Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)
Segundo Corrido
Estrofa 1
¿Pa’ dónde se fue ese primer corrido de Maldoror, desde que su boca, llena de hojas de belladona, lo soltó por los reinos del coraje, en un momento de pensar, compa? ¿Pa’ dónde se fue ese corrido…? No se sabe bien chido. No fueron los árboles ni los vientos los que lo guardaron, ¡no mames! Y la moral, que pasaba por ahí, sin cachar que tenía en esas páginas bien prendidas un defensor chingón, lo vio caminar con paso firme y derecho rumbo a los rincones oscuros y las fibras escondidas de las conciencias. Lo que sí está claro pa’ la ciencia es que, desde ese entonces, el vato con cara de sapo ya no se reconoce ni madres y cae seguido en unos arranques de furia que lo hacen parecer bestia del monte. No es su culpa, ¡la neta! En todos los tiempos, había creído, con los párpados bajos bajo las flores de la modestia, que nomás traía bien y poquito mal. De repente, yo le mostré, sacando a plena luz su corazón y sus trampas, que al revés, nomás está hecho de mal y un cachito de bien que los que hacen leyes apenas logran que no se evapore, ¡órale! Quisiera que no sintiera, yo, que no le enseño nada nuevo, una vergüenza pa’ siempre por mis verdades bien amargas; pero que se cumpla ese deseo no jala con las leyes de la naturaleza, compa. La neta, le arranco la máscara a su cara traicionera y llena de lodo, y dejo caer uno por uno, como bolas de marfil en un cuenco de plata, los engaños chidos con los que se miente; entonces se entiende que no mande al calma a ponerle las manos en la cara, ni cuando la razón corre las sombras del orgullo, ¡a huevo! Por eso, el héroe que pongo en escena se ganó un odio que no se quita, al atacar a la raza, que se creía intocable, por el hueco de unas tiradas filantrópicas bien pendejas; están apiladas, como granos de arena, en sus libros, que a veces estoy a punto, cuando la razón me deja, de pensar que el relajo es tan chistoso, pero aburrido. Él ya lo había visto venir, compa. No basta con tallar la estatua de la bondad en el frente de los pergaminos que guardan las bibliotecas. ¡Óyeme, raza humana! ¡Aquí estás, desnudo como gusano, frente a mi espada de diamante, cabrón! Deja tu rollo; ya no es tiempo de hacerte el orgulloso: te lanzo mi rezo, bien tirado en el suelo. Hay un vato que vigila cada pinche movimiento de tu vida culera; estás atrapado en las redes chidas de su ojo bien clavado. No te fíes de él cuando te da la espalda, porque te está mirando; no te fíes cuando cierra los ojos, porque todavía te está mirando, ¡no mames! Es difícil pensar que, en trampas y maldades, tu resolución cabrona sea pasar por encima del morrillo de mi imaginación. Sus golpes, aunque sean chiquitos, pegan duro. Con cuidado, se puede enseñar al que cree no saberlo que los lobos y los rateros no se comen entre ellos: a lo mejor no es su costumbre, compa. Así que, sin miedo, dale el cuidado de tu existencia a sus manos: él la va a llevar por un rumbo que sabe. No creas en la intención que hace brillar al sol de corregirte; porque le vales medianamente, por no decir menos; y ni así me acerco a toda la neta, la medida chida de mi chequeo. Pero es que le gusta hacerte daño, con la idea bien puesta de que te hagas tan jodido como él, y que lo sigas al pinche abismo del infierno cuando suene esa hora, ¡a huevo! Su lugar ya está apartado desde hace un chorro, donde se ve un patíbulo de fierro, con cadenas y cepos colgando. Cuando el destino lo arrastre ahí, el embudo fúnebre nunca va a probar una presa más sabrosa, ni él va a ver una casa más chida pa’ él. Me parece que platico con una onda bien paternal a propósito, y la raza no tiene derecho a quejarse.
Estrofa 2
Agarro la pluma que va a armar el segundo corrido… ¡una herramienta arrancada de las alas de un pigargo rojizo, órale! Pero… ¿qué chingados pasa con mis dedos? Las articulaciones se quedan tiesas nomás empiezo mi jale. Pero necesito escribir, compa… ¡Es imposible, no mames! Bueno, lo repito: necesito escribir lo que pienso, tengo derecho, como cualquier vato, a seguir esta ley natural… ¡Pero nel, nel, la pinche pluma no se mueve!... Mira, échale ojo, por los campos, el relámpago que brilla lejos. La tormenta anda recorriendo el espacio. Llueve… Sigue lloviendo… ¡Cómo llueve, cabrón!... El rayo tronó… se estrelló contra mi ventana entreabierta y me tumbó al suelo, con un golpe en la frente, ¡qué joda! ¡Pobre morro! Tu cara ya estaba bien pintada con arrugas antes de tiempo y la fealdad de nacimiento, pa’ no necesitar, encima, esta cicatriz sulfurosa tan cabrona. (Acabo de imaginar que la herida ya sanó, pero eso no va a pasar pronto, ¡no mames!) ¿Por qué esta tormenta, y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de arriba pa’ que no escriba y piense mejor en lo que me estoy jugando al soltar la baba de mi boca cuadrada? Pero esta tormenta no me metió miedo, compa. ¿Qué me valen un chorro de tormentas? Estos polis del cielo hacen su jale con ganas, si lo veo rápido por mi frente jodida. No tengo que darle las gracias al Todopoderoso por su puntería chida; mandó el rayo pa’ partirme la cara en dos justo desde la frente, donde la herida pegó más gacho: ¡que otro lo felicite, cabrón! Pero las tormentas se meten con alguien más chingón que ellas. Así que, pinche Eterno, con cara de víbora, tuviste que, no contento con ponerme el alma entre la locura y los pensamientos de furia que matan despacito, creer, además, que le venía bien a tu majestad, después de pensarlo un buen, sacar una copa de sangre de mi frente, ¡no mames!... Pero, a ver, ¿quién te está diciendo algo? Sabes que no te quiero, y al revés, te odio: ¿por qué sigues jodiendo? ¿Cuándo vas a parar de enredarte en tus movidas raras? Platica conmigo derecho, como compa: ¿no te das cuenta, al fin, que en tu pinche persecución odiosa muestras una prisa bien pendeja, que ni tus angelitos se atreverían a decir lo ridícula que es? ¿Qué coraje te agarra, cabrón? Oye, si me dejaras vivir sin tus jaladas, te estaría agradecido… Vamos, Sultán, con tu lengua, límpiame esta sangre que ensucia el piso, ¡a huevo! El vendaje ya está; mi frente, ya parada, la lavé con agua salada, y crucé unas vendas por mi cara. El resultado no es pa’ siempre: cuatro camisas llenas de sangre y dos pañuelos, ¡qué desmadre! No creerías, de primera, que Maldoror tuviera tanta sangre en las venas, porque en su cara nomás brillan los reflejos de un muerto. Pero, así es, compa. A lo mejor esa es casi toda la sangre que traía su cuerpo, y seguro no queda mucha, ¡la neta! Ya basta, perro tragón; deja el piso como está, ya te llenaste la panza. No sigas chupando; porque luego vas a vomitar, cabrón. Estás bien satisfecho, vete a dormir a la casita; siéntete chido, porque no vas a pensar en hambre por tres días grandotes, gracias a los glóbulos que te echaste por el hocico con gusto bien chingón. Tú, Léman, agarra una escoba; yo también quisiera una, pero no traigo fuerza, compa. Entiendes, ¿verdad?, que no traigo fuerza, ¡no mames! Guarda tus lágrimas pa’ dentro; si no, voy a pensar que no tienes huevos pa’ ver con calma la cicatriz cabrona, que me dejó un castigo ya perdido pa’ mí en la noche de los tiempos pasados. Ve a la fuente por dos cubos de agua. Cuando laves el piso, pon estos trapos en el cuarto de al lado. Si la lavandera viene esta noche, como debe, dáselos; pero, como ha llovido un chorro desde hace una hora y sigue cayendo, no creo que salga de su casa; entonces, va a venir mañana en la mañana. Si te pregunta de dónde salió tanta sangre, no tienes que contestarle, ¡a huevo! ¡Qué débil estoy, cabrón! No importa; igual voy a tener fuerza pa’ levantar la pluma y huevos pa’ meterme en mi pensamiento. ¿Qué le sacó al Creador joderme como si fuera morrillo con una tormenta que trae rayos? No por eso dejo de seguir con mi plan de escribir, compa. Estas vendas me fastidian, y el aire de mi cuarto apesta a sangre…
Estrofa 3
¡Que no llegue el día en que Lohengrin y yo pasemos por la calle, uno junto al otro, sin mirarnos, rozándonos el codo, como vatos con prisa, no mames! ¡Órale, que me dejen largarme pa’ siempre lejos de esa pinche idea! El Eterno armó el mundo como está: sería bien chido si, por el tiempito que se necesita pa’ romperle la cabeza a una morra con un martillazo, se olvidara de su majestad estelar pa’ decirnos los misterios que nos tienen ahogados, como pescado en el fondo de una barca, compa. Pero es grande y chingón; nos pasa por encima con la fuerza de sus ideas; si platicara con la raza, todas las vergüenzas le rebotarían en la cara, ¡a huevo! Pero… ¡pinche miserable que eres!, ¿por qué no te pones rojo? No basta con que el chorro de dolores físicos y morales que nos rodea haya sido parido: el secreto de nuestro destino todo jodido no nos lo sueltan, ¡qué chinga! Yo conozco al Todopoderoso… y él también ha de conocerme, cabrón. Si por un pedo caminamos en el mismo camino, su ojo filoso me ve venir de lejos: agarra un desvío pa’ no toparse con el triple dardo de platino que la naturaleza me dio como lengua, ¡no mames! Me vas a hacer un paro, Creador, si me dejas sacar mis sentimientos, órale. Usando unas ironías bien cabronas, con mano firme y fría, te aviso que mi corazón va a traer suficiente pa’ atacarte hasta el fin de mi vida, compa. Voy a golpear tu carcasa hueca; y tan chingón, que yo me encargo de sacar las migajas de inteligencia que no quisiste darle al vato, porque te dio celos hacerlo igual a ti, y que escondiste descaradamente en tus tripas, bandido tramposo, como si no supieras que un día u otro las iba a pillar con mi ojo siempre abierto, las iba a arrancar y las iba a repartir con mi raza. Hice lo que digo, y ahora ya no te tienen miedo; negocian contigo de chingón a chingón, ¡a huevo! Dame la muerte pa’ que me arrepienta de mi atrevimiento: abro el pecho y espero con humildad, compa. ¡Que salgan, pues, esas alas pendejas de castigos eternos!... ¡despliegues grandotes de atributos que se la pasan presumiendo! Ha mostrado que no puede parar la circulación de mi sangre que lo reta, ¡qué chafa! Pero tengo pruebas de que no duda en apagar, en plena juventud, el aliento de otros vatos, cuando apenas han probado las chuladas de la vida. Es puro desmadre atroz; pero nomás según mi opinión débil, ¡la neta! He visto al Creador, picando su crueldad inútil, prender incendios donde se morían los viejos y los morritos, ¡qué pinche joda! No soy yo el que empieza el ataque; es él quien me obliga a hacerlo girar como trompo con un látigo de cuerdas de acero, cabrón. ¿No es él quien me da las acusaciones contra él mismo? ¡No se me va a acabar mi plática espantosa, compa! Se alimenta de las pesadillas locas que me joden las noches sin dormir, ¡a huevo! Todo esto lo escribí por Lohengrin; regresemos a él, pues. Por miedo a que después se volviera como los demás vatos, primero había decidido matarlo a puñaladas cuando pasara la edad de la inocencia. Pero lo pensé bien y dejé esa resolución a tiempo, bien chido. Ni se imagina que su vida estuvo en riesgo por un cuarto de hora. Todo estaba listo, y el cuchillo ya lo había comprado. Ese estilete era bien chulo, porque me laten la gracia y la elegancia hasta en las cosas de la muerte; pero era largo y puntiagudo, ¡a huevo! Con un solo tajo en el cuello, clavando con cuidado una de las arterias carótidas, creo que habría bastado, compa. Estoy chido con mi movida; después me habría arrepentido, ¡la neta! Así que, Lohengrin, haz lo que quieras, muévete como te pinte, enciérrame toda la vida en una prisión oscura con escorpiones como compas de mi encierro, o arráncame un ojo hasta que caiga al suelo, nunca te voy a echar en cara nada; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo pa’ mí, ¡órale! El dolor que me hagas no se va a comparar con la felicidad de saber que el vato que me lastima, con sus manos matonas, está bañado en una esencia más divina que la de los demás, ¡a huevo! Sí, todavía está chido dar la vida por un ser humano y guardar la esperanza de que no todos los vatos son gachos, porque hubo uno, al fin, que supo jalar pa’ sí, con fuerza, las repugnancias desconfiadas de mi simpatía amarga.
