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Los Corridos de Maldoror (Español mexicano - Quinto Corrido)

Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)

Quinto Corrido

Estrofa 1

Que el lector no se encabrone conmigo si mi prosa no le pega como quisiera, ¡qué pedo! Tú dices que mis ideas son, por lo menos, raras. Lo que sueltas ahí, vato respetable, es la neta; pero una neta a medias. Y qué fuente tan cabrona de errores y malentendidos no es toda neta a medias, ¿no? Las bandadas de estorninos tienen su onda pa’ volar, bien propia, y parece que traen una táctica chida y pareja, como si fueran una tropa con disciplina, siguiendo al pie de la letra la voz de un solo jefe. Es al instinto al que los estorninos le hacen caso, y ese instinto los jala pa’ siempre acercarse al centro del grupo, mientras la velocidad de su vuelo los lleva pa’lante sin parar; entonces, esa bola de pájaros, juntados por una onda común hacia el mismo punto magnético, yendo y viniendo todo el tiempo, circulando y cruzándose pa’ todos lados, arma una especie de torbellino bien movido, que en conjunto, sin seguir un rumbo fijo, parece tener un movimiento chido de girar sobre sí mismo, saliendo de los movimientos particulares de cada parte, y en el que el centro, queriendo siempre crecer, pero siempre apretado, empujado por la fuerza contraria de las líneas de alrededor que le caen encima, está más prensado que cualquiera de esas líneas, que a su vez lo están más mientras más cerca del centro.

A pesar de esa manera loca de dar vueltas, los estorninos no por eso dejan de cortar, con una velocidad chingona, el aire de alrededor, y ganan terreno valioso cada segundo pa’l final de sus cansancios y el punto de su viaje. Tú, igual, no te claves en la forma rara en que canto cada una de estas estrofas. Pero quédate tranquilo que los tonos chidos de la poesía no pierden su derecho cabrón sobre mi cabeza. No hagamos grandes rollos de cosas raras, no pido más: pero mi carácter está en el orden de lo que puede ser. Claro, entre los dos extremos de tu literatura, como tú la cachas, y la mía, hay un chorro de puntos medios y sería fácil sacar más divisiones; pero no sirve de nada, y habría peligro de darle algo estrecho y falso a una idea bien filosófica, que deja de ser racional cuando no se cacha como fue pensada, o sea, con amplitud, ¡punto!

Tú sabes mezclar el entusiasmo y el frío por dentro, vato observador con humor concentrado; pa’ mí, eres perfecto… ¡y no quieres cacharme! Si no estás chido de salud, sigue mi consejo (es lo mejor que tengo pa’ ti), y vete a dar una vuelta por el campo. Triste consuelo, ¿qué dices? Cuando hayas agarrado aire, regresa conmigo: tus sentidos van a estar más relajados. Ya no llores; no quería hacerte sentir gacho. ¿No es cierto, cuate, que hasta cierto punto tus vibes están con mis cantos? Entonces, ¿quién te para pa’ subir los otros escalones? La línea entre tu gusto y el mío no se ve; nunca la vas a agarrar: prueba de que esa línea no existe. Piensa entonces (aquí nomás rozo el rollo) que no sería imposible que hubieras firmado un pacto con la terquedad, esa hija chida del mulo, fuente tan cabrona de intolerancia.

Si no supiera que no eres pendejo, no te echaría este reproche. No te sirve enquistarte en la coraza dura de un axioma que crees que no se quiebra. Hay otros axiomas también chingones que van parejos con el tuyo. Si te late un chorro el caramelo (broma chida de la naturaleza), nadie lo va a ver como delito; pero los que tienen una cabeza más fuerte y pa’ cosas más grandes, que prefieren la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones pa’ hacerla así, sin querer imponer su dominio tranqui a los que tiemblan de miedo frente a una rata o la onda parlante de las caras de un cubo.

Hablo desde la experiencia, sin venir a hacerla de provocador aquí. Y como los rotíferos y tardígrados pueden calentarse casi hasta hervir sin perder su vida, así va a ser contigo, si sabes agarrar, con cuidado, la serosidad amarga que sale despacio del coraje que traen mis elucubraciones chidas. ¡Órale! ¿No han logrado injertar en la espalda de una rata viva la cola arrancada de otra rata? Intenta entonces, igual, llevar a tu imaginación las modificaciones de mi razón cadáver. Pero ten cuidado. A la hora que escribo, nuevos escalofríos recorren la atmósfera de la cabeza: nomás hay que tener huevos pa’ mirarlos de frente.

¿Por qué haces esa mueca? Y hasta le metes un gesto que nomás se copia con un chorro de práctica. Quédate tranquilo que la costumbre sirve pa’ todo; y como el asco que sentiste desde las primeras páginas ha bajado un buen, mientras más te clavas en la lectura, como un grano que se corta, hay que esperar, aunque tu cabeza siga enferma, que tu cura no va a tardar en entrar a su última etapa. Pa’ mí, está clarísimo que ya estás navegando en plena recuperación; pero tu cara se quedó bien flaca, ¡qué gacho! Pero… ¡échale huevos! Tienes un espíritu poco común, te quiero, y no pierdo la esperanza de que te liberes por completo, siempre que te chives unas sustancias medicinales; que nomás van a apurar que se vayan los últimos síntomas del mal.

Como comida astringente y tónica, primero le arrancas los brazos a tu jefa (si todavía existe), los haces cachitos chiquitos, y luego te los comes, en un solo día, sin que tu cara deje ver ni un pedo de emoción. Si tu jefa está muy vieja, escoge otro sujeto quirúrgico, más joven y fresco, donde el bisturí agarre bien, y cuyos huesos tarsianos, al caminar, tengan fácil un punto pa’ hacer el balanceo: tu hermana, por ejemplo. No puedo evitar sentir lástima por su suerte, y no soy de esos que con un entusiasmo bien frío nomás fingen bondad. Tú y yo vamos a soltar por ella, por esa virgen querida (aunque no tengo pruebas pa’ decir que sea virgen), dos lágrimas que no se aguantan, dos lágrimas de plomo. Eso va a ser todo.

La poción más suave que te aconsejo es un bote lleno de pus blenorrágico con pepitas, donde antes hayas disuelto un quiste peludo del ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, volteado pa’ atrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Si sigues mis recetas, mi poesía te va a recibir con los brazos abiertos, como cuando un piojo reseca, con sus besos, la raíz de un pelo.


Estrofa 2

Veía, frente a mí, un bulto parado en un montículo, ¡qué pedo! No le cachaba bien la cabeza; pero ya me imaginaba que no era de forma normal, aunque no podía precisar cómo chingados eran sus bordes. No me animaba a acercarme a esa columna tiesa; y aunque tuviera las patas caminadoras de más de tres mil cangrejos (ni hablemos de las que usan pa’ agarrar y comer comida), me habría quedado en el mismo lugar, si un rollo, bien pendejo por sí mismo, no hubiera cobrado un precio gacho a mi curiosidad, que ya rompía sus límites. Un escarabajo, rodando con sus quijadas y antenas una bola, hecha principalmente de mierda, avanzaba rápido hacia el montículo, dejando clarito que quería ir pa’ ese rumbo. ¡Ese bicho con patas no era mucho más grande que una vaca! Si alguien duda de mi palabra, que venga conmigo, y le tapo la boca a los más incrédulos con testigos chidos.

Lo seguí de lejitos, bien intrigado. ¿Qué quería hacer con esa bola negra grandota? Órale, lector, tú que siempre te echas flores por tu perspicacia (y no sin razón), ¿me podrías decir? Pero no quiero ponerte a prueba dura con tu gusto por los enigmas. Nomás te digo que el castigo más suave que te puedo echar es hacerte ver que este misterio no te lo voy a destapar (te lo voy a destapar) hasta después, al final de tu vida, cuando estés platicando filosofía con la agonía en la orilla de tu cama… y a lo mejor hasta el final de esta estrofa, ¡qué trucha!

