. ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más fuerza!

De repente, tronó el relámpago; un brillo fosfórico entró en la pieza. Me eché pa’ atrás, sin querer, por un instinto que me avisó; aunque estaba lejos de la ventana, oí otra voz, pero esta rastrera y suave, con miedo de que la oyeran:

«¡No des brincos así! Calla… calla… ¡si alguien te oye! Te voy a poner entre los otros pelos; pero deja que el sol se meta en el horizonte, pa’ que la noche tape tus pasos… no te olvidé; pero te habrían visto salir, y yo habría quedado en la mierda, ¡punto! ¡Órale, si supieras cuánto he chingado desde ese momento! Al volver al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme por qué me ausenté. Ellos, que nunca se habían atrevido a mirarme, echaban, tratando de adivinar el rollo, miradas pasmadas a mi cara caída, aunque no veían el fondo de ese misterio, y se pasaban bajito pensamientos que temían en mí un cambio raro. Lloraban lágrimas calladas; sentían vagamente que ya no era el mismo, que me había vuelto menos que mi identidad. Quisieran saber qué pinche resolución me hizo cruzar las fronteras del cielo, pa’ venir a caer en la tierra y probar gustos pasajeros, que ellos mismos desprecian bien gacho. Notaron en mi frente una gota de semen, una gota de sangre. ¡La primera salió de los muslos de la puta! ¡La segunda se lanzó de las venas del mártir! ¡Marcas culeras! ¡Rosetones que no se quitan! Mis arcángeles encontraron, colgados en los matorrales del espacio, los pedazos ardientes de mi túnica de ópalo, que flotaban sobre los pueblos con la boca abierta. No pudieron armarla otra vez, y mi cuerpo queda encuerado frente a su inocencia; castigo cabrón por la virtud que dejé tirada. Mira los surcos que se han hecho camino en mis mejillas deslavadas: es la gota de semen y la gota de sangre, que se filtran despacio por mis arrugas secas. Al llegar al labio de arriba, hacen un esfuerzo grandote y se meten al santuario de mi boca, jaladas, como imán, por el gaznate que no resiste. Me ahogan, esas dos gotas cabronas. Yo, hasta ahora, me creía el Todopoderoso; pero nel; tengo que bajar la cabeza ante el remordimiento que me grita:

‘¡No eres más que un pinche miserable!’

¡No des brincos así! Calla… calla… ¡si alguien te oye! Te voy a poner entre los otros pelos; pero deja que el sol se meta en el horizonte, pa’ que la noche tape tus pasos… Vi a Satanás, el gran enemigo, enderezar los huesos enredados de su estructura, saliendo de su letargo de larva, y, parado, triunfante, chingón, hablarle a sus tropas juntadas; como lo merezco, burlarse de mí. Dijo que le sacaba de onda que su rival orgulloso, pillado en pleno acto por el éxito, al fin logrado, de un espionaje eterno, pudiera rebajarse tanto pa’ besar la ropa de la perdición humana, tras un viaje largo por los arrecifes del éter, y hacer sufrir, con tormentos, a un vato de la humanidad. Dijo que ese morrillo, triturado en las tuercas de mis castigos finos, a lo mejor pudo haber sido un genio; consolar a los vatos, en esta tierra, con cantos chidos de poesía, de valor, contra los golpes de la mala suerte. Dijo que las monjas del convento-lupanar ya no pegan ojo; andan por el patio, moviéndose como máquinas, aplastando con el pie los ranúnculos y lirios; locas de coraje, pero no tanto pa’ no acordarse de la causa que les jodió la cabeza… (Ahí vienen, con su sudario blanco; no se hablan; se agarran de las manos. Sus pelos caen desordenados sobre sus hombros pelones; un ramo de flores negras cuelga sobre su pecho. Monjas, regresen a sus bóvedas; la noche no ha caído del todo; nomás es el atardecer… Órale, cabello, tú mismo lo ves; por todos lados me ataca el sentimiento suelto de mi podredumbre). Dijo que el Creador, que se la pasa presumiendo de ser la Providencia de todo lo que existe, se portó bien ligero, por no decir más, al dar ese espectáculo a los mundos estrellados; porque dejó claro que tenía el plan de ir a contar en los planetas redondos cómo mantengo, con mi ejemplo, la virtud y la bondad en la inmensidad de mis reinos. Dijo que la gran estima que tenía por un enemigo tan noble se le voló de la cabeza, y que prefería meter la mano al pecho de una morrita, aunque sea una maldad culera, antes que escupirme en la cara, cubierta de tres capas de sangre y semen mezclados, pa’ no ensuciar su escupitajo baboso. Dijo que se creía, con razón, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que había que amarrarme a una reja, por mis fallas sin fin; quemarme a fuego lento en un brasero prendido, pa’ luego aventarme al mar, si es que el mar me quisiera recibir. Que, ya que yo presumía de ser justo, yo, que lo había condenado a penas eternas por una revuelta leve sin grandes consecuencias, debía hacerme justicia dura a mí mismo y juzgar sin lado mi conciencia, cargada de maldades… ¡No des brincos así! Calla… calla… ¡si alguien te oye! Te voy a poner entre los otros pelos; pero deja que el sol se meta en el horizonte, pa’ que la noche tape tus pasos.»