Estrofa 4
Es medianoche, compa; ya no se ve ni un pinche camión de la Bastilla a la Madeleine. Me equivoco, órale; ahí sale uno de repente, como si se levantara del suelo, ¡no mames! Los pocos vatos que andan tarde lo miran bien chido; porque parece no ser como los demás, cabrón. Arriba, en la imperial, están sentados unos vatos con el ojo tieso, como de pescado muerto. Están bien apretados unos contra otros, y parece que ya valieron; eso sí, no pasan del número que dice la regla. Cuando el chofer le pega un latigazo a los caballos, se siente que es el látigo el que mueve su brazo, no el brazo el látigo, ¡qué pedo! ¿Qué chingados es este montón de vatos raros y callados? ¿Son de la luna o qué? Hay momentos en que te dan ganas de creerlo; pero más bien parecen muertos, ¡la neta! El camión, con prisa por llegar a la última parada, se come el espacio y hace crujir el pavimento… ¡Se larga!... Pero una masa sin forma lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo.
«¡Para, te lo pido por favor, para!... Mis piernas están hinchadas de tanto caminar en el día… no he comido desde ayer… mis jefes me dejaron tirado… ya no sé qué hacer… estoy listo pa’ regresar a mi casa, y llegaría rápido si me dieras un lugar… soy un morrito de ocho años, y confío en ti, compa!...»
¡Se larga!... ¡Se larga!... Pero una masa sin forma lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo. Uno de esos vatos, con ojo frío, le da un codazo al de al lado, como diciendo que le choca oír esos gemidos bien claritos que le llegan al oído. El otro baja la cabeza poquito, como diciendo que sí, y luego se clava otra vez en la inmovilidad de su egoísmo, como tortuga en su caparazón, ¡no mames! Todo en la cara de los demás vatos del camión muestra lo mismo que los dos primeros. Los gritos se oyen todavía por dos o tres minutos, cada vez más fuertes, segundo a segundo. Se ven ventanas abrirse en el bulevar, y una cara asustada, con una luz en la mano, después de echarle ojo a la calle, cierra el postigo con ganas pa’ no volver a salir… ¡Se larga!... ¡Se larga!... Pero una masa sin forma lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo. Nomás un morro, perdido en sus pensamientos entre esos vatos de piedra, parece sentir lástima por el desmadre. Por el morrito, que cree que puede alcanzarlo con sus piernitas adoloridas, no se atreve a levantar la voz; porque los demás vatos le echan miradas de desprecio y autoridad, y sabe que no puede hacer nada contra todos, ¡qué joda! Con el codo en las rodillas y la cabeza entre las manos, se pregunta, bien sacado de onda, si eso es de veras lo que llaman caridad humana. Entonces se da cuenta de que es puro cuento, que ya ni en el diccionario de la poesía lo encuentras, y acepta con la neta su error. Se dice: «Órale, ¿pa’ qué preocuparse por un morrito? Que se quede ahí». Pero una lágrima caliente le rueda por la mejilla a ese morro que acaba de blasfemar, ¡no mames! Pasa la mano por la frente con trabajo, como pa’ quitar una nube que le tapa la cabeza. Se retuerce, pero no hay caso, en el siglo donde lo aventaron; siente que no pertenece ahí, y aun así no puede salir, ¡qué pinche cárcel! ¡Qué fatalidad tan gacha! Lombano, ¡estoy chido contigo desde ese día, compa! No dejaba de verte mientras mi cara traía la misma indiferencia que los demás vatos del camión. El morro se para, con un coraje bien cabrón, y quiere largarse pa’ no ser parte, ni sin querer, de una movida gacha. Le hago una señal, y se sienta otra vez a mi lado… ¡Se larga!... ¡Se larga!... Pero una masa sin forma lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo. Los gritos se cortan de repente; porque el morrito tropezó con un adoquín que sobresalía y se dio un golpe en la cabeza al caer, ¡qué pinche desmadre! El camión se perdió en el horizonte, y nomás queda la calle callada… ¡Se larga!... ¡Se larga!... Pero una masa sin forma ya no lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo. Mira a ese trapero que pasa, encorvado con su linterna chafa; ese vato tiene más corazón que todos los del camión juntos, ¡a huevo! Acaba de levantar al morrito; estén seguros de que lo va a curar y no lo va a dejar tirado, como hicieron sus jefes. ¡Se larga!... ¡Se larga!... Pero, desde donde está, la mirada filosa del trapero lo persigue bien cabrón, tras sus huellas, en medio del polvo… ¡Raza pendeja y estúpida! Te vas a arrepentir de portarte así, ¡la neta! Soy yo el que te lo dice, compa. ¡Te vas a arrepentir, ya verás, te vas a arrepentir, cabrón! Mi poesía nomás va a ser pa’ atacar, con todo lo que tenga, al vato, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debió haber parido tanta pinche alimaña. Los libros se van a apilar uno tras otro hasta el fin de mi vida, y, aun así, nomás se va a ver esa única idea, siempre clavada en mi conciencia.
Estrofa 5
Dando mi vuelta diaria, cada día pasaba por una calle angosta; cada día, una morrita flaca de diez años me seguía, desde lejos, con respeto, por esa calle, mirándome con unos ojos bien vivos y curiosos, ¡qué pedo! Era alta pa’ su edad y traía la cintura delgada. Un chorro de pelos negros, partidos en dos en la cabeza, caían en trenzas sueltas sobre unos hombros como de mármol. Un día, me seguía como siempre; los brazos musculosos de una jefa del pueblo la agarraron por los pelos, como torbellino que jala una hoja, le dieron dos cachetadas brutales en una mejilla orgullosa y callada, y la metieron a la casa a esa conciencia perdida, ¡qué pinche desmadre! De nada servía hacerme el desentendido; nunca dejaba de seguirme con su presencia, que ya estaba de más, chale. Cuando cruzaba a otra calle pa’ seguir mi camino, ella se paraba, haciendo un esfuerzo cabrón en sí misma al final de esa calle angosta, quieta como estatua del Silencio, y no dejaba de mirar pa’ delante hasta que me perdía de vista, órale. Una vez, esa morrita se me adelantó en la calle y marcó el paso delante de mí. Si iba rápido pa’ pasarla, casi corría pa’ mantener la distancia igual; pero si bajaba el ritmo, pa’ que hubiera un buen tramo entre ella y yo, entonces ella también lo bajaba, y le ponía la gracia de morrita. Al llegar al final de la calle, se volteó despacito pa’ cortarme el paso, ¡qué chinga! No tuve tiempo de esquivarla y me topé con su cara. Traía los ojos hinchados y rojos, carnal. Se veía fácil que quería platicarme y no sabía cómo entrarle. De repente, poniéndose pálida como muerto, me soltó: «¿Tendría la bondad de decirme qué hora es?». Le dije que no traía reloj y me largué rápido, ¡trucha! Desde ese día, morrita de imaginación inquieta y adelantada, ya no has visto, en la calle angosta, al vato misterioso que pateaba con su chancla pesada el pavimento de los cruces torcidos. Ese cometa prendido ya no va a brillar, como un rollo triste de curiosidad loca, en la fachada de tu mirada decepcionada; y vas a pensar un chorro, demasiado, tal vez siempre, en ese vato que no parecía preocuparse por los males ni las cosas buenas de esta vida, y se iba a lo loco, con una cara bien muerta, los pelos parados, el paso tambaleante, y los brazos nadando ciegos en las aguas irónicas del aire, como buscando la presa sangrienta de la esperanza, sacudida sin parar por las pinches regiones del espacio, por el quitanieves cabrón de la fatalidad, ¡qué jale! Ya no me vas a ver, y yo no te voy a ver, morra… ¿Quién sabe? A lo mejor esa chava no era lo que parecía. Bajo una envoltura de inocente, quizá escondía una astucia cabrona, el peso de dieciocho años y el encanto del vicio, chale. Se ha visto a vendedoras de amor largarse con gusto de las Islas Británicas y cruzar el estrecho. Desplegaban sus alas, dando vueltas en enjambres dorados, frente a la luz parisina; y, cuando las veías, decías: «Pero si son morritas; no tienen más de diez o doce años». En la neta, tenían veinte, ¡qué pedo! Si fuera así, ¡malditos sean los rincones de esa calle oscura! ¡Qué gacho, qué gacho lo que pasa ahí! Creo que su jefa la golpeó porque no hacía su jale con suficiente maña. Puede ser que nomás fuera una morrita, y entonces la jefa es más culera todavía. Yo no quiero creer en esa idea, que nomás es un supuesto, y prefiero querer, en ese rollo romántico, un alma que se muestra demasiado pronto, ¡punto! Mira, morrita, te digo que no vuelvas a cruzarte en mi camino si paso otra vez por esa calle angosta. ¡Te puede salir caro, qué chinga! Ya la sangre y el odio me suben a la cabeza, como olas bien calientes. ¿Yo, ser tan buena onda pa’ querer a mi raza? ¡Nel, nel! ¡Lo decidí desde el día que nací, carnal! ¡Ellos no me quieren, pues! Verás los mundos hacerse pedazos y el granito deslizarse, como cormorán, por las olas, antes de que toque la mano culera de un vato humano. ¡Atrás… atrás, esa mano, cabrón!... Morrita, no eres ángel, y al final vas a acabar como las demás morras. No, no, te lo pido; no te pongas otra vez frente a mis cejas fruncidas y torvas. En un momento de locura, podría agarrarte los brazos, torcerlos como trapo lavado pa’ sacarle el agua, o quebrarlos con ruido, como ramas secas, y luego hacerte comerlos, usando la fuerza, ¡qué pinche desmadre! Podría, tomando tu cabeza con mis manos, con cara de cariñoso y suave, meter mis dedos hambrientos en los lóbulos de tu cerebro inocente, pa’ sacar, con una sonrisa, una grasa chida que lave mis ojos, jodidos por el insomnio eterno de la vida. Podría, cosiéndote los párpados con una aguja, quitarte el espectáculo del universo y dejarte sin chance de hallar tu camino; no voy a ser yo tu guía, chale. Podría, levantando tu cuerpo virgen con un brazo de fierro, agarrarte por las piernas, hacerte girar como honda, juntar mis fuerzas en la última vuelta, y aventarte contra el muro, ¡pum! Cada gota de sangre va a salpicar un pecho humano, pa’ asustar a los vatos y ponerles enfrente el ejemplo de mi maldad, ¡qué trucha! Se van a arrancar sin parar pedazos y más pedazos de carne; pero la gota de sangre se queda sin borrarse, en el mismo lugar, brillando como diamante, ¡órale! Quédate tranquila, voy a dar orden a unos seis vatos pa’ que cuiden los restos chidos de tu cuerpo y los guarden del hambre de los perros tragones. Seguro el cuerpo se quedó pegado al muro, como pera madura, y no cayó al suelo; pero los perros saben dar saltos altos si no les pones ojo, ¡cuidado!
Estrofa 6
Ese morrito sentado en un banco del jardín de las Tullerías, ¡qué chulo se ve, órale! Sus ojos bien vivos apuntan a algo que no se ve, allá lejos en el espacio, ¡qué pedo! No ha de tener más de ocho años, y aun así no anda jugando como debería. Por lo menos debería estar riéndose y paseando con algún camarada, no ahí solito; pero ese no es su estilo, carnal. Ese morrito sentado en un banco del jardín de las Tullerías, ¡qué chulo se ve! Un vato, con un plan escondido, viene y se sienta junto a él, en el mismo banco, con unas movidas bien raras. ¿Quién es? No hace falta que te lo diga; lo vas a cachar por su plática torcida. Óyelos, no los interrumpas, ¡trucha!:
—¿En qué pensabas, pequeño?
—Pensaba en el cielo.
—No hace falta que pienses en el cielo; con la tierra ya tienes de sobra, ¿qué no? ¿Ya te cansaste de vivir, tú, que apenas estás naciendo?
—Nel, pero todos prefieren el cielo a la tierra.
—Pues yo no, chale. Porque, si el cielo lo hizo Dios, igual que la tierra, créeme que vas a topar los mismos males que aquí abajo. Cuando te mueras, no te van a premiar por lo que vales; porque, si aquí en la tierra te hacen injusticias (y lo vas a sentir después, con experiencia), no hay razón pa’ que en la otra vida no te las hagan también. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios y hacerte justicia tú solo, ya que te la niegan. Si un camarada te ofendiera, ¿no te pondrías chido matándolo?
—Pero eso está prohibido, ¿qué no?
—No tan prohibido como crees, morrito. Nomás se trata de no dejarte agarrar. La justicia de las leyes no vale madre; lo que cuenta es la justicia del que se la hicieron. Si odiaras a un camarada, ¿no te sentirías jodido pensando que a cada rato tienes su cara enfrente?
—Es cierto.
—Entonces, ahí tienes a un camarada que te haría infeliz toda tu vida; porque, viendo que tu odio nomás se queda quieto, no va a parar de burlarse de ti y hacerte daño sin que lo castiguen. El único modo de parar ese desmadre es quitándote al enemigo de encima. A eso quería llegar, pa’ que entiendas en qué se basa la sociedad de hoy. Cada quien tiene que hacerse justicia solo, si no, es puro pendejo. El que le gana a los demás, ese es el más mañoso y el más fuerte. ¿No te gustaría un día mandar sobre tu raza?
—Órale, sí.