El escarabajo llegó al pie del montículo. Yo seguí sus pasos, pero todavía estaba bien lejos del lugar del desmadre; porque, igual que los estercorarios, pájaros inquietos como si siempre tuvieran hambre, que se la pasan en los mares de los polos, y nomás llegan por accidente a las zonas templadas, así yo no estaba tranqui, y movía las patas pa’lante bien despacio. Pero, ¿qué chingados era esa cosa corporal a la que me acercaba? Sabía que la familia de los pelicaninos tiene cuatro tipos: el alcatraz, el pelícano, el cormorán, la fragata. La forma gris que veía no era un alcatraz. El bloque plástico que divisaba no era una fragata. La carne cristalizada que miraba no era un cormorán.

Ahora lo veía claro, ¡el vato con el cerebro sin anillo chueco! Buscaba medio perdido, en los pliegues de mi memoria, en qué tierra caliente o helada ya había visto ese pico largo, ancho, curvo, abovedado, con una arista marcada, con garra, inflado y bien ganchudo en la punta; esos bordes dentados, rectos; esa quijada de abajo, con ramas separadas casi hasta la punta; ese espacio tapado por una piel membranosa; esa bolsa grande, amarilla y sacona, ocupando toda la garganta y que se podía estirar un chorro; ¡y esas narices bien angostas, largas, casi invisibles, hundidas en un surco basal! Si este ser vivo, que respira con pulmones y simple, con cuerpo lleno de pelos, hubiera sido un pájaro completo hasta los pies, y no nomás hasta los hombros, no me habría costado tanto cacharlo: cosa fácil de hacer, como van a ver ustedes mismos. Pero esta vez me lo salto; pa’ que mi explicación quede clara, necesitaría tener uno de esos pájaros en mi escritorio, aunque fuera disecado. Pero no estoy tan rifado pa’ conseguirlo.

Siguiendo una idea de antes, de una le habría dado su verdadera naturaleza y encontrado un lugar en los libros de historia natural pa’ este cuate, cuya nobleza flipaba en su pose enferma. ¡Con qué gusto de no ser tan ignorante sobre los secretos de su doble organismo, y con qué ganas de saber más, lo miraba en su metamorfosis que no se acababa! Aunque no tuviera cara de vato, me parecía chido como los dos filamentos largos de un insecto; o más bien, como un entierro apurado; o todavía, como la ley de rehacer órganos jodidos; ¡y sobre todo, como un líquido bien podrido! Pero, sin poner atención a lo que pasaba alrededor, ¡el extraño seguía mirando pa’lante, con su cabeza de pelícano!

Otro día retomaré el final de esta historia. Pero voy a seguir mi relato con un apuro sombrío; porque si a ustedes les urge saber pa’ dónde va mi imaginación (¡ojalá fuera nomás imaginación!), yo ya decidí terminar de una vez (¡y no en dos!) lo que tengo que decirles. Aunque nadie tenga derecho a acusarme de rajarme. Pero cuando te topas con rollos así, más de uno siente los latidos de su corazón contra la palma de la mano, ¡qué chinga!

Hace poco murió, casi desconocido, en un puertito de Bretaña, un maestro cabotero, viejo marinero, que fue el héroe de una historia cabrona. Era capitán de larga distancia, y viajaba pa’ un armador de Saint-Malo. Resulta que, tras trece meses fuera, llegó a su cantón conyugal, justo cuando su jefa, todavía en la cama, acababa de darle un heredero, del que él no se sentía padre. El capitán no dejó ver su sorpresa ni su coraje; le pidió frío a su mujer que se vistiera y lo acompañara a un paseo por las murallas de la ciudad. Era enero. Las murallas de Saint-Malo son altas, y cuando sopla el viento del norte, hasta los más chingones retroceden. La pobre obedeció, tranqui y resignada; al volver, deliró. Se murió en la noche. Pero nomás era una mujer. Mientras que yo, que soy vato, frente a un drama igual de grande, no sé si tuve suficiente control pa’ que mi cara no se moviera un pelo.

Cuando el escarabajo llegó al pie del montículo, el vato levantó el brazo pa’l oeste (justo pa’ allá, un buitre de corderos y un búho real de Virginia estaban en pleito en el aire), se limpió en su pico una lágrima larga que brillaba como diamante, y le dijo al escarabajo:

«¡Bola jodida! ¿No la has rodado ya bastante? Tu venganza no está saciada; y ya esta mujer, a la que amarraste con collares de perlas las piernas y los brazos, pa’ hacer un poliedro amorfo, pa’ arrastrarla con tus patas por valles y caminos, sobre espinas y piedras (¡déjame acercarme a ver si sigue siendo ella!), ha visto sus huesos llenarse de heridas, sus partes pulirse por la ley del roce giratorio, mezclarse en la unidad de la coagulación, y su cuerpo mostrar, en vez de las líneas originales y curvas naturales, la pinta aburrida de un solo todo parejo que se parece demasiado, por la confusión de sus pedazos triturados, a la masa de una esfera! Hace un chorro que está muerta; deja esos restos a la tierra, y cuídate de aumentar, en proporciones que no se arreglan, la rabia que te quema: ya no es justicia; porque el egoísmo, escondido en las capas de tu frente, levanta despacio, como fantasma, la cortina que lo tapa.»

El buitre de corderos y el búho real de Virginia, llevados poco a poco por su pleito, se nos habían acercado. El escarabajo tembló con esas palabras que no esperaba, y lo que en otro momento habría sido un movimiento cualquiera, esta vez fue la marca chida de una furia sin límites; porque frotó cabrón sus patas traseras contra el borde de los élitros, haciendo un ruido agudo:

«¿Quién eres tú, pues, débil de mierda? Parece que olvidaste ciertos rollos raros de los tiempos pasados; no los tienes en la memoria, carnal. Esta mujer nos traicionó, uno tras otro. A ti primero, a mí segundo. Me parece que esta ofensa no debe (¡no debe!) borrarse del recuerdo tan fácil. ¡Tan fácil! Tú, tu naturaleza chida te deja perdonar. Pero, ¿sabes si, a pesar de la onda rara de los átomos de esta mujer, hecha pasta de masa (no se trata ahora de saber si al primer vistazo no parecería que este cuerpo se puso más denso por el engranaje de dos ruedas fuertes que por mi pasión encendida), no sigue viva? Cállate, y déjame vengarme.»

Volvió a su rollo, y se alejó, con la bola empujada pa’lante. Cuando se fue, el pelícano gritó:

«Esta mujer, con su poder mágico, me dio cabeza de palmípedo y volvió a mi carnal un escarabajo: a lo mejor merece tratos peores que los que acabo de contar.»

Y yo, que no estaba seguro de no estar soñando, cachando por lo que oí la onda hostil que unía, arriba de mí, en un pleito sangriento, al buitre de corderos y al búho real de Virginia, eché la cabeza pa’ atrás como capucha, pa’ darle soltura a mis pulmones, y les grité, mirando pa’ arriba:

«Ustedes, paren su pleito. Los dos tienen razón; porque a cada uno le juró amor; o sea, los traicionó juntos. Pero no son los únicos. Además, les quitó su forma de vato, haciendo un juego culero con sus dolores más sagrados. ¡Y dudarían en creerme! Ya está muerta; y el escarabajo le dio un castigo que no se borra, a pesar de la lástima del primero traicionado.»