Se paró un momento; aunque no lo veía, entendí, por esa pausa necesaria, que la ola de la emoción le levantaba el pecho, como ciclón que alza una familia de ballenas. ¡Pecho divino, ensuciado un día por el contacto amargo de los pezones de una mujer sin vergüenza! ¡Alma real, entregada, en un rato de olvido, al cangrejo del vicio, al pulpo de la débil voluntad, al tiburón de la bajeza propia, a la boa de la moral perdida, y al caracol monstruoso de la idiotez! El cabello y su jefe se abrazaron duro, como dos cuates que se reencuentran tras un chorro de tiempo. El Creador siguió, acusado enfrentándose a su propio juicio:

«Y los vatos, ¿qué van a pensar de mí, de quien tenían tan buena idea, cuando sepan de mis desvaríos, del paso tambaleante de mi chancla por los laberintos lodozos de la materia, y del rumbo oscuro de mi camino entre las aguas podridas y los juncos húmedos del pantano donde, cubierto de nieblas, el crimen, de pata negra, brilla y ruge? Me doy cuenta de que tengo que jalar un chorro pa’ limpiarme en el futuro, pa’ volver a ganarme su respeto. Soy el Gran-Todo; y, aun así, por un lado, sigo siendo menos que los vatos, que hice con un poco de arena, ¡punto! Cuéntales una mentira gorda, y diles que nunca salí del cielo, siempre encerrado, con las broncas del trono, entre los mármoles, las estatuas y los mosaicos de mis palacios. Me paré frente a los hijos celestiales de la humanidad; les dije:

‘Saquen el mal de sus cantones y dejen entrar al hogar el manto del bien. El que le meta la mano a uno de los suyos, hiriéndole el pecho con el fierro que mata, que no espere mi misericordia, y que le tenga miedo a las balanzas de la justicia. Se irá a esconder su tristeza en los bosques; pero el susurro de las hojas, por los claros, le cantará al oído la balada del remordimiento; y huirá de esos rumbos, pinchado en la cadera por el matorral, el acebo y el cardo azul, sus pasos rápidos enredados por las lianas y las mordidas de los alacranes. Se irá pa’ los guijarros de la playa; pero la marea subiendo, con sus espumas y su peligro cerca, le dirán que no ignoran su pasado; y apurará su carrera ciega pa’ la cima del acantilado, mientras los vientos chillones del equinoccio, metiéndose en las cuevas del golfo y las canteras bajo la muralla de rocas que retumban, rugirán como las manadas enormes de búfalos de las pampas. Los faros de la costa lo perseguirán, hasta los límites del norte, con sus reflejos burlones, y los fuegos fatuos de los pantanos, puros vapores quemándose, en sus bailes fantásticos, le harán temblar los vellos y poner verde el iris de sus ojos. Que el pudor viva a gusto en sus cantones y esté seguro a la sombra de sus campos. Así sus hijos serán chidos y se inclinarán ante sus jefes con gratitud; si no, flacos y enjutos como el pergamino de las bibliotecas, avanzarán a zancadas, llevados por la rebeldía, contra el día que nacieron y el clítoris de su madre sucia.’

¿Cómo van a querer los vatos seguir estas leyes duras, si el que las hace se niega primero a cumplirlas? ¡Y mi vergüenza es inmensa como la eternidad!»

Oí al cabello perdonarle, con humildad, su encierro, porque su jefe había actuado con tiento y no por descuido; y el último rayo pálido del sol que alumbraba mis párpados se fue de los barrancos de la montaña. Volteándose pa’ él, lo vi doblarse como sudario… ¡No des brincos así! Calla… calla… ¡si alguien te oye! Te va a poner entre los otros pelos. Y ahora que el sol se metió en el horizonte, viejo cínico y cabello suave, arrastren los dos pa’ lejos del lupanar, mientras la noche, echando su sombra sobre el convento, tapa el alargue de sus pasos callados en la llanura…

Entonces, el piojo, saliendo de repente de atrás de un promontorio, me dijo, erizando sus garras:

«¿Qué piensas de eso?»

Pero yo no quise contestarle. Me largué y llegué al puente. Borré la inscripción vieja, la cambié por esta:

«Duele guardar, como cuchillo, un secreto así en el corazón; pero juro no contar nunca lo que vi, cuando entré, por primera vez, a ese calabozo cabrón.»

Tiré por el parapeto la navaja que usé pa’ grabar las letras; y, pensando rápido en el carácter del Creador en su infancia, que aún, ¡qué gacho!, por un chorro de tiempo, iba a hacer sufrir a la raza (la eternidad es larga), ya fuera por las crueldades que hacía, ya por el espectáculo culero de las llagas que trae un vicio grande, cerré los ojos, como vato borracho, al pensar en tener a un ser así de enemigo, y seguí, con tristeza, mi camino por los laberintos de las calles.