—Pues sé el más fuerte y el más mañoso. Todavía estás muy morrillo pa’ ser el más fuerte; pero desde hoy puedes usar la maña, el arma más chida de los vatos con genio. Cuando el pastor David le pegó en la frente al gigante Goliat con una piedra de su honda, ¿no está chingón ver que nomás con maña David venció a su rival, y que si se hubieran agarrado a madrazos, el gigante lo habría aplastado como mosca? Es lo mismo contigo. En guerra abierta, nunca vas a poder vencer a los vatos que quieres dominar; pero con maña, puedes pelear solo contra todos, ¡qué trucha! ¿Quieres riquezas, palacios chidos y fama? ¿O me echaste una mentira cuando me soltaste esas ideas tan chingonas?
—Nel, nel, no te estaba engañando. Pero yo quisiera ganar lo que quiero por otros caminos.
—Entonces no vas a ganar nada, punto. Los caminos buenos y tranquilos no te llevan a ningún lado. Tienes que usar palancas más cabronas y trampas más sabias. Antes de que te hagas famoso por ser bueno y llegues a tu meta, cien vatos van a tener tiempo de brincarte por encima y llegar al final antes que tú, de modo que no quede lugar pa’ tus ideas chiquitas. Hay que ver el horizonte del tiempo de ahora con más grandeza, ¿qué no? ¿Nunca has oído, por ejemplo, de la fama grandota que traen las victorias? Y eso no sale solo, carnal. Hay que derramar sangre, un chorro de sangre, pa’ hacerlas nacer y ponerlas a los pies de los conquistadores. Sin los cuerpos y pedazos tirados que ves en la llanura, donde se armó bien chido la matanza, no habría guerra, y sin guerra, no habría victorias. Ya ves que, si quieres ser famoso, tienes que meterte con gracia en ríos de sangre, llenos de carne de cañón. El fin justifica el medio, morrito. Lo primero pa’ ser famoso es tener lana. Como no la tienes, vas a tener que matar pa’ conseguirla; pero como no estás tan fuerte pa’ usar el cuchillo, hazte ratero mientras te crecen los músculos. Y pa’ que crezcan más rápido, te aconsejo hacer gimnasio dos veces al día, una hora en la mañana y otra en la noche. Así, desde los quince años puedes intentar el crimen con algo de éxito, en vez de esperar a los veinte. El amor por la fama lo perdona todo, y a lo mejor, después, siendo el jefe de tu raza, les hagas casi tanto bien como daño les hiciste al principio, ¡punto!…
Maldoror se da cuenta de que la sangre le hierve en la cabeza al morrito con el que platica; sus narices están hinchadas, y sus labios sueltan una espumita blanca, ¡qué pedo! Le toca el pulso; los latidos van bien rápido. La fiebre ya agarró ese cuerpo delicado. Le da cosa lo que puedan traer sus palabras; se escapa, el jodido, molesto por no haber podido platicar más con ese morrito. Si en la edad madura es tan cabrón controlar las pasiones, entre el bien y el mal, ¿qué será en una mente todavía sin experiencia? ¿Y cuánta fuerza extra no necesita pa’ eso? El morrito se va a quedar en cama tres días, ¡qué gacho! Ojalá el cariño de su jefa traiga paz a esa flor sensible, envoltura frágil de un alma chida.
Estrofa 7
Ahí, en un bosquecito rodeado de flores, duerme el hermafrodita, bien jetón sobre el césped, mojado por sus lágrimas, ¡qué pedo! La luna soltó su disco de entre las nubes y acaricia con sus rayos pálidos esa cara suave de morrito. Sus rasgos muestran una energía bien machín, pero también la gracia de una virgen celestial, ¡qué chulada! Nada se ve natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso entre las curvas chidas de formas femeninas. Trae un brazo doblado sobre la frente, la otra mano en el pecho, como pa’ calmar los latidos de un corazón cerrado a toda plática, cargado con el peso cabrón de un secreto eterno. Harto de la vida y con vergüenza de andar entre vatos que no se le parecen, la desesperación le ganó el alma, y se va solo, como el mendigo del valle, ¡chale! ¿Cómo le hace pa’ sobrevivir? Almas buena onda lo cuidan de cerca, sin que él lo sospeche, y no lo dejan tirado: ¡es tan chido, tan resignado! A veces platica con gusto con los que tienen el carácter sensible, sin tocarles la mano, quedándose lejos por miedo a un peligro que se imagina, ¡qué trucha! Si le preguntan por qué eligió la soledad como carnal, sus ojos miran al cielo, aguantando a duras penas una lágrima que reclama a la Providencia; pero no contesta esa pregunta imprudente, que pinta de rojo, como rosa mañanera, la nieve de sus párpados. Si la plática se alarga, se pone nervioso, voltea pa’ los cuatro rumbos del horizonte, como queriendo escapar de un enemigo invisible que se acerca, hace un adiós rápido con la mano, se larga con las alas de su pudor despierto y se pierde en el bosque, órale. Por lo general, lo toman por loco, ¡qué gacho! Un día, cuatro vatos encapuchados, con órdenes, se le echaron encima y lo amarraron bien duro, nomás dejando que moviera las piernas. El látigo le dio con ganas en la espalda, y le dijeron que caminara sin demora pa’l camino que va a Bicêtre. Él sonrió al recibir los golpes y les habló con tanto sentimiento, con una inteligencia chida sobre un chorro de ciencias humanas que había estudiado, mostrando un nivel bien alto pa’ un morrito que aún no pasa la juventud, y sobre los destinos de la raza, donde soltó toda la nobleza poética de su alma, que sus guardias, espantados hasta la sangre por lo que habían hecho, le quitaron las cuerdas a sus brazos rotos, se arrastraron a sus rodillas pidiendo perdón, que él les dio, y se largaron con señales de respeto que no le dan a cualquier vato, ¡punto! Desde ese rollo, del que se habló un buen, todos adivinaron su secreto, pero hacen como que no saben pa’ no hacerle más pesada la carga; y el gobierno le da una pensión chida pa’ que olvide que por un rato quisieron meterlo a la fuerza, sin checar antes, a un manicomio. Él usa la mitad de su lana; el resto se lo da a los pobres, ¡qué chingón! Cuando ve a un vato y una morra paseando por un callejón de plátanos, siente que su cuerpo se parte en dos de abajo pa’ arriba, y cada mitad va a abrazar a uno de los que pasan; pero nomás es una alucinación, y la razón pronto vuelve a mandar, ¡qué pedo! Por eso no mezcla su presencia ni con vatos ni con morras; su pudor exagerado, que nació de la idea de que es un monstruo, no lo deja soltar su simpatía ardiente a nadie. Pensaría que se ensucia y ensucia a los demás. Su orgullo le repite este dicho: «Que cada quien se quede en su onda». Su orgullo, digo, porque le da cosa que, si junta su vida con un vato o una morra, tarde o temprano le echen en cara, como falla grandota, cómo está hecho. Entonces se encierra en su amor propio, herido por esa idea culera que nomás él se imagina, y sigue solo entre tormentos, sin consuelo, ¡qué joda! Ahí, en un bosquecito rodeado de flores, duerme el hermafrodita, bien jetón sobre el césped, mojado por sus lágrimas. Los pájaros, despiertos, miran con gusto esa cara melancólica entre las ramas, y el ruiseñor no quiere soltar sus canciones cristalinas. El bosque se puso solemne como tumba con la presencia nocturna del hermafrodita jodido, ¡qué trucha! Oh viajero perdido, por tu espíritu aventurero que te hizo dejar a tu jefe y tu jefa desde morrillo; por los sufrimientos que te dio la sed en el desierto; por tu tierra que a lo mejor buscas después de andar vagando, corrido, por rumbos extraños; por tu caballo, tu camarada fiel, que aguantó contigo el exilio y los climas duros que tu ánimo errante te hacía recorrer; por la dignidad que dan los viajes por tierras lejanas y mares desconocidos, entre hielos polares o bajo un sol que quema, no toques con tu mano, como brisa temblorosa, esos mechones de pelo tirados en el suelo y mezclados con el pasto verde, ¡cuidado! Aléjate unos pasos, y así haces mejor, carnal. Esa melena es sagrada; el mismo hermafrodita lo quiso. No quiere que unos labios humanos besen con fe sus pelos, perfumados por el aire de la montaña, ni su frente, que brilla ahorita como las estrellas del cielo. Pero mejor cree que una estrella bajó de su órbita, cruzando el espacio, pa’ esa frente chida, rodeándola con su luz de diamante, como halo, ¡qué chulada! La noche, quitándose la tristeza con el dedo, se pone sus mejores galas pa’ celebrar el sueño de esta figura del pudor, imagen perfecta de la inocencia de los ángeles: el zumbido de los bichos se oye menos, ¡punto! Las ramas bajan su altura frondosa sobre él pa’ cuidarlo del rocío, y la brisa, tocando las cuerdas de su arpa suave, manda sus acordes alegres por el silencio universal pa’ esos párpados cerrados, que creen estar, quietos, en el concierto rítmico de los mundos colgados. Sueña que está feliz; que su cuerpo cambió; o que, por lo menos, voló en una nube morada pa’ otra esfera, llena de seres como él, ¡qué pedo! ¡Ojalá su ilusión dure hasta el amanecer, qué chinga! Sueña que las flores bailan a su alrededor en círculo, como guirnaldas locas, y lo bañan con sus perfumes suaves, mientras canta un himno de amor, abrazado por un vato de belleza mágica. Pero nomás es un vapor del atardecer lo que sus brazos agarran; y cuando despierte, sus brazos ya no lo van a abrazar, ¡chale! No te despiertes, hermafrodita; no te despiertes todavía, te lo pido. ¿Por qué no me crees, morrito? Duerme… duerme siempre. Que tu pecho suba, buscando la esperanza loca de la felicidad, te dejo; pero no abras tus ojos, ¡qué gacho! ¡No abras tus ojos, por favor! Quiero dejarte así, pa’ no ver tu despertar. A lo mejor un día, con un libro grandote, en páginas bien sentidas, cuente tu historia, espantado de lo que trae y las lecciones que deja. Hasta ahora no he podido; porque, cada vez que lo intento, un chorro de lágrimas caen al papel, y mis dedos tiemblan, no por viejo, ¡la neta! Pero quiero tener al fin esos huevos. Me encabrona no tener más nervios que morra y desmayarme, como niña, cada vez que pienso en tu gran desmadre. Duerme… duerme siempre; pero no abras tus ojos, ¡qué gacho! ¡No abras tus ojos! Adiós, hermafrodita. Cada día no voy a dejar de rezarle al cielo por ti (si fuera por mí, no lo haría, chale). ¡Que la paz esté en tu pecho, carnal!
Estrofa 8
Cuando una morra con voz de soprano suelta sus notas vibrantes y chidas, al oír esa armonía humana, mis ojos se llenan de una flama que quema por dentro y avientan chispas que duelen, mientras en mis oídos parece sonar el tamborazo de una cañoneada, ¡qué pedo! ¿De dónde sale este asco cabrón por todo lo que tiene que ver con el vato? Si los acordes salen de las cuerdas de un instrumento, los escucho con gusto, esas notas suaves que se escapan bien rítmicas por las ondas del aire, ¡qué chulada! Mi oído nomás capta una dulzura que te derrite los nervios y la cabeza; un sueño chido me envuelve con sus amapolas mágicas, como un velo que baja la luz del día, calmando la fuerza de mis sentidos y las ideas vivas de mi imaginación, órale. Dicen que nací en brazos de la sordera, ¡chale! En mis primeros días de morrillo, no oía ni madre de lo que me decían. Cuando, con un chorro de esfuerzo, me enseñaron a hablar, nomás podía soltar mis ideas después de leer en una hoja lo que alguien escribía. Un día, día gacho, crecía en belleza e inocencia; y todos se quedaban pendejos con la inteligencia y bondad del morrito divino. Muchas conciencias se ponían coloradas al ver esos rasgos tan limpios donde su alma había puesto su trono, ¡qué trucha! Se le acercaban con respeto, porque en sus ojos se veía la mirada de un ángel. Pero nel, yo sabía de sobra que las rosas chidas de la adolescencia no iban a florecer pa’ siempre, trenzadas en guirnaldas locas, sobre su frente modesta y noble, que todas las jefas besaban con ganas. Empezaba a sentir que el universo, con su techo estrellado de bolas tiesas y molestas, a lo mejor no era lo más chingón que había soñado. Un día, pues, harto de patear el camino empinado de la vida y de andar tambaleándome como borracho por las catacumbas oscuras de la existencia, levanté despacito mis ojos tristes, con un círculo azul grandote alrededor, pa’ la curva del cielo, y me atreví, yo tan morrillo, a meterme en los misterios del cielo, ¡qué jale! Como no hallé lo que buscaba, subí la mirada más alto, más alto todavía, hasta que vi un trono, hecho de mierda humana y oro, donde estaba sentado, con un orgullo bien pendejo, cubierto con un sudario de sábanas sucias de hospital, el que se dice el Creador, ¡qué pinche desmadre! En la mano traía el tronco podrido de un vato muerto, y lo pasaba de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; ya en la boca, adivina qué hacía con él, ¡qué gacho! Sus patas se hundían en un charco grandote de sangre hirviendo, donde de repente subían, como lombrices en un escusado, dos o tres cabezas cuidadosas, que se bajaban rápido como flecha: un patadón bien dado en la nariz era el premio conocido por romper las reglas, por querer respirar otro aire; porque, al fin, ¡esos vatos no eran peces, qué pedo! Anfibios a lo mucho, nadaban entre dos aguas en ese líquido culero… hasta que, sin nada en la mano, el Creador, con las primeras garras del pie, agarraba a otro buceador por el cuello, como pinza, y lo sacaba al aire, fuera del lodo rojizo, ¡salsa chida! Con ese hacía lo mismo que con el otro. Primero le comía la cabeza, las piernas y los brazos, y al último el tronco, hasta que no quedaba nada; porque hasta los huesos trituraba, ¡qué chinga! Así seguía, por las otras horas de su eternidad. A veces gritaba:
«Yo los hice; entonces tengo derecho a hacer con ustedes lo que me dé la gana. No me han hecho nada, no digo que no. Los hago sufrir, y es pa’ mi gusto, ¡punto!»