Con esas palabras, dejaron su bronca, y ya no se arrancaron plumas ni pedazos de carne: hicieron bien. El búho real de Virginia, chido como un reporte sobre la curva que hace un perro corriendo tras su amo, se metió en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, chido como la ley que frena el crecimiento del pecho en adultos que no crecen según las moléculas que agarran, se perdió en las capas altas del aire. El pelícano, cuyo perdón chingón me pegó duro, porque no lo veía natural, volvió a su montículo con la pose majestuosa de un faro, como pa’ avisar a los navegantes vatos que cuidaran su ejemplo y su destino del amor de magas oscuras, mirando siempre pa’lante. El escarabajo, chido como el temblor de manos en el alcoholismo, se desvanecía en el horizonte.

Cuatro vidas más que podías tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, porque ya no sabía qué hacía, tan movido estaba por esta desgracia cuádruple. Y yo, que creía que era mierda pura. Qué bestia tan grande soy, órale.


Estrofa 3

El apagón intermitente de las facultades humanas: pienses lo que pienses, no son nomás palabras, ¡qué pedo! O sea, no son palabras como las demás. Que levante la mano el que crea que hace algo chido rogándole a un verdugo que lo desuelle vivo. Que alce la cabeza, con el gustito de la sonrisa, el que de buena gana ofrezca el pecho a las balas de la muerte. Mis ojos van a buscar las cicatrices; mis diez dedos van a poner toda su atención en palpar bien la carne de ese loco; voy a checar que las salpicaduras del cerebro hayan rebotado en el satín de mi frente. ¿No es cierto que un vato, amante de un martirio así, no se encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, es neta, nunca la he sentido por mí mismo. Pero, ¡qué pinche imprudencia sería decir que mis labios no se abrirían si viera al que jure que ese vato existe en algún lado!

Lo que nadie quisiera pa’ su propia vida, me tocó por un sorteo culero. No es que mi cuerpo nade en un lago de dolor; eso pasa. Pero la mente se reseca con una reflexión bien prensada y siempre tensa; aúlla como las ranas de un pantano cuando una bola de flamencos hambrientos y garzas con ganas se deja caer sobre los juncos de la orilla. Chido el que duerme tranqui en una cama de plumas, arrancadas del pecho del eider, sin cachar que se traiciona solo. Llevo más de treinta años sin dormir un carajo. Desde el día innombrable que nací, le juré odio eterno a las tablas pa’ dormir. Yo lo quise así; que nadie se eche la culpa. Rápido, quítense esa sospecha pendeja.

¿Ven en mi frente esta corona pálida? La que la tejió con sus dedos flacos fue la terquedad. Mientras un resto de savia ardiente corra por mis huesos, como río de metal derretido, no voy a dormir. Cada noche, obligo a mi ojo pálido a clavarse en las estrellas, a través de los vidrios de mi ventana. Pa’ estar más seguro, un pedazo de madera separa mis párpados hinchados. Cuando sale el alba, me encuentra en la misma pose, el cuerpo parado contra el yeso de la pared fría. Pero a veces sueño, sin perder ni un segundo el sentimiento chido de quién soy y la libertad de moverme: sepan que la pesadilla que se esconde en los rincones fosfóricos de la sombra, la fiebre que me toca la cara con su muñón, cada animal culero que alza su garra sangrienta, pues es mi voluntad la que, pa’ darle comida firme a su actividad sin fin, los hace dar vueltas en círculo, ¡qué trucha!

La neta, átomo que se venga en su pinche debilidad, el libre albedrío no tiene pedo en decir, con autoridad chida, que no cuenta al embrutecimiento entre sus hijos: el que duerme es menos que un animal capado ayer. Aunque el insomnio arrastre, pa’l fondo del hoyo, estos músculos que ya huelen a ciprés, nunca la catacumba blanca de mi cabeza va a abrir sus santuarios a los ojos del Creador. Una justicia secreta y chida, pa’ cuyos brazos me lanzo por instinto, me manda cazar sin parar este castigo culero. Enemigo cabrón de mi alma imprudente, a la hora que prenden un farol en la costa, prohíbo a mis riñones jodidos acostarse en el rocío del pasto. Ganador, rechazo las trampas de la amapola hipócrita.

Entonces está claro que, con esta lucha rara, mi corazón ha cerrado sus planes, hambriento que se come a sí mismo. Duro como gigante, yo he vivido siempre con los ojos bien abiertos. Al menos, está comprobado que, de día, cada quien puede poner resistencia chida contra el Gran Objeto Exterior (¿quién no sabe su nombre?); porque entonces la voluntad cuida su defensa con un encarnizamiento chingón. Pero cuando el velo de los vapores nocturnos se extiende, hasta sobre los condenados que van a colgar, ¡órale, ver tu mente en las manos sacrílegas de un extraño! Un escalpelo sin piedad escarba sus matas espesas. La conciencia suelta un estertor largo de maldición; porque el velo de su pudor se lleva desgarros cabrones. ¡Humillación! Nuestra puerta está abierta a la curiosidad feroz del Bandido Celeste.

No merezco este tormento culero, tú, ¡espía asqueroso de mi causalidad! Si existo, no soy otro. No trago esa pluralidad dudosa en mí. Quiero estar solo en mi razonamiento hondo. La autonomía… o que me vuelvan hipopótamo. Húndete bajo tierra, estigma sin nombre, y no vuelvas a salir frente a mi coraje perdido. Mi subjetividad y el Creador, es demasiado pa’ una cabeza, ¡punto!

Cuando la noche oscurece las horas, ¿quién no ha peleado contra la onda del sueño, en su cama empapada de sudor helado? Esa cama, jalando al pecho las facultades que se mueren, no es más que una tumba de tablas de pino bien cortadas. La voluntad se va despacito, como si estuviera una fuerza invisible. Una pez pegajosa espesa el cristal de los ojos. Los párpados se buscan como cuates. El cuerpo ya es un cadáver que respira. Al final, cuatro estacas grandotas clavan al colchón todos los miembros. Y fíjense, por favor, que las sábanas nomás son sudarios. Ahí está el incienso de las religiones quemándose. La eternidad ruge, como mar lejano, y se acerca a zancadas. El cantón se esfumó: ¡pónganse de rodillas, vatos, en la capilla ardiente!

A veces, intentando en vano ganarle a las fallas del cuerpo, en medio del sueño más pesado, el sentido magnetizado se da cuenta, flipado, que no es más que un bloque de tumba, y razona chido, apoyado en una sutileza cabrona:

«Salir de esta cama es más gacho de lo que parece. Sentado en la carreta, me arrastran pa’ los postes de la guillotina. Cosa rara, mi brazo tieso agarró sabiamente la dureza del tronco. Es bien culero soñar que vas al cadalso.»

La sangre corre a chorros por la cara. El pecho da saltos seguidos y se hincha con silbidos. El peso de un obelisco ahoga la rabia que quiere salir. ¡Lo real jodió los sueños del sueño! ¿Quién no sabe que, cuando la pelea se alarga entre el yo, lleno de orgullo, y el aumento cabrón de la catalepsia, la mente alucinada pierde el juicio? Comido por la desesperación, se regodea en su mal, hasta que le gana a la naturaleza, y el sueño, viendo que su presa se le pela, se larga pa’ siempre de su corazón, con un ala encabronada y avergonzada.

Échenme un poco de ceniza en mi órbita que arde. No se queden viendo mi ojo que nunca se cierra. ¿Cachan los sufrimientos que aguanto (aunque el orgullo está tranquilo)? Cuando la noche empuja a los vatos al descanso, un cuate, que conozco, camina a zancadas por el campo. Me da miedo que mi terquedad se raje con los golpes de la vejez. ¡Que llegue ese día culero en que me duerma! Al despertar, mi navaja, abriéndose paso por el cuello, va a probar que nada era, de verdad, más real.