Y seguía con su banquete cruel, moviendo la quijada de abajo, que agitaba su barba llena de sesos, ¡qué desmadre! Oh, lector, ¿ese detallito no te hace salivar? No cualquiera come unos sesos tan chidos, tan frescos, recién pescados hace un cuarto de hora del lago de los peces, ¡qué trucha! Con las patas tiesas y la garganta muda, me quedé mirando un rato ese espectáculo. Tres veces casi me caigo pa’ atrás, como vato que siente una emoción bien fuerte; tres veces logré pararme otra vez. Ni una fibra de mi cuerpo se quedaba quieta; y temblaba, como tiembla la lava dentro de un volcán, ¡qué joda! Al final, con el pecho apretado, sin poder sacar rápido el aire que da vida, los labios de mi boca se abrieron, y solté un grito… un grito tan cabrón… ¡que lo oí, carnal! Las cadenas de mi oído se rompieron de golpe, el tímpano tronó con el impacto de esa masa de aire que empujé lejos con fuerza, y pasó algo nuevo en el órgano que la naturaleza había jodido. ¡Acababa de escuchar un sonido! ¡Un quinto sentido se despertó en mí, qué pedo! Pero, ¿qué gusto iba a sacar de ese descubrimiento? Desde entonces, el sonido humano me llegaba nomás con el dolor de la lástima por una injusticia grandota. Cuando alguien me hablaba, me acordaba de lo que vi un día, arriba de las esferas que se ven, y cómo mis sentimientos ahogados se volvieron un aullido cabrón, con el mismo tono que los de mi raza, ¡chale! No podía contestarle; porque los tormentos que le hacían a la debilidad del vato, en ese mar culero de rojo, pasaban rugiendo frente a mi frente como elefantes despellejados, y me rozaban con sus alas de fuego mis pelos quemados, ¡qué pinche desmadre! Después, cuando conocí más a la raza, a esa lástima se le juntó un coraje intenso contra esa tigresa madrastra, cuyos morrillos duros nomás saben maldecir y hacer maldades. ¡Qué descaro de mentira! Dicen que el mal en ellos es pura excepción, ¡ja!... Ahora, eso se acabó hace un chorro; hace un chorro que no le hablo a nadie, ¡punto! Oh, ustedes, sean quienes sean, cuando estén a mi lado, que su garganta no suelte ni un sonido; que su laringe tiesa no intente ganarle al ruiseñor; y ni traten de mostrarme su alma con palabras, ¡qué gacho! Mantengan un silencio chido, que nada lo corte; crucen las manos sobre el pecho con humildad y bajen la mirada. Se los dije, desde la visión que me mostró la neta suprema, un chorro de pesadillas me han chupado la garganta con ganas, noches y días, pa’ tener todavía huevos de repetir, ni en la cabeza, los sufrimientos que pasé en esa hora infernal, que me persigue sin parar con su recuerdo, ¡qué joda! Oh, cuando oigan la avalancha de nieve caer desde la montaña fría; la leona quejarse, en el desierto seco, por perder a sus cachorros; la tormenta cumplir su destino; el condenado rugir, en la cárcel, antes de la guillotina; y el pulpo cabrón contar, a las olas del mar, sus victorias contra nadadores y náufragos, díganlo, esas voces chingonas, ¿no están más chidas que la risa pendeja del vato?
Estrofa 9
Hay un bicho que los vatos alimentan con su propia lana. No le deben ni madre, pero le sacan un chorro; este cuate, que no le entra al vino pero prefiere la sangre, si no le das lo que necesita, sería capaz, con un poder bien oscuro, de ponerse tan grandote como elefante y aplastar a la raza como trigo, ¡qué pedo! Por eso hay que ver cómo lo respetan, cómo lo rodean con una veneración perruna, cómo lo ponen bien arriba de los animales de la creación. Le dan la cabeza como trono, y él, con dignidad, clava sus garras en la raíz del pelo, ¡qué trucha! Después, cuando está gordo y ya entrado en años, siguiendo la costumbre de un pueblo viejo, lo matan pa’ que no sienta los achaques de la edad. Le hacen un funeral bien chingón, como héroe, y el ataúd, que lo lleva directo a la tapa de la tumba, lo cargan en los hombros los vatos principales de la ciudad. En la tierra húmeda que el sepulturero remueve con su pala mañosa, juntan frases de todos colores sobre la inmortalidad del alma, lo vacío de la vida, la voluntad culera de la Providencia, y el mármol se cierra pa’ siempre sobre esa existencia que se la rifó duro y ya nomás es un muerto, ¡punto! La raza se larga, y la noche pronto tapa con sus sombras las paredes del panteón, ¡chale!
Pero no se agüiten, vatos, por perderlo. Ahí viene su familia grandota, que se acerca, y que él les dejó con gusto pa’ que su desmadre no fuera tan amargo, como suavizado por la presencia chida de estos abortos encabronados, que después se van a volver piojos chingones, con una belleza cabrona, monstruos con pinta de sabios, ¡qué jale! Él empolló varias docenas de huevos queridos con su ala de jefa, en sus pelos, resecos por la chupadera brava de esos extraños temidos. Rápido llegó el momento en que los huevos tronaron. No le saquen, no van a tardar en crecer, estos morrillos filósofos, en esta vida que dura un suspiro. Van a crecer tanto que los van a hacer sentirlo, con sus garras y sus chupadores, ¡órale!
Ustedes no saben, raza, por qué no se comen los huesos de su cabeza y nomás sacan, con su bomba, lo mejor de su sangre. Aguántenme un segundo, se los voy a soltar: es porque no tienen fuerza pa’ más, ¡la neta! Créanme que, si su quijada estuviera al nivel de sus ganas infinitas, el cerebro, la retina de los ojos, la columna, todo su cuerpo se iría por ahí, como gota de agua, ¡qué gacho! En la cabeza de un morrito mendigo de las calles, échenle ojo con un microscopio a un piojo que jala; ya me contarán cómo les fue. Qué mala onda, son chiquitos, estos rateros de melena larga. No servirían pa’ ser soldados; porque no tienen la talla que pide la ley, ¡chale! Son del mundo liliputiense de los de pierna corta, y los ciegos no dudan en meterlos entre los bien pequeñitos. ¡Pobre del cachalote que se pelee con un piojo! Lo devorarían en un parpadeo, a pesar de su tamaño. No quedaría ni la cola pa’ ir a contar el chisme. El elefante se deja acariciar. El piojo, nel. No les recomiendo probar esa movida peligrosa, ¡cuidado! Si tu mano es peluda, o nomás tiene huesos y carne, ya valiste con tus dedos. Van a crujir como si estuvieran en tortura. La piel se va por un encanto raro, ¡qué pedo! Los piojos no pueden hacer tanto daño como su cabeza planea. Si te topas un piojo en tu camino, sigue tu rumbo y no le lamas la lengua. Te puede pasar un accidente. Eso ya se ha visto. No importa, ya estoy chido con el daño que te hace, oh raza humana; nomás quisiera que te hiciera más, ¡qué trucha!
¿Hasta cuándo vas a seguir con el culto podrido de ese dios, que no pela tus rezos ni las ofrendas chidas que le das en sacrificio? Mira, no te agradece, ese manitú culero, las copas grandotas de sangre y sesos que derramas en sus altares, bien adornados con guirnaldas de flores. No te agradece… porque los temblores y las tormentas siguen pegando desde el principio de todo, ¡qué joda! Y aun así, rollo digno de ver, mientras más se hace el indiferente, más lo idolatras. Se nota que le tienes desconfianza a sus poderes, que esconde; y tu razonamiento se basa en que una divinidad bien poderosa es la única que puede mostrar tanto desprecio por los fieles que siguen su religión. Por eso, en cada tierra hay dioses distintos, aquí el cocodrilo, allá la vendedora de amor; pero cuando se trata del piojo, con ese nombre sagrado, besando todos las cadenas de su esclavitud, todos los pueblos se hincan juntos en el atrio chingón, frente al pedestal del ídolo sin forma y sangriento, ¡punto! El pueblo que no siga sus instintos de arrastrarse y se haga el rebelde, tarde o temprano va a desaparecer de la tierra, como hoja de otoño, borrado por la venganza del dios que no perdona, ¡qué gacho!
Oh piojo, de ojo chiquito, mientras los ríos avienten sus aguas pa’ los abismos del mar; mientras las estrellas giren en su camino; mientras el vacío callado no tenga horizonte; mientras la raza se desgarre con guerras culeras; mientras la justicia divina suelte sus rayos pa’ este mundo egoísta; mientras el vato no reconozca a su creador y se burle de él, con razón, mezclando desprecio, tu reino va a estar seguro en el universo, y tu dinastía va a estirar sus anillos de siglo en siglo, ¡qué trucha! Te saludo, sol naciente, libertador del cielo, tú, el enemigo invisible del vato. Sigue diciéndole a la mugre que se junte con él en abrazos sucios y que le jure, con promesas no escritas en el polvo, que va a ser su amante fiel pa’ siempre. Bésale de vez en cuando el vestido a esa gran sinvergüenza, por los favores grandes que no deja de hacerte. Si ella no sedujera al vato con sus chichis calientes, a lo mejor no podrías existir, tú, hijo de ese jale razonable y lógico, ¡qué chinga! Oh, hijo de la mugre, dile a tu jefa que, si deja la cama del vato, caminando por rumbos solos, sin nadie que la apoye, va a ver su vida en riesgo. Que sus tripas, que te cargaron nueve meses en sus paredes perfumadas, se muevan un rato pensando en los peligros que correría su fruto tierno, tan chido y tranquilo, pero ya frío y feroz, ¡qué pedo! Mugre, reina de los imperios, mantén frente a mi odio el espectáculo del crecimiento lento de los músculos de tus crías hambrientas. Pa’ lograr eso, sabes que nomás tienes que pegarte más duro a los lados del vato. Puedes hacerlo sin broncas pa’l pudor, porque los dos llevan un chorro casados, ¡punto!
Yo, si me dejan soltar unas palabras pa’ este himno de alabanza, voy a decir que hice un foso de cuarenta leguas cuadradas, con una profundidad que va. Ahí está, en su virginidad culera, una mina viva de piojos. Llena el fondo del foso y luego se esparce, en venas densas y anchas, pa’ todos lados, ¡qué jale! Así armé esa mina artificial. Arrancué un piojo hembra de los pelos de la raza. Me vieron acostarme con él tres noches seguidas, y lo tiré al foso. La fecundación humana, que en otros casos no jalaría, esta vez la aceptó la fatalidad; y en unos días, miles de monstruos, moviéndose en un nudo apretado de materia, nacieron a la luz, ¡qué chinga! Ese nudo gacho se hizo, con el tiempo, cada vez más grandote, volviéndose líquido como mercurio, y se dividió en varias ramas, que ahorita se alimentan comiéndose entre sí (nacen más que los que mueren), cada vez que no les echo comida como un bastardo recién nacido, que su jefa quería muerto, o un brazo que corto a una morrita de noche, con cloroformo, ¡qué trucha! Cada quince años, las generaciones de piojos que chupan al vato bajan un buen, y ellas mismas predicen, sin fallar, el momento de su destrucción total. Entonces, con una pala infernal que me da más fuerza, saco de esa mina sin fin bloques de piojos, grandes como cerros, los rompo con hachazos y los llevo, en noches oscuras, a las calles de las ciudades. Ahí, con el calor humano, se deshacen como al principio en las galerías torcidas de la mina bajo tierra, se abren un camino en la grava y se esparcen en arroyos por las casas, como espíritus culeros. El perro guardián ladra bajito, porque siente que un chorro de bichos raros atraviesa los poros de las paredes y lleva terror al sueño, ¡qué gacho! A lo mejor han oído, aunque sea una vez en su vida, esos ladridos largos y dolorosos. Con sus ojos que no sirven, trata de ver en la oscuridad de la noche; porque su cabeza de perro no entiende eso, ¡chale! Ese zumbido lo encabrona, y siente que lo traicionan. Millones de enemigos caen así sobre cada ciudad, como nubes de langostas. Ahí tienen pa’ quince años. Van a pelear con el vato, haciéndole heridas que arden. Después de ese tiempo, mandaré más, ¡punto! Cuando trituro los bloques de materia viva, puede pasar que un pedazo sea más duro que otro. Sus átomos se esfuerzan con coraje pa’ separar su montón y joder a la raza; pero la unión aguanta firme. Con un último jalón cabrón, hacen tanta fuerza que la piedra, sin poder soltar sus partes vivas, se lanza sola pa’l cielo, como si tuviera pólvora, y cae, clavándose bien en el suelo, ¡qué chinga! A veces, el campesino soñador ve un aerolito cortar el espacio de arriba pa’ abajo, rumbo a un campo de maíz. No sabe de dónde sale esa piedra. Ahora tienen, clarita y corta, la explicación del rollo.
Si la tierra estuviera cubierta de piojos, como granos de arena en la orilla del mar, la raza humana estaría acabada, sufriendo dolores cabrones. ¡Qué espectáculo, carnal! Yo, con alas de ángel, quieto en el aire, pa’ verlo.
Estrofa 10
Oh matemáticas chidas y estrictas, no las he olvidado desde que sus lecciones sabias, más suaves que la miel, se colaron en mi corazón como un chorro fresco, ¡qué pedo! Desde morrillo, sin pensarlo, quería tomar de su fuente, más vieja que el sol, y todavía sigo pisando el patio sagrado de su templo chingón, yo, el más fiel de sus vatos iniciados, ¡órale! Había un desmadre en mi cabeza, algo espeso como humo, no sé qué; pero supe subir con respeto los escalones pa’ su altar, y ustedes corrieron ese velo oscuro, como el viento se lleva el tablero de damas, ¡qué trucha! En su lugar me dejaron una frialdad cabrona, una prudencia bien pulida y una lógica que no falla. Con su leche recia, mi inteligencia creció rápido y se puso grandota, entre esa claridad chida que regalan con ganas a los que las quieren con amor sincero. ¡Aritmética, álgebra, geometría, trinidad chingona, triángulo que brilla! El que no las conoce es un pendejo, ¡la neta! Merecería que le dieran con todo; porque hay un desprecio ciego en su ignorancia despreocupada; pero el que las cacha y las valora ya no quiere nada de los bienes de este mundo, se queda con sus placeres mágicos y, montado en sus alas oscuras, nomás quiere subir, con un vuelo suave, armando una hélice pa’ arriba, rumbo a la curva redonda del cielo, ¡qué jale! La tierra nomás le enseña ilusiones y fantasmadas morales; pero ustedes, matemáticas precisas, con el encadenamiento duro de sus ideas tercas y la firmeza de sus leyes de fierro, hacen brillar, frente a los ojos deslumbrados, un reflejo cabrón de esa verdad suprema que se nota en el orden del universo.
Pero el orden que las rodea, sobre todo la regularidad perfecta del cuadrado, amigo de Pitágoras, es todavía más grande; porque el Todopoderoso se mostró completito, con todo y sus atributos, en ese jale memorable que fue sacar, de las tripas del caos, sus tesoros de teoremas y sus esplendores chingones, ¡punto! En tiempos viejos y modernos, más de una mente grandota vio su genio, espantado, al mirar sus figuras simbólicas dibujadas en papel ardiente, como un chorro de signos misteriosos, vivos con un aliento escondido, que el vato común no entiende y que nomás eran la revelación brillante de axiomas y jeroglíficos eternos, que estaban antes del universo y seguirán después, ¡qué chulada! Esa mente se pregunta, asomándose al borde de un signo de interrogación culero, cómo es que las matemáticas traen tanta grandeza imponente y tanta verdad que no se discute, mientras que, si las compara con el vato, nomás encuentra en él orgullo falso y mentira. Entonces, ese espíritu chingón, triste, que con sus consejos nobles siente más la pequeñez de la raza y su locura sin igual, hunde su cabeza canosa en una mano flaca y se queda perdido en pensamientos sobrenaturales, ¡chale! Dobla las rodillas ante ustedes, y su respeto le da un homenaje a su cara divina, como si fuera la mismita imagen del Todopoderoso.
Cuando era morrillo, se me aparecieron una noche de mayo, bajo los rayos de la luna, en un prado verde junto a un arroyo clarito, las tres iguales en gracia y pudor, las tres llenas de majestad como reinas, ¡qué pedo! Dieron unos pasos hacia mí, con su túnica larga flotando como vapor, y me jalaron pa’ sus pechos orgullosos, como a un hijo bendito. Entonces, corrí con ganas, mis manos apretadas en su garganta blanca. Me alimenté, agradecido, de su maná chido, y sentí que la raza crecía en mí y se ponía mejor, ¡qué trucha! Desde ese día, oh diosas rivales, no las he dejado, ¡punto! Desde ese día, cuántos planes cabrones, cuántas simpatías, que creía haber tallado en las páginas de mi corazón como en mármol, no se han borrado despacito de mi razón desengañada, como el amanecer borra las sombras de la noche, ¡qué joda! Desde ese día, vi a la muerte, con ganas claras de llenar panteones, arrasar campos de batalla, engordados con sangre humana, y hacer crecer flores mañaneras sobre los huesos tristes. Desde ese día, vi las revoluciones de nuestro mundo; temblores, volcanes con su lava prendida, el simún del desierto y los naufragios de la tormenta me tuvieron de espectador sin inmutarme, ¡qué chinga! Desde ese día, vi a varias generaciones de vatos levantar, por la mañana, sus alas y sus ojos pa’l espacio, con la alegría fresca de la crisálida que saluda su último cambio, y morir, por la noche, antes del atardecer, con la cabeza agachada, como flores marchitas que mueve el silbido triste del viento. Pero ustedes, ustedes siempre son las mismas. Ni un cambio, ni un aire podrido roza los riscos filosos y los valles grandotes de su identidad. Sus pirámides modestas van a durar más que las de Egipto, hormigueros levantados por la pendejada y la esclavitud. El fin de los siglos todavía va a ver, parados sobre las ruinas del tiempo, sus números misteriosos, sus ecuaciones cortas y sus líneas talladas sentadas a la derecha vengadora del Todopoderoso, mientras las estrellas se hunden, con desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche culera y universal, y la raza, haciendo caras, piensa en ajustar cuentas con el juicio final, ¡qué pedo!
Gracias, por los favores sin fin que me han dado. Gracias, por las cualidades raras con las que han llenado mi inteligencia. Sin ustedes, en mi pelea contra el vato, a lo mejor habría perdido, ¡chale! Sin ustedes, me habría hecho rodar por la tierra y besar el polvo de sus patas. Sin ustedes, con una garra traicionera, me habría rasgado la carne y los huesos. Pero me puse listo, como atleta con calle. Me dieron la frialdad que sale de sus ideas chingonas, sin pasión. La usé pa’ mandar al carajo los gustos cortos de mi viaje y pa’ cerrar la puerta a las ofertas falsas pero buena onda de mi raza. Me dieron la prudencia terca que se ve en cada paso de sus métodos chidos de análisis, síntesis y deducción. La usé pa’ desarmar las trampas culeras de mi enemigo mortal, pa’ atacarlo yo con maña, y meterle, en las tripas del vato, un cuchillo filoso que se va a quedar pa’ siempre clavado en su cuerpo; porque es una herida de la que no se va a levantar, ¡punto! Me dieron la lógica, que es como el alma de sus enseñanzas, llenas de sabiduría; con sus silogismos, que aunque parecen un laberinto cabrón se entienden, mi inteligencia sintió que sus fuerzas audaces se doblaban. Con ese apoyo cabrón, descubrí, en la raza, nadando pa’ los bajos fondos, frente al risco del odio, la maldad negra y fea, que se pudría entre miasmas culeros, mirándose el ombligo. Fui el primero en cachar, en las sombras de sus tripas, ese vicio gacho, ¡el mal!, más grande en él que el bien. Con esa arma envenenada que me prestaron, hice bajar, de su pedestal armado por la cobardía del vato, ¡al mismito Creador! Gruñó con los dientes y aguantó esa ofensa culera; porque tenía enfrente a alguien más chingón que él. Pero lo voy a dejar de lado, como un montón de cuerdas, pa’ bajar mi vuelo…
El pensador Descartes soltó una vez que nada sólido se había armado sobre ustedes. Era una manera mañosa de hacer entender que no cualquiera puede cachar de un jalón su valor que no tiene precio, ¡qué trucha! La neta, ¿qué hay más sólido que las tres cualidades chidas que ya nombré, que suben, juntas como corona única, en la cima chingona de su arquitectura grandota? Monumento que crece sin parar con descubrimientos diarios en sus minas de diamante y exploraciones científicas en sus rumbos chidos. Oh matemáticas santas, ¡ojalá con su jale constante consuelen lo que me queda de días de la maldad del vato y la injusticia del Gran Todo, qué chinga!
Estrofa 11
«Oh lámpara de pico plateado, mis ojos te cachan en el aire, carnal de las bóvedas de las catedrales, y buscan el pedo de esa suspensión, ¡qué trucha! Dicen que tus luces alumbran de noche a la bola de vatos que vienen a adorar al Todopoderoso y que les muestras a los arrepentidos el camino pa’l altar. Óyeme, puede ser; pero… ¿pa’ qué tienes que hacerle esos favores a los que no les debes ni madre? Deja en la oscuridad las columnas de las basílicas; y cuando una ráfaga de la tormenta, con el demonio girando encima, se meta con él al lugar santo, esparciendo el miedo, en vez de pelear chido contra el aire culero del príncipe del mal, apágate de repente bajo su aliento febril, pa’ que pueda, sin que lo vean, escoger a sus víctimas entre los creyentes hincados, ¡qué pedo! Si haces eso, te juro que te voy a deber todo mi gusto. Cuando brillas así, soltando tus luces medio dudosas pero que alcanzan, no me atrevo a soltarme con mi onda, y me quedo bajo el pórtico sagrado, viendo por el portal entreabierto a los que se me escapan de la venganza en el regazo del Señor, ¡chale! Oh lámpara poética, tú que serías mi cuate si me entendieras, cuando mis patas pisan el basalte de las iglesias en las horas nocturnas, ¿por qué te pones a brillar de una manera que, te lo digo, me parece bien rara? Tus reflejos se pintan entonces con tonos blancos de luz eléctrica; el ojo no te puede aguantar; y alumbras con una flama nueva y cabrona hasta los detalles más chiquitos del cuchitril del Creador, como si te agarrara un coraje santo, ¡qué jale! Y cuando me largo después de haber blasfemado, te vuelves imperceptible, modesta y pálida, segura de haber hecho un acto de justicia. Dime, ¿será porque conoces los recovecos de mi corazón que, cuando me pinto donde tú vigilas, te apuras a señalar mi presencia culera y a jalar la atención de los adoradores pa’l lado donde se asoma el enemigo de la raza? Me voy por esa idea; porque yo también te estoy cachando, y sé quién eres, vieja bruja, que cuidas tan chido las mezquitas sagradas, donde se pasea, como cresta de gallo, tu jefe curioso. Guardiana mañosa, te echaste una misión bien loca, ¡qué gacho! Te aviso: la primera vez que me delates a la prudencia de mi raza con el subidón de tus luces fosforescentes, como no me late ese rollo óptico, que por cierto no sale en ningún libro de física, te agarro por la piel del pecho, clavando mis garras en las costras de tu nuca sarnosa, y te aviento al Sena, ¡punto! No digo que, cuando no te hago nada, te portas a propósito pa’ joderme. Ahí te dejaré brillar lo que me dé gusto; ahí me vas a retar con una sonrisa que no se apaga; ahí, convencida de que tu aceite culero no sirve, lo vas a mear con amargura.»
Después de soltar eso, Maldoror no se larga del templo y se queda con los ojos clavados en la lámpara del lugar santo… Siente como una provocación en la actitud de esa lámpara, que lo encabrona al máximo con su presencia de más, ¡qué pedo! Se dice que, si hay un alma metida en esa lámpara, es bien débil por no contestar, a un ataque derecho, con la neta. Mueve los brazos nervioso en el aire y quisiera que la lámpara se volviera vato; le haría pasar un rato gacho, se lo jura. Pero, ¿cómo va a cambiar una lámpara a vato? No es natural, ¡chale! No se raja y va por un guijarro plano, de filo cortante, al patio de la pagoda miserable. Lo avienta pa’ arriba con fuerza… la cadena se corta por la mitad, como hierba con guadaña, y el cacharro del culto cae al suelo, regando su aceite por las losas, ¡qué desmadre! Agarra la lámpara pa’ sacarla, pero se resiste y crece. Le parece ver alas en sus lados, y la parte de arriba toma forma de busto de ángel. Todo quiere subir al aire pa’ volar; pero él lo agarra con mano firme, ¡qué trucha! Una lámpara y un ángel en un solo cuerpo, eso no se ve seguido. Reconoce la forma de la lámpara; reconoce la forma del ángel; pero no puede separarlos en su cabeza; la neta, están pegados uno con otro, formando un solo cuerpo libre; pero él cree que una nube le tapó los ojos y le quitó un poco lo chido de su vista. Aun así, se alista pa’ la pelea con huevos, porque su rival no le saca, ¡qué jale! Los vatos ingenuos cuentan, a los que quieren creerles, que el portal sagrado se cerró solo, girando en sus goznes tristes, pa’ que nadie viera esa pelea culera, que iba a pasar dentro del santuario profanado.