Estrofa 4

— ¿Pero quién chingados!... ¿Quién chingados se atreve, aquí, como conspirador culero, a arrastrar los anillos de su cuerpo pa’ mi pecho negro? Seas quien seas, pitón loco, ¿con qué pretexto excusas tu presencia tan pendeja? ¿Es un remordimiento cabrón el que te está jodiendo? Porque, mira, boa, tu majestad salvaje no tiene, supongo, la onda exagerada de escaparse de la comparación que hago con las pintas de un criminal. Esa baba espumosa y blanquita es, pa’ mí, señal de rabia. Óyeme bien: ¿sabes que tu ojo no agarra ni un rayo celestial? No se te olvide que si tu cerebro presumido pensó que te iba a soltar unas palabras de consuelo, nomás puede ser por una ignorancia bien gacha de cómo leo las caras. Durante un rato, bien puesto, voltea la luz de tus ojos a lo que tengo derecho, como cualquier vato, de llamar mi cara. ¿No ves cómo llora? La regaste, basilisco. Tienes que buscar en otro lado la ración triste de alivio, que mi pinche impotencia te niega, a pesar de las chorreadas de mi buena voluntad. ¡Órale! ¿Qué fuerza, que se pueda decir en palabras, te jaló pa’ tu perdición? Es casi imposible que me acostumbre a este rollo de que no caches que, estampando en el pasto rojo, con un golpe de mi talón, las curvas escurridizas de tu cabeza triangular, podría hacer un masticado culero con la hierba de la sabana y la carne del aplastado.

— ¡Pírate lo más pronto que puedas lejos de mí, culpable de cara pálida! ¡El espejismo culero del miedo te mostró tu propio fantasma! Quita tus sospechas cabronas, si no quieres que yo te acuse también, y te eche una bronca que seguro sería aprobada por el juicio del serpentario come-reptiles. ¡Qué pinche aberración de la imaginación te tapa reconocerme! ¿Entonces no te acuerdas de los favores chingones que te hice, dándote una existencia que saqué del caos, y de tu parte, el juramento, pa’ siempre inolvidable, de no abandonar mi bandera, pa’ quedarte fiel hasta la muerte? Cuando eras morrillo (tu cabeza estaba en su mejor onda), tú, el primero, trepabas la colina, con la velocidad del íbice, pa’ saludar, con un gesto de tu manita, los rayos multicolores del alba que nacía. Las notas de tu voz salían de tu garganta sonora como perlas diamantinas, y juntaban sus personalidades en un himno largo de adoración vibrante. Ahora, avientas a tus pies, como trapo mugroso de lodo, la paciencia que tuve por un chorro. La gratitud vio secarse sus raíces, como el fondo de un charco; pero, en su lugar, la ambición creció en proporciones que me da gueva calificar. ¿Quién es el que me escucha, pa’ tener tanta confianza en abusar de su propia debilidad?

— ¿Y quién eres tú, sustancia atrevida? ¡Nel!... ¡Nel!... No la riego; y, a pesar de las metamorfosis chingadas que usas, ¡siempre tu cabeza de serpiente va a brillar ante mis ojos como faro de injusticia eterna y dominación culera! ¡Quiso agarrar las riendas del mando, pero no sabe reinar! Quiso volverse un objeto de horror pa’ todos los seres de la creación, ¡y lo logró! Quiso probar que él solo es el rey del universo, ¡y ahí la cagó! ¡Pinche miserable! ¿Esperaste hasta esta hora pa’ oír los murmullos y complots que, subiendo juntos desde la superficie de las esferas, vienen a rozar con ala feroz los bordes blanditos de tu tímpano que se puede joder? No está lejos el día en que mi brazo te tumbe en el polvo, envenenado por tu aliento, y, arrancando de tus tripas una vida dañina, deje en el camino tu cadáver, lleno de retorcijones, pa’ enseñarle al viajero sacado de onda que esa carne palpitante, que le pega en la vista con asombro y le clava la lengua en la boca, no debe compararse, si uno se queda frío, más que al tronco podrido de un roble que cayó por viejo.

¿Qué pensamiento de lástima me para frente a ti? Mejor retrocede tú ante mí, te digo, y ve a lavar tu vergüenza sin medida en la sangre de un morrillo recién nacido: esas son tus costumbres. Son dignas de ti. Vete… camina siempre pa’lante. Te condeno a volverte errante. Te condeno a quedarte solo y sin familia. Camina sin parar, pa’ que tus patas te digan que no. Cruza las arenas de los desiertos hasta que el fin del mundo se trague las estrellas en la nada. Cuando pases cerca de la cueva del tigre, ese se va a apurar a huir, pa’ no ver, como en espejo, su carácter subido en el pedestal de la perversidad perfecta.

Pero cuando el cansancio cabrón te ordene parar tu marcha frente a las losas de mi palacio, cubiertas de espinas y cardos, cuida tus chanclas hechas pedazos, y cruza de puntitas la elegancia de los vestíbulos. No es un consejo pendejo. Podrías despertar a mi joven esposa y mi morrillo chiquito, acostados en los sarcófagos de plomo que bordean los cimientos del castillo viejo. Si no te cuidas antes, podrían hacerte palidecer con sus gritos desde abajo. Cuando tu voluntad culera les quitó la vida, sabían que tu poder es cabrón, y no tenían duda de eso; pero no esperaban (y sus adioses finales me lo confirmaron) que tu Providencia fuera tan pinche despiadada.

Como sea, cruza rápido estas salas abandonadas y calladas, con paneles de esmeralda, pero con blasones deslavados, donde descansan las estatuas chidas de mis antepasados. Esos cuerpos de mármol están encabronados contigo; esquiva sus miradas vidriosas. Es un consejo que te da la lengua de su único y último descendiente. Mira cómo su brazo está alzado en pose de defensa provocadora, la cabeza echada pa’ atrás con orgullo. Seguro adivinaron el mal que me hiciste; y si pasas cerca de los pedestales helados que sostienen esos bloques tallados, la venganza te espera ahí.

Si tu defensa necesita echarme algo en cara, habla. Ya es tarde pa’ llorar ahora. Tenías que haber llorado en momentos más chidos, cuando pintaba. Si tus ojos al fin se abrieron, juzga tú mismo qué ha pasado por tu conducta. ¡Adiós! Me largo a respirar la brisa de los acantilados; porque mis pulmones, medio ahogados, piden a gritos un espectáculo más tranqui y chido que el tuyo.


Estrofa 5

Órale, pederastas que no se entienden, no voy a ser yo el que les tire mierda por su gran degradación; no voy a ser yo el que les aviente desprecio por su culo en forma de embudo, ¡qué pedo! Basta con que las enfermedades culeras, casi sin cura, que los traen jodidos, carguen su castigo que no falla. Legisladores de reglas pendejas, inventores de una moral estrecha, lárguense de mí, porque soy un alma sin lado. Y ustedes, morrillos o más bien morritas, explíquenme cómo y por qué (pero quédense a una distancia chida, porque yo tampoco me aguanto las pasiones) la venganza brotó en sus corazones, pa’ amarrarle al lado de la humanidad una corona de heridas así. Ustedes la hacen sonrojarse de sus hijos con su onda (¡que yo venero, cabrón!), su prostitución, ofreciéndose al primero que pasa, le da lógica a los pensadores más profundos, mientras su sensibilidad exagerada llena el límite del asombro de la misma vieja. ¿Son menos o más de esta tierra que los demás vatos? ¿Tienen un sexto sentido que nos falta? No me mientan, y digan qué piensan. No les estoy preguntando de a de veras; porque desde que ando de mirón con la sublimidad de sus cabezas chingonas, ya sé de qué va el rollo, ¡punto!