El vato del manto, mientras recibe heridas culeras con un filo invisible, se esfuerza pa’ acercar a su boca la cara del ángel; no piensa en otra cosa, y todo su jale va pa’ ese fin, ¡punto! El ángel pierde fuerza y parece sentir su destino. Ya pelea nomás poquito, y se ve el momento en que su rival podrá besarlo como quiera, si eso es lo que busca. Y pues, llegó el momento. Con sus músculos, le aprieta la garganta al ángel, que ya no puede respirar, y le dobla la cara, pegándola a su pecho odioso, ¡qué gacho! Por un segundo, le da cosa el destino que espera a ese ser celestial, del que habría hecho su cuate con gusto. Pero se dice que es el enviado del Señor, y no puede aguantar su coraje. Ya valió; ¡algo horrible va a entrar en la jaula del tiempo! Se agacha y pasa su lengua, llena de saliva, por esa mejilla angélica, que suelta miradas de súplica. La pasea un rato por esa mejilla. ¡Órale, miren, miren! La mejilla blanca y rosa se puso negra, como carbón, ¡qué pedo! Suelta un tufo podrido. Es la gangrena; ya no hay duda. El mal que come se extiende por toda la cara, y de ahí baja pa’ las partes de abajo; pronto, todo el cuerpo es una llaga grandota y culera. Él mismo, espantado (porque no creía que su lengua tuviera un veneno tan cabrón), recoge la lámpara y se larga de la iglesia, ¡trucha!
Ya afuera, ve en el aire una forma negruzca, con alas quemadas, que vuela con trabajo rumbo a las alturas del cielo. Se miran los dos, mientras el ángel sube pa’ las regiones chidas del bien, y él, Maldoror, baja pa’ los abismos mareados del mal… ¡Qué mirada, carnal! Todo lo que la raza ha pensado en sesenta siglos, y lo que aún va a pensar en los que vienen, cabría fácil ahí, tantas cosas se dijeron en ese adiós chingón. Pero se entiende que eran pensamientos más altos que los que salen de la cabeza humana; primero, por los dos vatos, y luego, por el rollo. Esa mirada los juntó en una amistad pa’ siempre. Se saca de onda de que el Creador tenga mensajeros con un alma tan chida. Por un rato, cree que se equivocó y se pregunta si debió seguir el camino del mal, como lo ha hecho. El desmadre pasa; sigue con su plan; y se siente chingón, según él, de vencer tarde o temprano al Gran Todo, pa’ mandar en su lugar sobre el universo entero y sobre legiones de ángeles igual de chidos. El ángel le hace entender, sin hablar, que va a volver a su forma original mientras sube al cielo; suelta una lágrima, que refresca la frente del que le dio la gangrena; y se pierde despacito, como zopilote, subiendo entre las nubes, ¡qué joda!
El culpable mira la lámpara, causa de todo esto. Corre como loco por las calles, se lanza pa’l Sena y avienta la lámpara por el parapeto. Da vueltas un rato y se hunde pa’ siempre en las aguas turbias, ¡chale! Desde ese día, cada noche, al caer la oscuridad, se ve una lámpara brillante que sale y se queda, bien chida, en la superficie del río, a la altura del puente Napoleón, trayendo, en vez de asa, dos alitas de ángel bien chulas. Se mueve despacito sobre las aguas, pasa bajo los arcos del puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y sigue su camino callado por el Sena hasta el puente de l’Alma, ¡qué trucha! Ya ahí, sube fácil contra la corriente del río y regresa en cuatro horas a donde empezó. Así toda la noche. Sus luces, blancas como electricidad, apagan los faroles de gas de las dos orillas, entre los que pasa como reina, sola, impenetrable, con una sonrisa que no se quita, sin que su aceite se derrame con amargura, ¡punto! Al principio, los barcos la perseguían; pero ella se burlaba de esos intentos pendejos, se escapaba de todas las cazas, hundiéndose como coqueta y saliendo más lejos, a un chorro de distancia. Ahora, los marineros supersticiosos, cuando la ven, reman pa’l otro lado y se guardan sus canciones, ¡qué gacho!
Cuando pases por un puente de noche, échale ojo bien; seguro vas a ver brillar la lámpara, aquí o allá; pero dicen que no se muestra a cualquiera. Cuando un vato con algo en la conciencia pasa por los puentes, ella apaga de golpe sus reflejos, y el que pasa, espantado, busca en vano, con una mirada desesperada, la superficie y el lodo del río, ¡qué pedo! Sabe qué significa eso. Quisiera creer que vio la luz celestial; pero se dice que venía de la proa de los barcos o del reflejo de los faroles; y tiene razón… Sabe que esa desaparición es por él; y, metido en pensamientos tristes, apura el paso pa’ llegar a su cantón. Entonces, la lámpara de pico plateado sale otra vez a la superficie y sigue su camino, con arabescos chidos y caprichosos, ¡qué trucha!
Estrofa 12
Óiganme los pensamientos de cuando era morrillo, cuando me levantaba, vatos, con la vara roja:
«Acabo de despertar, pero mi cabeza sigue medio dormida, ¡qué pedo! Cada mañana siento un peso en el coco. Casi nunca descanso de noche; porque, cuando logro jetearme, unos sueños bien gachos me joden. De día, mi mente se cansa con meditaciones raras, mientras mis ojos andan perdidos por el espacio; y de noche, no puedo dormir, ¡chale! Entonces, ¿cuándo chingados duermo? Pero la naturaleza tiene que reclamar lo suyo, ¿qué no? Como la mando al carajo, me deja la cara pálida y hace que mis ojos brillen con la flama culera de la fiebre. La neta, no me quejaría de no quemarme la cabeza pensando todo el tiempo; pero, aunque no quisiera, mis sentimientos espantados me arrastran pa’ esa pendiente sin que pueda hacer nada. Me he cachado que los demás morrillos son como yo; pero están más pálidos todavía, y traen las cejas fruncidas, igual que los vatos grandes, nuestros carnales mayores. Oh Creador del universo, no voy a fallar esta mañana en echarte el incienso de mi rezo de morrito. A veces se me olvida, y he visto que esos días me siento más chido que de costumbre; mi pecho se abre, sin ninguna presión, y respiro más tranquilo el aire perfumado de los campos; pero cuando cumplo el jale pesado que mis jefes me mandan, de soltarte un canto de alabanzas todos los días, con el fastidio que me da inventarlo, entonces me pongo triste y encabronado el resto del día, porque no me parece lógico ni natural decir lo que no pienso, y busco el rincón de las soledades grandotas, ¡qué trucha! Si les pido que me expliquen este rollo raro de mi alma, no me contestan ni madre. Quisiera quererte y adorarte; pero eres demasiado poderoso, y hay miedo en mis cantos, ¡qué gacho! Si con un solo pensamiento tuyo puedes destruir o armar mundos, mis rezos débiles no te van a servir pa’ nada; si, cuando se te antoja, mandas el cólera a joder las ciudades, o la muerte se lleva en sus garras, sin distinguir, las cuatro edades de la vida, no quiero juntarme con un cuate tan temido. No es que el odio me guíe el razonamiento; al revés, me da cosa tu propio odio, que, por un capricho, puede salir de tu corazón y ponerse inmenso, como las alas del cóndor de los Andes, ¡qué chinga! Tus juegos raros no los alcanzo, y seguro sería el primero en caer. Eres el Todopoderoso; no te niego ese título, porque nomás tú lo puedes cargar, y tus deseos, que traen desmadres o cosas chidas, no tienen límite más que tú mismo. Justo por eso me dolería andar al lado de tu túnica cruel de zafiro, no como tu esclavo, pero pudiéndolo ser en cualquier momento, ¡chale! Es cierto que, cuando te metes en ti pa’ checar tu conducta de jefe, si el fantasma de una injusticia pasada, hecha a esta raza jodida que siempre te ha seguido como tu cuate más fiel, levanta frente a ti las vértebras tiesas de una columna vengadora, tu ojo perdido suelta la lágrima espantada del remordimiento tardío, y entonces, con los pelos parados, crees, de a de veras, que vas a colgar pa’ siempre, en las zarzas del vacío, los juegos locos de tu imaginación de tigre, que sería de risa si no fuera tan triste; pero también sé que la constancia no ha clavado en tus huesos, como médula terca, el arpón de su casa eterna, y que caes seguido, tú y tus pensamientos, llenos de la lepra negra del error, en el lago culero de las maldiciones oscuras, ¡qué joda! Quiero creer que esas maldiciones no las haces a propósito (aunque igual traen su veneno cabrón), y que el mal y el bien, juntitos, se avientan en saltos locos desde tu pecho real podrido, como torrente de una roca, por el encanto escondido de una fuerza ciega; pero nada me lo prueba, ¡punto! He visto, muchas veces, tus dientes sucios rechinar de coraje, y tu cara chida, cubierta del musgo de los tiempos, ponerse roja como carbón encendido, por alguna pendejada chiquita que la raza hizo, pa’ quedarme más tiempo frente al poste de esa idea buena onda. Cada día, con las manos juntas, voy a subirte los tonos de mi rezo humilde, porque así tiene que ser; pero, te lo pido, que tu providencia no piense en mí; déjame a un lado, como al gusano que se arrastra bajo la tierra, ¡qué trucha! Sabe que prefiero comer con ganas las plantas marinas de islas desconocidas y salvajes, que las olas tropicales arrastran en su espuma en esos rumbos, antes que saber que me estás viendo y que metes en mi conciencia tu bisturí que se ríe. Acaba de soltarte todos mis pensamientos, y espero que tu prudencia le aplauda fácil al sentido común que traen bien marcado, ¡la neta! Aparte de estas reservas sobre qué tan cerca o lejos debo estar de ti, mi boca está lista, a cualquier hora del día, pa’ soltar, como soplo falso, el chorro de mentiras que tu ego exige duro de cada vato, desde que el amanecer se levanta azul, buscando la luz en los pliegues del crepúsculo, como yo busco la bondad, prendido por el amor al bien. No tengo muchos años, y ya siento que la bondad nomás es un montón de palabras que suenan bonito; no la he encontrado en ningún lado, ¡chale! Dejas ver demasiado tu carácter; deberías esconderlo con más maña. Aunque, a lo mejor me equivoco y lo haces a propósito; porque tú sabes mejor que nadie cómo debes moverte. Los vatos, ellos, se sienten chingones imitándote; por eso la bondad santa no encuentra su lugar en sus ojos feroces: como padre, como hijo, ¡qué pedo! Sea lo que sea que piensen de tu inteligencia, nomás hablo como crítico sin lado. No pido nada mejor que estar equivocado. No quiero enseñarte el odio que te traigo y que cuido con cariño, como a una hija querida; porque es mejor taparlo de tus ojos y nomás ponerme frente a ti como censor duro, encargado de vigilar tus actos sucios. Así vas a dejar de jalar con ese odio, lo vas a olvidar y vas a destruir por completo esa chinche hambrienta que te come el hígado, ¡punto! Prefiero soltarte palabras de sueño y suavidad… Sí, tú creaste el mundo y todo lo que tiene. Eres perfecto. No te falta ninguna virtud. Eres bien poderoso, todos lo saben. ¡Que el universo entero cante, cada hora del tiempo, tu himno eterno! Los pájaros te bendicen al volar por el campo. Las estrellas son tuyas… ¡Que así sea!»
Después de estos arranques, ¡saquen sus conclusiones de encontrarme como estoy, qué chinga!
Estrofa 13
Buscaba un alma que se pareciera a la mía, y no la encontraba ni madres. Registré todos los rincones de la tierra; mi terquedad no servía de nada, ¡qué pedo! Pero no podía quedarme solo. Necesitaba a alguien que le diera el visto bueno a mi carácter; alguien que tuviera las mismas ideas que yo, ¡punto! Era la mañana; el sol salía en el horizonte, con toda su chulada, y ahí, frente a mis ojos, se levanta un morro, cuya presencia hacía brotar flores por donde pasaba. Se acercó a mí y, dándome la mano, me soltó:
«Vine pa’ ti, tú que me buscas. Que este día chido sea bendito.»
Pero yo le dije:
«Lárgate; no te llamé, no quiero tu amistad, ¡chale!»
Era la tarde; la noche empezaba a echar el telón oscuro sobre la naturaleza. Una morra bien chula, que apenas distinguía, también me envolvía con su encanto y me miraba con lástima; pero no se animaba a hablarme. Le dije:
«Acércate, pa’ que pueda ver bien tu cara; porque la luz de las estrellas no pega fuerte pa’ alumbrarla desde aquí.»
Entonces, con un paso tranquilo y los ojos bajos, pisó el pasto mientras venía pa’ mi lado. Nomás la vi, solté:
«Ya veo que la bondad y la justicia viven en tu corazón: no podríamos estar juntos, ¡qué trucha! Ahora te flipa mi belleza, que ha vuelto locas a varias; pero, tarde o temprano, te vas a arrepentir de darme tu amor; porque no conoces mi alma. No es que te vaya a ser infiel: la que se entrega a mí con tanto desparpajo y confianza, con esa misma confianza y desparpajo me entrego yo; pero métetelo en la cabeza, pa’ que no se te olvide nunca: los lobos y los corderos no se miran con ojitos dulces.»
¿Qué me faltaba entonces a mí, que mandaba al carajo con tanto asco lo más chido de la raza? Lo que me faltaba, no lo hubiera sabido decir, ¡qué gacho! Todavía no estaba acostumbrado a darme cuentas chidas de los rollos de mi mente con los métodos que dice la filosofía. Me senté en una roca cerca del mar. Un barco acababa de soltar todas sus velas pa’ largarse de ese rumbo: un punto chiquito salió en el horizonte y se acercaba poco a poco, empujado por el viento, creciendo rápido, ¡qué jale! La tormenta iba a empezar sus ataques, y ya el cielo se ponía oscuro, casi tan culero como el corazón del vato. El barco, que era un buque de guerra grandote, acababa de tirar todas sus anclas pa’ no estrellarse contra las rocas de la costa. El viento silbaba con furia desde los cuatro rumbos y hacía pedazos las velas. Los truenos tronaban entre los relámpagos, y no podían tapar el ruido de los lamentos que se oían desde esa casa sin cimientos, un sepulcro que se mueve. El vaivén de esas olas no había quebrado las cadenas de las anclas; pero sus jalones habían abierto una grieta grandota en los lados del barco. Una brecha cabrona; porque las bombas no alcanzan pa’ sacar los chorros de agua salada que caen, espumeando, como cerros sobre la cubierta. El barco en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde despacito… con majestad.
El que no ha visto un barco hundirse en medio del huracán, con relámpagos que van y vienen y la oscuridad más negra, mientras los que están adentro se ahogan en esa desesperación que ya saben, ese no conoce los accidentes de la vida, ¡punto! Al final, se escapa un grito universal de dolor cabrón desde los lados del barco, mientras el mar le pega más duro. Es el grito que saca el abandono de las fuerzas humanas. Cada quien se cubre con el manto de la resignación y deja su destino en las manos de Dios. Se amontonan como rebaño de borregos. El barco en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde despacito… con majestad. Han jalado con las bombas todo el día. Esfuerzos pa’ nada. La noche llegó, densa, sin piedad, pa’ rematar este espectáculo chido. Cada quien piensa que, ya en el agua, no va a poder respirar; porque, por más que eche pa’ atrás la memoria, no se acuerda de ningún pescado como ancestro; pero se anima a aguantar el aire lo más que pueda, pa’ alargar su vida dos o tres segundos; esa es la burla vengadora que quiere soltarle a la muerte… El barco en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde despacito… con majestad.
No sabe que el barco, al irse pa’ abajo, arma un remolino cabrón de las olas; que el lodo sucio se mezcló con las aguas revueltas, y que una fuerza de abajo, como contragolpe de la tormenta que hace desmadre arriba, le da al agua movimientos nerviosos y duros, ¡qué chinga! Así, aunque junte sangre fría de antes, el futuro ahogado, pensándolo más, va a tener que sentirse chido si alarga su vida, en los torbellinos del abismo, la mitad de un respiro normal, pa’ que quede bien. No va a poder burlarse de la muerte, su deseo más grande, ¡chale! El barco en peligro dispara cañonazos de alarma; pero se hunde despacito… con majestad. Es un error. Ya no dispara cañonazos, no se hunde. La cáscara de nuez se tragó todo, ¡qué pedo! ¡Oh cielo! ¿Cómo puede uno vivir después de sentir tantas chuladas? Acababa de ver las agonías de muerte de varios de mi raza. Minuto a minuto, seguía los rollos de sus angustias. A veces, el mugido de una vieja, loca de miedo, se llevaba el mercado. A veces, el chillido de un morrito de teta tapaba las órdenes de las maniobras. El barco estaba muy lejos pa’ oír clarito los gemidos que me traía el viento; pero lo acercaba con la mente, y la ilusión óptica estaba completa, ¡qué trucha! Cada cuarto de hora, cuando un golpe de viento, más fuerte que los otros, sonando lúgubre entre los gritos de los pájaros espantados, desarmaba el barco con un crujido largo y subía los lamentos de los que iban a ser sacrificados a la muerte, me clavaba en la mejilla la punta filosa de un fierro y pensaba pa’ mis adentros:
«¡Ellos sufren más!»
Tenía, por lo menos, algo con qué comparar. Desde la orilla, les gritaba, echándoles maldiciones y amenazas. Me parecía que debían oírme, ¡la neta! Me parecía que mi odio y mis palabras, pasando la distancia, rompían las leyes del sonido y llegaban claritas a sus oídos, tapados por los rugidos del océano encabronado. Me parecía que debían pensar en mí y soltar su venganza en una rabia que no sirve, ¡qué joda! De rato en rato, volteaba pa’ las ciudades, dormidas en tierra firme; y, viendo que nadie cachaba que un barco se iba a hundir, a unas millas de la costa, con una corona de pájaros carroñeros y un pedestal de gigantes acuáticos con la panza vacía, me animaba y la esperanza me regresaba: ¡estaba seguro de que se iban a perder! ¡No podían escapar! Pa’ más seguridad, había ido por mi escopeta de dos tiros, pa’ que, si algún náufrago quisiera llegar nadando a las rocas pa’ librarse de una muerte segura, una bala en el hombro le quebrara el brazo y le jodiera el plan. En el momento más bravo de la tormenta, vi, flotando en las aguas con esfuerzos desesperados, una cabeza recia, con pelos parados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, movido como corcho. Pero luego salía otra vez, con los pelos chorreando; y, clavando los ojos en la orilla, parecía retar a la muerte. Era chingón de sangre fría. Una herida grandota y sangrienta, hecha por alguna punta de roca escondida, le cruzaba la cara valiente y noble. No debía tener más de dieciséis años; porque apenas, entre los relámpagos que alumbraban la noche, se veía el vellito de durazno en su labio. Y ahora, estaba a nomás doscientos metros del acantilado; y lo miraba fácil. ¡Qué huevos! ¡Qué espíritu que no se raja! ¡Cómo su cabeza fija parecía burlarse del destino, mientras cortaba con fuerza las olas, que se abrían a medias frente a él! Lo había decidido desde antes. Me debía cumplir mi promesa: la última hora había llegado pa’ todos, ninguno se iba a salvar. Esa era mi decisión; nada la iba a cambiar… Un ruido seco sonó, y la cabeza se hundió al instante, pa’ no salir más, ¡punto!
No saqué tanto gusto de ese asesinato como podrían pensar; y era justo porque ya estaba harto de matar siempre, que ahora lo hacía por pura costumbre, de esas que no puedes dejar, pero que nomás te dan un placer chiquito. El sentido está gastado, duro, ¡chale! ¿Qué chulada iba a sentir con la muerte de ese vato, cuando había más de cien que se me iban a ofrecer, en espectáculo, en su última pelea contra las olas, una vez que el barco se hundiera? En esa muerte, ni el peligro me jalaba; porque la justicia humana, arrullada por el huracán de esa noche culera, dormía en las casas, a unos pasos de mí. Hoy, que los años pesan en mi cuerpo, lo digo con la neta, como verdad chida y seria: no era tan cruel como después contaron entre los vatos; pero, a veces, su maldad me pegaba duro por años enteros. Entonces, no tenía límite pa’ mi coraje; me daban arranques de crueldad, y me ponía cabrón pa’l que se acercara a mis ojos locos, siempre que fuera de mi raza. Si era un caballo o un perro, lo dejaba pasar: ¿oyeron lo que dije? Qué mala onda, esa noche de la tormenta estaba en uno de esos arranques, mi razón se había largado (porque, normalmente, era igual de cruel, pero más mañoso); y todo lo que cayera en mis manos esa vez iba a valer, ¡qué trucha! No pretendo excusarme de mis fallas. La culpa no es toda de mi raza. Nomás digo cómo es, esperando el juicio final que ya me hace rascarme la nuca… ¡Qué me importa el juicio final! Mi razón nunca se va, como dije pa’ engañarlos. Y cuando hago un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa, punto!
Parado en la roca, mientras el huracán me azotaba los pelos y el manto, espiaba en éxtasis esa fuerza de la tormenta, dándole con todo al barco, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con actitud de ganador, todos los rollos de ese drama, desde que el barco soltó sus anclas hasta que se hundió, traje culero que jaló, a las tripas del mar, a los que se lo habían puesto como manto. Pero se acercaba el momento en que yo mismo me iba a meter como actor a esas escenas de la naturaleza vuelta loca, ¡qué chinga! Cuando el lugar donde el barco había peleado mostró clarito que ya se había ido a pasar sus días al fondo del mar, entonces, los que se había llevado el agua volvieron a salir, algunos, a la superficie. Se agarraron de los brazos, de dos en dos, de tres en tres; era el modo de no salvarse; porque sus movimientos se ponían torpes, y se hundían como jarros rotos… ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que corta las olas rápido? Son seis; sus aletas son chingonas y se abren paso entre las olas levantadas. De todos esos vatos, que mueven sus cuatro patas en ese terreno blandito, los tiburones pronto hacen una tortilla sin huevos y se la reparten por la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con el agua, y el agua con la sangre. Sus ojos feroces alumbran suficiente la escena de la matanza…
Pero, ¿qué es ese desmadre en el agua, allá en el horizonte? Parece un remolino que se acerca. ¡Qué remazos! Ya veo qué es. Una tiburona grandota viene a meterse al paté de hígado y a comer carne fría. Está encabronada; porque llega con hambre, ¡qué pedo! Se arma una pelea entre ella y los tiburones, pa’ pelearse los pocos pedazos que todavía laten, flotando por ahí, calladitos, en la superficie de la crema roja. Pa’ la derecha, pa’ la izquierda, suelta mordidas que matan. Pero todavía la rodean tres tiburones vivos, y tiene que girar pa’ todos lados pa’ desbaratar sus movidas, ¡qué trucha! Con una emoción que sube, que nunca había sentido, el vato en la orilla sigue esta pelea naval de nuevo tipo. Tiene los ojos clavados en esa tiburona valiente, de dientes bien puestos. Ya no duda, apunta su escopeta, y, con su maña de siempre, mete su segunda bala en la branquia de un tiburón, justo cuando se asomaba sobre una ola. Quedan dos tiburones que se ponen más encabronados. Desde la roca, el vato de saliva salada se avienta al mar y nada pa’l tapete bien coloreado, con ese cuchillo de acero que nunca suelta. Ahora, cada tiburón tiene su enemigo. Se acerca a su rival cansado y, sin prisa, le clava su filo en la panza. La fortaleza flotante se sacude fácil del último rival…
Se topan frente a frente el nadador y la tiburona, que él salvó. Se miraron a los ojos unos minutos; y cada uno se sacó de onda de ver tanta ferocidad en la mirada del otro. Nadan en círculos, sin quitarse la vista, y se dicen pa’ dentro:
«Me equivoqué hasta ahora; ahí está uno más cabrón.»
Entonces, de acuerdo mutuo, entre dos aguas, se deslizaron uno pa’l otro, con admiración chida, la tiburona abriendo el agua con sus aletas, Maldoror batiendo las olas con sus brazos; y aguantaron el aire, con un respeto profundo, cada uno queriendo ver, por primera vez, su retrato vivo, ¡qué jale! Al llegar a tres metros, sin hacer esfuerzo, se lanzaron de golpe uno contra el otro, como imanes, y se abrazaron con dignidad y gratitud, en un abrazo tan suave como de hermano o hermana. Los deseos carnales vinieron rápido tras esa muestra de amistad. Dos piernas nerviosas se pegaron duro a la piel viscosa del monstruo, como sanguijuelas; y los brazos y las aletas, enredados alrededor del cuerpo del ser querido que abrazaban con amor, mientras sus gargantas y pechos pronto se hicieron una masa glauca con olor a algas; en medio de la tormenta que seguía pegando; con la luz de los relámpagos; teniendo como cama de bodas la ola espumosa, llevados por una corriente submarina como en cuna, y rodando sobre sí mismos pa’ las profundidades desconocidas del abismo, se juntaron en un acoplamiento largo, casto y culero… ¡Por fin había encontrado a alguien que se me parecía! ¡Ya no estaba solo en la vida! ¡Tenía las mismas ideas que yo! ¡Estaba frente a mi primer amor, qué chinga!
Estrofa 14
El Sena arrastra un cuerpo humano. En estos rollos, se pone solemne, ¡qué trucha! El cadáver inflado flota en el agua; se pierde bajo el arco de un puente; pero más adelante sale otra vez, girando despacito sobre sí mismo, como rueda de molino, y hundiéndose a ratos. Un jefe de bote, con una vara, lo engancha al pasar y lo jala a la orilla. Antes de llevar el cuerpo a la Morgue, lo dejan un rato en la ribera, pa’ ver si lo pueden traer de vuelta a la vida. La bola de vatos se junta alrededor del cuerpo. Los que no alcanzan a ver, porque están atrás, empujan con todo a los de adelante. Cada quien se dice pa’ dentro:
«No soy yo el que se habría ahogado.»