Que mi mano izquierda los bendiga, que mi derecha los santifique, ángeles cuidados por mi amor pa’ todos. Les beso la cara, les beso el pecho, les beso, con mis labios suaves, las partes de su cuerpo chido y perfumado. ¡Órale, por qué no me dijeron de una vez qué eran, cristalizaciones de una belleza moral chingona! Tuve que cacharlo yo solo, los tesoros sin fin de ternura y castidad que traían los latidos de su corazón apretado. Pecho adornado con guirnaldas de rosas y vetiver. Tuve que abrirles las piernas pa’ conocerlos y colgar mi boca en las insignias de su pudor. Pero (rollo importante que marcar) no se olviden de lavar cada día la piel de sus partes con agua caliente, porque si no, chancros venéreos van a brotar seguro en las comisuras partidas de mis labios que no se llenan.

¡Órale! Si en vez de ser un infierno, el universo fuera nomás un culo celestial grandote, miren el gesto que hago pa’l lado de mi bajo vientre: sí, habría metido mi verga por su esfínter sangriento, reventando, con mis movimientos cabrones, las paredes de su pelvis. La desgracia no habría soplado entonces, sobre mis ojos cegados, dunas enteras de arena movediza; habría encontrado el lugar bajo tierra donde duerme la neta, y los ríos de mi semen viscoso habrían hallado así un océano pa’ lanzarse. Pero, ¿por qué me pego lamentando un rollo imaginario que nunca va a tener el sello de hacerse real? No nos clavemos en armar hipótesis que se pelan rápido.

Mientras, el que arda por compartir mi cama que venga a buscarme; pero le pongo una condición chida a mi hospitalidad: no debe tener más de quince años. Que no piense que traigo treinta; ¿qué carajos importa? La edad no baja la intensidad de los sentimientos, al contrario; y aunque mis pelos se volvieron blancos como nieve, no es por viejo: es por el motivo que ya saben. ¡Yo no quiero a las morras! ¡Tampoco a los hermafroditas! Necesito vatos que se parezcan a mí, con la nobleza humana marcada en la frente con letras más claras y que no se borran. ¿Están seguros de que las de pelo largo son de mi misma onda? No lo creo, y no voy a rajarme de mi opinión.

Una saliva salada me sale de la boca, no sé por qué. ¿Quién quiere chuparla pa’ que me libre de ella? Sube… ¡siempre sube! Ya sé qué es. Me di cuenta que, cuando chupo la sangre de la garganta de los que se acuestan conmigo (se equivocan al decirme vampiro, porque así llaman a los muertos que salen de la tumba; y yo estoy vivo), al otro día echo una parte por la boca: ahí está la explicación de esta saliva culera. ¿Qué quieren que haga, si los órganos, jodidos por el vicio, no quieren jalar pa’ la comida? Pero no le cuenten mis secretos a nadie. No lo digo por mí; es por ustedes y los demás, pa’ que el prestigio del secreto mantenga en la raya del deber y la virtud a los que, atraídos por la electricidad de lo desconocido, se tienten a copiarme.

Échenle un ojo a mi boca con buena onda (ahorita no tengo tiempo pa’ una fórmula más larga de cortesía); les pega de entrada por cómo se ve, sin meter a la serpiente en sus comparaciones; es que aprieto el tejido hasta el límite, pa’ hacer creer que traigo un carácter frío. No se les pasa que es todo lo contrario. ¡Órale, quién pudiera ver a través de estas páginas chidas la cara del que me lee! Si no ha pasado la pubertad, que se acerque. Abrázame fuerte, y no tengas miedo de hacerme daño; apretemos poco a poco los lazos de nuestros músculos. Más. Siento que no sirve insistir; lo opaco de esta hoja de papel, que se nota por un chorro de razones, es un pedo grandote pa’ la operación de juntarnos del todo.

Yo siempre he tenido un capricho culero por la juventud pálida de los colegios, ¡y los morrillos flacos de las fábricas! Mis palabras no son ecos de un sueño, y tendría un chorro de recuerdos que desenredar, si me obligaran a pasar frente a sus ojos los rollos que podrían probar con su testimonio la neta de mi afirmación gacha. La justicia humana no me ha pillado en el acto, a pesar de lo chingones que son sus agentes. Hasta maté (¡hace poco!) a un pederasta que no se dejaba lo suficiente pa’ mi pasión; tiré su cadáver a un pozo abandonado, y no hay pruebas cabronas contra mí.

¿Por qué tiemblas de miedo, morrillo que me lees? ¿Crees que quiero hacerte lo mismo? Estás siendo bien injusto… Tienes razón: desconfía de mí, sobre todo si estás chulo. Mis partes siempre muestran el espectáculo culero de la turgencia; nadie puede decir (¡y cuántos no se han acercado!) que las ha visto tranquis, ni el limpiabotas que me dio un navajazo en un momento de locura. ¡Pinche ingrato!

Cambio de ropa dos veces por semana, no porque la limpieza sea lo primero en mi cabeza. Si no hiciera eso, los vatos de la humanidad se irían al carajo en unos días, en pleitos largos. La neta, en cualquier tierra donde esté, me acosan todo el tiempo con su presencia y vienen a lamer la planta de mis pies. Pero, ¿qué poder traen mis gotas de semen pa’ jalar a todo lo que respira con nervios pa’ oler? Vienen desde las orillas del Amazonas, cruzan los valles del Ganges, dejan el liquen polar, pa’ hacer viajes largos buscándome, y preguntar a las ciudades quietas si no me han visto pasar, aunque sea un rato, por sus murallas, al que con su semen sagrado perfuma las montañas, los lagos, los brezos, los bosques, los promontorios y la inmensidad de los mares.

La desesperación de no dar conmigo (me escondo en secreto en los lugares más culeros pa’ avivar su ardor) los lleva a hacer las cosas más gachas. Se ponen trescientos mil de cada lado, y los rugidos de los cañones son el arranque de la batalla. Todas las alas se mueven juntas, como un solo guerrero. Los cuadros se arman y caen al tiro pa’ no levantarse. Los caballos espantados se pelan pa’ todos lados. Las balas aran el suelo como meteoros sin piedad. El lugar del pleito queda como un campo de carnicería cuando la noche se deja ver y la luna callada sale entre los rasguños de una nube. Señalándome con el dedo un espacio de varias leguas lleno de cadáveres, el creciente vaporoso de esa estrella me manda tomar un rato, como tema pa’ pensar hondo, las consecuencias culeras que trae el talismán inexplicable que la Providencia me dio.

¡Qué gacho que falten siglos pa’ que la raza humana se acabe del todo por mi trampa culera! Así es como una mente chida, que no se anda presumiendo, usa, pa’ llegar a su fin, los medios que al principio parecerían un pedo imposible de pasar. Siempre mi cabeza sube pa’ esa pregunta grandota, y tú mismo ves que ya no puedo quedarme en el tema sencillo que quería tratar al principio.

Una última palabra… era una noche de invierno. Mientras la brisa silbaba entre los pinos, el Creador abrió su puerta en medio de la oscuridad y dejó entrar a un pederasta.


Estrofa 6

¡Cállense, órale! Pasa un cortejo fúnebre a su lado. Hínquense con las dos rodillas en la tierra y suelten un canto de ultratumba, ¡qué pedo! (Si toman mis palabras más como una forma chida de decirlo que como orden culero fuera de lugar, van a mostrar cabeza, y de la buena.) Puede ser que así le alegren un chorro el alma al muerto, que va a descansar de la vida en un hoyo. Pa’ mí, eso está más que claro. Fíjense que no digo que su opinión no pueda, hasta cierto punto, chocar con la mía; pero lo que importa de a madre es tener ideas chidas sobre las bases de la moral, pa’ que cada quien se clave el principio de hacerle a los demás lo que a lo mejor quisieran que les hicieran.