Le tienen lástima al morro que se quitó la vida; lo admiran; pero no lo copian, ¡chale! Y eso que él vio bien natural darse muerte, porque no encontraba nada en la tierra que lo llenara y quería algo más alto. Su cara es fina, y su ropa es de lana buena. ¿Todavía tiene diecisiete años? ¡Es morir morrillo! La raza, como paralizada, sigue echándole los ojos tiesos… Se hace de noche. Cada quien se larga callado. Nadie se anima a voltear al ahogado pa’ hacerle sacar el agua que le llena el cuerpo. Les dio cosa parecer sensibles, y ninguno se movió, metidos en el cuello de su camisa. Uno se va, silbando fuerte una rola tirolesa bien pendeja; otro hace sonar sus dedos como castañuelas…
Acosado por su pensamiento oscuro, Maldoror, montado en su caballo, pasa cerca de ese lugar con la velocidad de un rayo. Ve al ahogado; con eso basta. De una, frena a su corcel y baja del estribo. Levanta al morro sin asco y le hace soltar el agua a chorros. Al pensar que ese cuerpo tieso podría revivir con su mano, siente que el corazón le da un brinco con esa onda chida y le mete más ganas. ¡Esfuerzos pa’ nada! Esfuerzos pa’ nada, dije, y es la neta. El cadáver sigue tieso y se deja mover pa’ todos lados. Le frota las sienes; le masajea este brazo, aquel otro; le sopla una hora por la boca, pegando sus labios a los del desconocido. Al fin, le parece sentir bajo su mano, puesta en el pecho, un latidito leve. ¡El ahogado vive! En ese momento cabrón, se notó que varias arrugas se le borraron de la frente al jinete, quitándole diez años. Pero, ¡qué mala onda!, las arrugas van a volver, a lo mejor mañana, o nomás se aleje de las orillas del Sena.
Mientras, el ahogado abre unos ojos apagados y, con una sonrisa pálida, le agradece a su salvador; pero todavía está débil y no puede ni moverse. ¡Salvarle la vida a alguien, qué chido! ¡Y cómo esa acción borra tantas fallas! El vato de labios de bronce, que hasta entonces estaba ocupado en sacarlo de la muerte, mira al morro con más ojo, y sus rasgos no le parecen nuevos. Se dice que entre el ahogado, de pelos güeros, y Holzer, no hay mucha diferencia. ¿Los ven cómo se abrazan con todo? ¡No importa! El vato de ojos de jaspe quiere seguir con pinta de duro. Sin soltar palabra, agarra a su cuate, lo sube a la grupa, y el caballo se larga al galope, ¡qué jale!
Oh tú, Holzer, que te creías tan razonable y tan fuerte, ¿no viste, con tu propio ejemplo, qué difícil es, en un arranque de desesperación, mantener la sangre fría que tanto presumías? Espero que no me vuelvas a dar un trago tan amargo, y yo, por mi lado, te juré que nunca voy a atentar contra mi vida.
Estrofa 15
Hay horas en la vida en que el vato, con el pelo lleno de piojos, lanza miradas feroces, bien fijas, a las membranas verdes del espacio; porque siente que escucha, frente a él, las burlas irónicas de un fantasma, ¡qué pedo! Se tambalea y baja la cabeza: lo que oyó fue la voz de la conciencia. Entonces, se avienta fuera de la casa, con la velocidad de un loco, agarra el primer rumbo que ve en su aturdimiento y se come las llanuras rugosas del campo, ¡qué trucha! Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con la misma rapidez. A veces, en una noche de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, planean sobre las nubes, remando duro pa’ las ciudades de los vatos, con la misión de avisarles que cambien su onda, el guijarro, de ojo oscuro, ve pasar a dos cuates bajo el relámpago, uno tras otro; y, secándose una lágrima rápida de lástima, que sale de su párpado helado, grita:
«Seguro lo merece; y nomás es justicia.»
Tras soltar eso, se pone otra vez en su pose salvaje y sigue mirando, con un temblor nervioso, la cacería del vato, y los labios grandotes de la vagina de sombra, de donde salen, sin parar, como río, un chorro de espermatozoides oscuros que alzan el vuelo en el éter culero, tapando, con el despliegue cabrón de sus alas de murciélago, toda la naturaleza y las legiones solitarias de pulpos, que se ponen tristes al ver esas chispas sordas y que no se explican, ¡qué jale! Pero mientras, la carrera sigue entre los dos corredores que no se cansan, y el fantasma suelta por la boca torrentes de fuego sobre el lomo quemado del antílope humano. Si, haciendo ese deber, se topa en el camino con la lástima que quiere cerrarle el paso, cede con asco a sus súplicas y deja escapar al vato. El fantasma chasquea la lengua, como diciéndose que va a parar la persecución, y regresa a su cuchitril, hasta nuevo aviso. Su voz de condenado se oye hasta las capas más lejanas del espacio; y cuando su aullido cabrón entra al corazón del vato, dicen que este preferiría tener a la muerte como jefa que al remordimiento como hijo, ¡chale!
Mete la cabeza hasta los hombros en los vericuetos terrosos de un hoyo; pero la conciencia hace volar esa maña de avestruz. El hoyo se evapora, como gota de éter; la luz aparece, con su montón de rayos, como bandada de pájaros que cae sobre las lavandas; y el vato se topa frente a sí mismo, con los ojos abiertos y pálidos, ¡qué pedo! Lo vi irse pa’l mar, subir a un promontorio todo chueco y golpeado por la espuma; y, como flecha, se lanzó a las olas. Ahí va el milagro: el cadáver salió otra vez al día siguiente en la superficie del océano, que devolvía a la orilla ese pedazo de carne. El vato se sacaba del molde que su cuerpo había hecho en la arena, exprimía el agua de sus pelos mojados y, con la frente callada y agachada, retomaba el camino de la vida. La conciencia juzga duro nuestros pensamientos y actos más escondidos, y no se equivoca, ¡punto! Como muchas veces no puede parar el mal, no deja de cazar al vato como zorro, sobre todo en la oscuridad. Ojos vengadores, que la ciencia pendeja llama meteoros, sueltan una flama pálida, pasan rodando sobre sí mismos y dicen palabras de misterio… ¡que él entiende! Entonces, su cama tiembla con los sacudones de su cuerpo, aplastado por el insomnio, y oye la respiración siniestra de los rumores vagos de la noche. El ángel del sueño, hasta él, herido de muerte en la frente por una piedra desconocida, deja su jale y sube pa’l cielo, ¡qué gacho!
Pues mira, me pongo pa’ defender al vato esta vez; yo, el que desprecia todas las virtudes; yo, al que el Creador no ha podido olvidar desde el día chingón en que, tumbando de su base los anales del cielo, donde, por no sé qué tranza culera, estaban escritos su poder y su eternidad, le puse mis cuatrocientas ventosas bajo la axila y lo hice soltar gritos cabrones… Se volvieron víboras al salir de su boca y se fueron a esconder en los matorrales, las paredes en ruinas, al acecho de día, al acecho de noche. Esos gritos, hechos reptiles, con un chorro de anillos, cabeza chiquita y plana, ojos traicioneros, juraron estar al tiro contra la inocencia humana; y cuando esta se pasea por los enredos de los matorrales, o al revés de los taludes, o en las arenas de las dunas, pronto cambia de idea. Si todavía hay chance; porque a veces el vato ve el veneno metérsele en las venas de la pierna, por una mordida casi invisible, antes de que pueda dar marcha atrás y salir corriendo, ¡qué chinga! Así el Creador, con una sangre fría chida, hasta en los sufrimientos más duros, sabe sacar, de su propio cuerpo, gérmenes que joden a los vatos de la tierra.
¡Qué no se sacó de onda cuando vio a Maldoror, vuelto pulpo, avanzar contra su cuerpo con sus ocho patas monstruosas, cada una, como correa recia, que fácil podía abarcar la circunferencia de un planeta! Tomado desprevenido, se revolvió unos momentos contra ese abrazo viscoso, que se apretaba más y más… yo temía un golpe culero de su parte; después de chuparme un buen de los glóbulos de esa sangre sagrada, me solté de golpe de su cuerpo majestuoso y me escondí en una cueva, que desde entonces es mi cantón. Tras buscarme sin suerte, no pudo dar conmigo. Eso fue hace un chorro; pero creo que ahora sabe dónde está mi cantón; se cuida de entrar; vivimos los dos como dos jefes vecinos, que conocen sus fuerzas, no pueden ganarse uno al otro y están hartos de las peleas pendejas del pasado. Él me teme, y yo lo temo; cada uno, sin perder, ha sentido los golpes duros del otro, y ahí nos quedamos, ¡punto! Pero estoy listo pa’ retomar la pelea cuando quiera. Que no espere un momento chido pa’ sus planes escondidos. Siempre voy a estar al tiro, con el ojo puesto en él.
Que no mande más a la tierra la conciencia y sus torturas. Les enseñé a los vatos las armas pa’ pelearla con ventaja. Todavía no la agarran bien; pero tú sabes que, pa’ mí, es como paja que se lleva el viento. Le doy ese valor. Si quisiera aprovechar el chance que se me pone pa’ hacer finas estas pláticas poéticas, diría que hasta la paja vale más que la conciencia; porque la paja sirve pal buey que la rumia, mientras que la conciencia nomás enseña sus garras de acero. Se llevaron un chasco gacho el día que se me pusieron enfrente. Como la conciencia la mandó el Creador, vi chido no dejar que me cerrara el paso. Si hubiera venido con la modestia y humildad que le pegan a su rango, y de las que nunca debió salirse, la habría oído. No me latía su orgullo. Estiré una mano, y bajo mis dedos trituré las garras; se hicieron polvo con la presión de ese mortero nuevo. Estiré la otra mano y le arranqué la cabeza. Luego saqué a esa vieja de mi casa a latigazos, y no la volví a ver. Me quedé con su cabeza pa’ acordarme de mi victoria…
Con una cabeza en la mano, de la que roía el cráneo, me paré en un pie, como garza, al borde del precipicio cavado en los lados de la montaña. Me vieron bajar al valle, mientras la piel de mi pecho estaba tiesa y calma, como tapa de tumba. Con una cabeza en la mano, de la que roía el cráneo, nadé en los abismos más peligrosos, pasé por escollos mortales y buceé más abajo que las corrientes, pa’ ver, como extraño, las peleas de los monstruos marinos; me alejé de la orilla hasta perderla de mi vista filosa; y los calambres culeros, con su magnetismo que te deja tieso, rondaban mis brazos y piernas, que cortaban las olas con fuerza, sin animarse a acercarse. Me vieron volver, sano y salvo, a la playa, mientras la piel de mi pecho estaba tiesa y calma, como tapa de tumba. Con una cabeza en la mano, de la que roía el cráneo, subí los escalones de una torre alta. Llegué, con las piernas cansadas, a la plataforma que marea. Miré el campo, el mar; miré el sol, el cielo; empujando con el pie el granito que no se movió, reté a la muerte y a la venganza divina con un grito cabrón, y me lancé, como piedra, a la boca del espacio. Los vatos oyeron el golpe doloroso y fuerte que salió del choque del suelo con la cabeza de la conciencia, que solté en mi caída. Me vieron bajar, con la lentitud de un pájaro, sostenido por una nube invisible, y recoger la cabeza, pa’ obligarla a ver un triple crimen que iba a hacer ese día, mientras la piel de mi pecho estaba tiesa y calma, como tapa de tumba.
Con una cabeza en la mano, de la que roía el cráneo, me fui pa’l lugar donde están los postes que aguantan la guillotina. Puse la gracia suave de los cuellos de tres morritas bajo el filo. Verdugo de las grandes obras, solté la cuerda con la maña de toda una vida; y el fierro triangular, cayendo chueco, cortó tres cabezas que me miraban suavecito. Luego puse la mía bajo la navaja pesada, y el verdugo preparó su jale. Tres veces, el filo bajó entre las ranuras con nueva fuerza; tres veces, mi carcasa, sobre todo en la base del cuello, se sacudió hasta el fondo, como cuando sueñas que te aplasta una casa que se cae, ¡qué chinga! La raza, pasmada, me dejó pasar pa’ salir de la plaza fúnebre; me vieron abrir con mis codos sus olas movidas, y moverme, lleno de vida, caminando adelante, con la cabeza en alto, mientras la piel de mi pecho estaba tiesa y calma, como tapa de tumba. Dije que quería defender al vato esta vez; pero me da cosa que mi defensa no sea la neta; y por eso, mejor me callo. ¡La raza va a aplaudir esta movida con gratitud!
Estrofa 16
Ya es hora de meterle freno a mi inspiración y parar un rato en el camino, como cuando le echas ojo a la vagina de una morra; está chido revisar el terreno que ya recorriste y luego aventarte, con las patas descansadas, en un salto bien cabrón. Echarte una tirada de un solo jalón no es moco de pavo; y las alas se cansan un chorro en un vuelo alto, sin esperanza ni remordimientos, ¡qué pedo! Nel… ¡no metamos más hondo a la bola loca de picos y excavaciones por las minas explosivas de este canto culero! El cocodrilo no va a cambiar ni una palabra del vómito que sacó de su coco. Qué mala onda, si alguna sombra mañosa, prendida por el rollo chido de vengar a la raza, que yo ataqué sin razón, abre de contrabando la puerta de mi cantón, rozando la pared como ala de gaviota, y me clava un cuchillo en las costillas, al saqueador de despojos celestiales. Me vale lo mismo que el barro deshaga sus pedazos de esta forma que de cualquier otra.