El cura de las religiones va abriendo el camino, con una bandera blanca en la mano, señal de paz, y en la otra un emblema de oro que pinta las partes del vato y la morra, como pa’ decir que esos pedazos carnales, casi siempre, sin meter metáforas, son herramientas bien peligrosas en manos de los que las usan, cuando las manejan a ciegas pa’ fines que se pelean entre sí, en vez de armar una reacción chida contra la pasión conocida que nos trae casi todos los males. En la parte baja de su espalda trae amarrada (claro, de a mentiras) una cola de caballo, con crines gruesas, que barre el polvo del suelo. Es pa’ decir que tengamos cuidado de no bajarnos por nuestra onda al nivel de los animales.

El ataúd sabe su ruta y va atrás de la túnica suelta del consolador. Los parientes y cuates del difunto, por cómo se paran, decidieron cerrar el desfile del cortejo. Este avanza con majestad, como barco que corta el mar abierto, y no le saca al pedo del hundimiento; porque ahorita, las tormentas y los escollos no se notan por nada menos que su ausencia bien explicable. Los grillos y sapos van a unos pasos de la fiesta mortuoria; ellos también cachan que su presencia sencilla en los funerales de cualquiera les va a contar un día. Platican bajito en su lengua chida (no sean tan creídos, déjenme darles este consejo sin rollo, pa’ que no piensen que nomás ustedes tienen el don chingón de traducir lo que sienten) del que vieron más de una vez correr por las praderas verdes y meter el sudor de sus patas en las olas azuladas de los golfos arenosos.

Al principio, la vida parecía sonreírle sin broncas; y, con grandeza, lo coronó de flores; pero como hasta tu propia cabeza cacha o adivina que se quedó en los límites de la infancia, no necesito, hasta que salga una retractación de a de veras necesaria, seguir con los preámbulos de mi demostración chida. Diez años. Número exacto, igualito a los dedos de la mano, sin chance de error. Es poco y es un chorro. En este caso que nos trae, me apoyo en tu amor por la neta, pa’ que digas conmigo, sin esperar un segundo más, que es poco.

Y cuando pienso rápido en estos misterios oscuros, por los que un vato se esfuma de la tierra, tan fácil como mosca o libélula, sin esperanza de volver, me pego el remordimiento cabrón de no vivir lo suficiente pa’ explicárselos bien, algo que ni yo pretendo entender del todo. Pero como está comprobado que, por un azar chingón, no he perdido la vida desde ese tiempo lejano en que arranqué, con miedo, la frase pasada, calculo en mi cabeza que no está de más armar aquí la confesión completa de mi impotencia culera, sobre todo cuando se trata, como ahora, de esta pregunta grandota y que no se puede agarrar.

Hablando en general, es una onda rara esa tendencia chida que nos jala a buscar (y luego soltar) las semejanzas y diferencias que traen, en sus propiedades naturales, los objetos más contrarios entre sí, y a veces los menos aptos, al parecer, pa’ prestarse a este tipo de combinaciones curiosas y chidas, que, palabra, le dan al estilo del que escribe, que se paga ese gusto personal, el aspecto imposible y pa’ no olvidar de un búho serio hasta la eternidad. Sigamos entonces la corriente que nos lleva.

El milano real tiene alas más largas que las águilas ratoneras, y el vuelo mucho más chido: por eso pasa su vida en el aire. Casi nunca se para y recorre cada día espacios cabrones; y ese movimiento grandote no es pa’ cazar, ni pa’ seguir presa, ni pa’ descubrir; porque no caza; parece que volar es su onda natural, su lugar favorito. No puedes evitar fliparte con cómo lo hace. Sus alas largas y flacas parecen tiesas; es la cola la que parece manejar todo el rollo, y no la riega: se mueve sin parar. Sube sin esfuerzo; baja como si resbalara en un plano inclinado; parece más nadar que volar; apura su carrera, la frena, se para, y se queda como colgado o clavado en el mismo lugar por horas enteras. No le cachas movimiento en las alas: abrirías los ojos como puerta de horno, y sería igual de inútil.

Cada quien tiene el sentido pa’ confesar sin bronca (aunque con algo de mala gana) que no cacha, de entrada, la relación, por lejana que sea, que marco entre la belleza del vuelo del milano real y la figura del morrillo, subiendo despacito sobre el ataúd abierto, como nenúfar que rompe la superficie del agua; y ahí está justo la falla culera que trae la situación tiesa de no arrepentirse, por la ignorancia voluntaria en la que uno se pudre. Esa relación de calma chida entre los dos términos de mi comparación sarcástica ya es bien común, y un símbolo fácil de cachar, pa’ que me sorprenda más de lo que nomás tiene como excusa ese mismo rollo de vulgaridad que hace que cualquier cosa o escena que lo tenga despierte un sentimiento gacho de indiferencia injusta. ¡Como si lo que se ve diario no debiera prender la atención de nuestra admiración!

Llegando a la entrada del panteón, el cortejo se apura a parar; no piensa ir más lejos. El sepulturero termina de cavar el hoyo; meten el ataúd con todas las precauciones pa’ estos casos; unas paladas de tierra inesperadas tapan el cuerpo del morrillo. El cura de las religiones, entre los vatos conmovidos, suelta unas palabras pa’ bien enterrar al muerto, más aún en la imaginación de los que están ahí.

«Dice que le flipa un chorro que derramen tantas lágrimas por un acto tan poca cosa. Textual. Pero le da cosa no calificar bien lo que él dice que es una felicidad clarita. Si hubiera pensado que la muerte es tan poco chida en su inocencia, habría dejado su puesto, pa’ no aumentar el dolor chido de los muchos parientes y cuates del difunto; pero una voz secreta le dice que les dé unos consuelos, que no van a ser inútiles, aunque sea el de hacerles ver la esperanza de un encuentro pronto en los cielos entre el que se murió y los que siguen vivos.»

Maldoror se pelaba al galope, como si apuntara pa’ las murallas del panteón. Los cascos de su caballo levantaban alrededor de su jefe una corona falsa de polvo grueso. Ustedes no pueden saber el nombre de ese jinete; pero yo sí lo sé. Se acercaba más y más; su cara de platino empezaba a verse, aunque la parte de abajo estaba toda envuelta en un manto que el lector no ha sacado de su memoria y que nomás dejaba ver los ojos. En medio de su plática, el cura de las religiones se pone pálido de repente, porque su oído reconoce el galope chueco de ese caballo blanco famoso que nunca dejó a su amo.

«Sí, añadió otra vez, mi confianza es grande en ese encuentro pronto; entonces, se va a cachar, mejor que antes, qué rollo había que darle a la separación temporal del alma y el cuerpo. El que cree que vive en esta tierra se mece en una ilusión que valdría apurar pa’ que se esfume.»

El ruido del galope subía más y más; y, como el jinete, abrazando la línea del horizonte, aparecía a la vista, en el campo que abarcaba el portal del panteón, rápido como ciclón giratorio, el cura de las religiones siguió más serio:

«No parecen sospechar que este, al que la enfermedad obligó a conocer nomás las primeras fases de la vida, y al que el hoyo acaba de agarrar en su pecho, es el vivo de a de veras; pero sepan, al menos, que aquel, cuya silueta dudosa ven llevada por un caballo nervioso, y al que les digo que claven los ojos lo más pronto posible, porque ya es un punto y pronto va a desaparecer en el brezal, aunque haya vivido un chorro, es el único muerto verdadero.»


Estrofa 7

«Cada noche, a la hora en que el sueño pega más cabrón, una araña vieja de las grandotas saca despacito la cabeza de un hoyo en el suelo, en uno de los rincones del cantón, ¡qué pedo! Escucha con todo si algún ruido todavía mueve sus quijadas en el aire. Por ser un bicho así, no puede hacer menos, si quiere meterle personificaciones chidas a los tesoros de la literatura, que darle quijadas al ruido. Cuando se asegura que el silencio manda alrededor, saca, una por una, sin pensarla mucho, las partes de su cuerpo desde el fondo de su nido, y avanza a pasitos contados pa’ mi cama. ¡Cosa chida! Yo, que hago retroceder al sueño y las pesadillas, me siento paralizado en todo el cuerpo cuando trepa por los pies de ébano de mi cama de satín. Me aprieta la garganta con las patas, y me chupa la sangre con el vientre. ¡Así de simple, cabrón! ¿Cuántos litros de ese licor púrpura, que no se te pasa el nombre, no ha chupado desde que hace el mismo rollo con una terquedad que merece algo mejor? No sé qué le hice pa’ que se porte así conmigo. ¿Le machuqué una pata sin querer? ¿Le quité a sus morrillos? Esas dos ideas, medio dudosas, no aguantan un examen chido; ni siquiera se toman la molestia de hacerme encoger los hombros o sacar una sonrisa, aunque no hay que burlarse de nadie. Cuídate, tarántula negra; si tu onda no tiene de excusa un razonamiento que no se caiga, una noche me voy a despertar de golpe, con un último jalón de mi voluntad que se muere, voy a romper el encanto con el que tienes tiesos mis brazos y piernas, y te voy a aplastar entre los huesos de mis dedos, como pedazo de mierda blanda. Pero me acuerdo vagamente que te di chance de trepar tus patas por mi pecho abierto, y de ahí hasta la piel de mi cara; o sea, no tengo derecho a pararte. ¡Órale! ¿Quién va a desenredar mis recuerdos culeros? Le doy de premio lo que me queda de sangre: contando la última gota, hay pa’ llenar al menos la mitad de una copa de desmadre.»

Habla, y no para de quitarse la ropa. Pone una pierna en el colchón, y con la otra, apretando el suelo de zafiro pa’ levantarse, queda tirado en posición horizontal. Ha decidido no cerrar los ojos, pa’ esperar a su enemigo de frente. Pero, ¿no se echa el mismo rollo cada vez, y no se lo jode siempre la imagen culera de su promesa fatal? Ya no dice nada, y se resigna con dolor; pa’ él, el juramento es sagrado. Se envuelve chido en los pliegues de la seda, pasa de entrelazar las borlas doradas de sus cortinas, y, apoyando los rizos negros y largos de su pelo en las franjas del cojín de terciopelo, palpa con la mano la herida grande de su cuello, donde la tarántula se ha acostumbrado a meterse, como en un segundo nido, mientras su cara respira satisfacción. Espera que esta noche (¡esperen con él, órale!) sea la última vez de esa chupada cabrona; porque su único deseo sería que el verdugo acabara con su vida: la muerte, y estaría chido.

Miren a esa araña vieja de las grandotas, que saca despacito la cabeza de un hoyo en el suelo, en uno de los rincones del cantón. Ya no estamos en el cuento. Escucha con todo si algún ruido todavía mueve sus quijadas en el aire. ¡Chale! Ahora sí llegamos a lo real, hablando de la tarántula, y aunque podrías poner un ¡chingón! al final de cada frase, ¡no es razón pa’ no hacerlo! Se aseguró que el silencio manda alrededor; ahí va sacando, una por una, sin pensarla mucho, las partes de su cuerpo desde el fondo de su nido, y avanza a pasitos contados pa’ la cama del vato solitario. Se para un rato; pero es cortito ese momento de duda. Se dice que todavía no es tiempo de parar de torturar, y que primero hay que darle al condenado las razones chidas que hicieron eterno el castigo. Ya trepó junto a la oreja del dormido.

Si no quieren perderse ni una palabra de lo que va a soltar, dejen de lado los rollos ajenos que tapan la entrada de su cabeza, y sean, al menos, agradecidos por el interés que les traigo, haciéndolos estar en estas escenas teatrales que me parecen dignas de prender su atención chida; porque, ¿quién me iba a parar pa’ guardarme pa’ mí solo los rollos que cuento?

«Despierta, flama cachonda de los días viejos, esqueleto flaco. Ya llegó el momento de parar la mano de la justicia. No te vamos a hacer esperar mucho la explicación que quieres. Nos oyes, ¿verdad? Pero no muevas tus patas; hoy sigues bajo nuestro poder magnético, y la atonía de tu cabeza sigue: es la última vez. ¿Qué te pinta la figura de Elsseneur en tu imaginación? ¡Te olvidaste! Y este Réginald, con su paso orgulloso, ¿grabaste sus pintas en tu cerebro fiel? Míralo escondido en los pliegues de las cortinas; su boca está inclinada pa’ tu frente; pero no se atreve a hablarte, porque es más tímido que yo. Te voy a contar un episodio de tu juventud, y a ponerte otra vez en el camino de la memoria…»

Hacía un chorro que la araña había abierto su panza, de donde salieron dos morrillos con túnicas azules, cada uno con un gladio encendido en la mano, y se pusieron a los lados de la cama, como pa’ cuidar desde entonces el santuario del sueño.

«Este, que no ha dejado de mirarte, porque te quiso un chorro, fue el primero de nosotros dos al que le diste tu amor. Pero lo hiciste sufrir un buen por tus arranques culeros. Él no paraba de jalar pa’ no darte ni un motivo de queja contra él: ni un ángel lo habría logrado. Un día le pediste si quería ir a bañarse contigo, en la orilla del mar. Los dos, como cisnes, se lanzaron juntos desde una roca empinada. Nadadores chingones, se deslizaron en el agua, con los brazos estirados entre la cabeza, juntándose en las manos. Por unos minutos, nadaron entre dos corrientes. Salieron a un buen trecho, con los pelos enredados entre sí, chorreando líquido salado. Pero, ¿qué misterio pasó bajo el agua, pa’ que se viera un rastro largo de sangre entre las olas? De vuelta arriba, tú seguías nadando, y hacías como que no veías la debilidad creciente de tu compa. Él perdía fuerzas rápido, y tú no por eso dejabas de meter tus brazadas pa’l horizonte brumoso, que se borraba frente a ti. El herido soltó gritos de angustia, y tú te hiciste el sordo. Réginald gritó tres veces las sílabas de tu nombre, y tres veces contestaste con un grito de gusto. Estaba muy lejos de la orilla pa’ volver, y se esforzaba en vano por seguir los surcos de tu paso, pa’ alcanzarte y descansar un rato la mano en tu hombro. La cacería al revés duró una hora, él perdiendo fuerzas, y tú sintiendo que las tuyas crecían. Desesperado de igualar tu velocidad, hizo una oración cortita al Señor pa’ encomendar su alma, se puso de espaldas como cuando haces la plancha, pa’ que se viera el corazón latiendo fuerte bajo su pecho, y esperó a que llegara la muerte, pa’ no esperar más. En ese momento, tus patas chidas estaban fuera de vista, y se alejaban más, rápidas como sonda que se suelta. Una barca, que volvía de poner redes en alta mar, pasó por ahí. Los pescadores tomaron a Réginald por náufrago, y lo subieron, desmayado, a su bote. Checaron una herida en el lado derecho; cada uno de esos vatos curtidos dijo que ninguna punta de roca o pedazo de escollo podía hacer un hoyo tan chiquito y tan hondo a la vez. Solo un arma filosa, como un estilete bien agudo, podía reclamar ser el padre de una herida tan fina. Él nunca quiso contar las fases del clavado, entre las tripas de las olas, y ese secreto lo ha guardado hasta ahora. Lágrimas corren por sus cachetes algo pálidos, y caen en tus sábanas: a veces el recuerdo es más amargo que el rollo. Pero yo no voy a sentir lástima: sería darte demasiado valor. No hagas girar esos ojos encabronados. Quédate tranqui mejor. Sabes que no puedes moverte. Además, no he acabado mi cuento.»

«Levanta tu gladio, Réginald, y no olvides tan fácil la venganza. ¿Quién sabe? A lo mejor un día venga a reclamarte.»

«Después, sentiste remordimientos que no iban a durar; decidiste lavar tu culpa escogiendo otro cuate, pa’ bendecirlo y honrarlo. Con ese rollo expiatorio, borrabas las manchas del pasado, y le dabas al que fue la segunda víctima la simpatía que no supiste darle al otro. Esperanza pendeja; el carácter no cambia de un día pa’l otro, y tu voluntad se quedó igualita. Yo, Elsseneur, te vi por primera vez, y desde ese momento no pude sacarte de la cabeza. Nos miramos unos segundos, y empezaste a sonreír. Bajé los ojos, porque vi en los tuyos una flama rara. Me preguntaba si, con la ayuda de una noche oscura, te habías dejado caer en secreto hasta nosotros desde alguna estrella; porque, lo confieso, hoy que no hace falta fingir, no te parecías a los marranos de la humanidad; una aureola de rayos brillosos rodeaba el borde de tu frente. Quise armar una relación chida contigo; mi presencia no se atrevía a acercarme por lo nuevo y extraño de esa nobleza, y un miedo cabrón rondaba a mi alrededor. ¿Por qué no hice caso a esas señales de la conciencia? Presentimientos con razón. Viendo mi duda, tú también te pusiste colorado, y estiraste el brazo. Puse mi mano en la tuya con huevos, y después de eso me sentí más fuerte; un soplo de tu cabeza había pasado a mí. Con el pelo al viento y respirando las brisas, caminamos un rato pa’lante, por bosques espesos de lentiscos, jazmines, granados y naranjos, cuyos olores nos ponían pedos. Un jabalí rozó nuestra ropa a toda carrera, y una lágrima le cayó del ojo cuando me vio contigo: no entendía su onda. Llegamos al caer la noche frente a las puertas de una ciudad grandota. Los perfiles de las cúpulas, las agujas de los minaretes y las bolas de mármol de los miradores recortaban sus dientes con fuerza, entre la oscuridad, contra el azul intenso del cielo. Pero tú no quisiste descansar ahí, aunque estuviéramos reventados de cansancio. Rodeamos la base de las murallas de afuera, como chacales nocturnos; esquivamos a las sentinelas al acecho; y logramos largarnos, por la puerta de enfrente, de esa reunión solemne de animales razonables, civilizados como castores. El vuelo de la luciérnaga porta-linterna, el crujido de las hierbas secas, los aullidos cortados de un lobo lejano venían con la oscuridad de nuestra caminata incierta por el campo. ¿Qué motivos chidos tenías pa’ huir de las colmenas humanas? Me preguntaba eso con algo de desmadre; mis patas ya empezaban a negarme el servicio por tanto jale. Al fin llegamos a la orilla de un bosque espeso, con árboles enredados entre sí por un desmadre de lianas altas, plantas parásitas y cactus con espinas culeras. Te paraste frente a un abedul. Me dijiste que me hincara pa’ prepararme a morir; me dabas un cuarto de hora pa’ salir de esta tierra. Unos vistazos rápidos, durante nuestra corrida larga, echados a escondidas sobre mí cuando no te veía, ciertos gestos raros que noté en medida y movimiento, se me vinieron al tiro a la memoria, como páginas abiertas de un libro. Mis sospechas se confirmaban. Muy débil pa’ pelear contigo, me tumbaste al suelo, como huracán que derriba la hoja del álamo temblón. Una de tus rodillas en mi pecho, y la otra en la hierba húmeda, mientras una mano agarraba mis brazos en su prensa, vi a la otra sacar un cuchillo de la funda en tu cinto. Mi resistencia era casi nada, y cerré los ojos: los pisotones de una manada de bueyes se oyeron a lo lejos, traídos por el viento. Venía como locomotora, acosada por el palo de un pastor y las quijadas de un perro. No había tiempo que perder, y lo cachaste; temiendo no cumplir tu plan, porque la llegada de un auxilio inesperado me dio más fuerza, y viendo que solo podías parar un brazo a la vez, te conformaste, con un movimiento rápido de la hoja de acero, con cortarme la muñeca derecha. El pedazo, bien cortado, cayó al suelo. Te pelaste mientras yo estaba aturdido por el dolor. No te voy a contar cómo el pastor me ayudó, ni cuánto tardé en curarme. Basta con que sepas que esa traición, que no esperaba, me dio ganas de buscar la muerte. Me metí a los combates, pa’ ofrecer mi pecho a los golpes. Gané fama en los campos de batalla; mi nombre se volvió temido hasta pa’ los más valientes, tanto mi mano de fierro falsa esparcía carnicería y destrucción en las filas enemigas. Pero un día que los obuses tronaban más fuerte que nunca, y los escuadrones, arrancados de su base, giraban como pajas bajo el ciclón de la muerte, un jinete, con paso atrevido, se paró frente a mí, pa’ pelearme la palma de la victoria. Los dos ejércitos se pararon, tiesos, pa’ mirarnos en silencio. Peleamos un chorro, llenos de heridas, con los cascos rotos. De acuerdo mutuo, paramos pa’ descansar, y retomarla después con más ganas. Llenos de admiración por el rival, cada uno levanta su visera: «¡Elsseneur!...», «¡Réginald!...», esas fueron las palabras simples que nuestras gargantas jadeantes soltaron juntas. Este último, hundido en la desesperación de una tristeza sin consuelo, había tomado, como yo, el camino de las armas, y las balas lo habían dejado vivo. ¡En qué rollo nos reencontrábamos! Pero tu nombre no salió. Él y yo nos juramos una amistad eterna; pero, claro, distinta de las dos primeras donde tú fuiste el principal actor. Un arcángel, bajado del cielo y mensajero del Señor, nos mandó volvernos una araña única, y venir cada noche a chuparte la garganta, hasta que un orden de arriba parara el castigo. Por casi diez años, hemos rondado tu cama. Desde hoy, estás libre de nuestra persecución. La promesa vaga de la que hablabas, no nos la hiciste a nosotros, sino al Ser más fuerte que tú: tú mismo cachabas que era mejor someterte a ese decreto que no se cambia. Despierta, Maldoror. El encanto magnético que ha pesado en tu sistema cerebroespinal, por las noches de dos lustros, se esfuma.»

Se despierta como le mandaron, y ve dos formas celestiales desaparecer en el aire, con los brazos cruzados. No intenta volver a dormir. Saca despacito, uno por uno, sus miembros de la cama. Va a calentar su piel helada con las brasas prendidas de la chimenea gótica. Nomás su camisa cubre su cuerpo. Busca con los ojos la jarra de cristal pa’ mojar su paladar seco. Abre los postigos de la ventana. Se recarga en el borde. Mira la luna que derrama, sobre su pecho, un cono de rayos flipantes, donde tiemblan, como polillas, átomos de plata de una dulzura que no se dice. Espera que el crepúsculo de la mañana traiga, con el cambio de escena, un alivio pendejo a su corazón hecho pedazos.