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Los Corridos de Maldoror (Español mexicano - Sexto Corrido)

Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)

Sexto Corrido

Estrofa 1

Ustedes, cuya calma chida no hace más que ponerle bonito a la cara, no piensen que voy a seguir echando, en estrofas de catorce o quince líneas como morrillo de secundaria, gritos que van a sonar fuera de lugar y cacareos raros de gallina cochinchina, tan culeros como uno se los podría imaginar si se pusiera a pensarle tantito; mejor hay que probar con hechos las ideas que uno suelta. ¿Entonces van a decir que, nomás porque insulté, como jugando, al vato, al Creador y a mí mismo en mis exageraciones explicables, ya terminé mi jale? Nel: la parte más chida de mi trabajo sigue ahí, como pedo que falta por hacer, ¡punto!

De ahora en adelante, los hilos de la novela van a mover a los tres vatos que ya nombré: así van a agarrar una fuerza menos abstracta. La vida va a correr chingón en el torrente de sus venas, y van a ver cómo hasta ustedes se sacan de onda al topar, donde primero nomás vieron entes vagos del rollo de la pura especulación, por un lado, el cuerpo con sus ramitas de nervios y sus membranas babosas, y por el otro, el espíritu que manda en las funciones de la carne. Son vatos con una vida cabrona que, con los brazos cruzados y el pecho quieto, van a posar bien prosaicos (pero estoy seguro que el efecto va a ser bien poético) frente a su cara, parados a unos pasos nomás, pa’ que los rayos del sol, pegando primero en las tejas de los tejados y las tapas de las chimeneas, luego se reflejen clarito en sus pelos terrestres y materiales.

Pero ya no van a ser maldiciones, de esas que dan risa; personalidades inventadas que mejor se hubieran quedado en la cabeza del autor; o pesadillas puestas muy arriba de la vida normal. Fíjense que, por eso mismo, mi poesía va a estar más chida. Van a tocar con sus manos las ramas que suben de la aorta y las cápsulas suprarrenales; ¡y luego los sentimientos! Los cinco primeros corridos no fueron pa’ nada; eran el portón de mi obra, la base del edificio, la explicación previa de mi poética pa’l futuro: y me debía a mí mismo, antes de cerrar mi maleta y arrancar pa’ las tierras de la imaginación, avisarles a los cuates sinceros que quieren la literatura, con un esbozo rápido de una generalización clara y precisa, el propósito que me eché pa’ perseguir.

Entonces, mi opinión es que, ahora, la parte sintética de mi jale está completa y bien explicada. Por ella cacharon que me propuse atacar al vato y al Que lo creó. Por ahora y pa’ después, ¡no necesitan saber más! Nuevas ideas me parecen de sobra, porque nomás repetirían, con otra forma, más grande, sí, pero igualita, el planteamiento de la tesis que hoy va a ver su primer desenredo.

De lo que dije antes sale que mi plan es arrancar, de ahora en adelante, la parte analítica; es tan neta que hace unos minutos nomás solté el deseo cabrón de que estuvieran atrapados en las glándulas sudorosas de mi piel, pa’ checar la lealtad de lo que digo, sabiendo de qué va. Sé que hay que respaldar con un chorro de pruebas el argumento que traigo en mi teorema; pos esas pruebas existen, ¡y ustedes saben que no me lanzo contra nadie sin motivos chidos!

Me río a carcajadas cuando pienso que me echan en cara soltar acusaciones amargas contra la humanidad, de la que soy parte (¡esa sola onda me da la razón!) y contra la Providencia: no voy a echar pa’ atrás mis palabras; pero, contando lo que voy a ver, no va a ser difícil, sin otra ambición que la neta, justificarlas. Hoy voy a armar una novelita de treinta páginas; esa medida va a quedarse más o menos fija pa’l rato.

Esperando ver pronto, un día u otro, que mis teorías sean consagradas por alguna forma literaria, creo que al fin encontré, después de unos tanteos, mi fórmula definitiva. ¡Es la mejor: porque es la novela! Este prefacio medio raro se soltó de una manera que a lo mejor no va a parecer muy natural, porque sorprende, como quien dice, al lector, que no cacha bien pa’ dónde lo quieren llevar al principio; pero ese sentimiento de sacada de onda chida, del que normalmente hay que cuidar a los que pasan su tiempo leyendo libros o panfletos, hice todo mi jale pa’ provocarlo. La neta, no podía hacer menos, a pesar de mi buena onda: nomás después, cuando salgan unas novelas, van a cachar mejor el prefacio del renegado, con cara fuliginosa.


Estrofa 2

Antes de entrarle al grano, me parece pendejo que tenga que (sé que no todos van a estar conmigo, si la riego) poner a mi lado un tintero abierto y unos pliegos de papel sin morder, ¡qué pedo! Así voy a poder arrancar, con amor, con este sexto corrido, la racha de poemas chidos que me urge sacar. ¡Episodios cabrones de una utilidad que no perdona!

Nuestro héroe se dio cuenta que, al andar en cuevas y escondiéndose en lugares culeros pa’l acceso, se pasaba las reglas de la lógica por los huevos y caía en un círculo vicioso. Porque, por un lado, así le daba chance a su asco por los vatos, con la paga de la soledad y el alejamiento, y se encerraba pasivo en su horizonte chiquito, entre arbustos enanos, espinas y lambruscos; pero, por el otro, su actividad ya no encontraba comida pa’l minotauro de sus instintos culeros. Entonces, decidió acercarse a las zonas donde se junta la raza, seguro de que entre tantas víctimas listas, sus pasiones variadas iban a encontrar un chorro pa’ satisfacerse.

Sabía que la tira, ese escudo de la civilización, lo buscaba con ganas desde hace un chorro de años, y que un ejército entero de agentes y soplones estaba siempre tras sus pasos. Pero ni madres lo topaban. Su habilidad chingona despistaba, con un estilo cabrón, las trampas más seguras pa’l éxito y el plan más pensado. Tenía un don especial pa’ ponerse formas que ni los ojos curtidos cachaban. ¡Disfrazados chidos, si hablo como artista! Ropas de efecto bien pinche, cuando pienso en la moral.

Por ahí, casi rozaba el genio. ¿No han visto la gracia de un grillo chulo, moviéndose trucha, en las coladeras de París? Nomás hay uno así: ¡era Maldoror! Magnetizando las capitales bien prendidas, con un fluido culero, las llevaba a un estado letárgico donde no podían cuidarse como debían. Una onda más peligrosa porque nadie la sospechaba. Hoy está en Madrid; mañana va a estar en San Petersburgo; ayer andaba en Pekín.

Pero, decir exacto dónde están ahorita los desmadres de este Rocambole poético, que llenan de miedo, es un jale que rebasa las fuerzas de mi razonamiento denso. Este bandido a lo mejor está a setecientas leguas de este país; o a lo mejor, a unos pasos de ustedes. No es fácil hacer que los vatos se mueran del todo, y las leyes están ahí; pero, con paciencia, uno puede ir exterminando, una por una, a las hormigas humanitarias.

Desde los días de mi nacimiento, cuando vivía con los primeros abuelos de nuestra raza, todavía verde en el jale de mis trampas; desde los tiempos lejanos, más allá de la historia, cuando, en metamorfosis chidas, arrasaba, en diferentes épocas, las tierras del globo con conquistas y carnicerías, y esparcía la guerra civil entre los ciudadanos, ¿no he aplastado ya bajo mis talones, pedazo por pedazo o en bola, generaciones enteras, cuyo número cabrón no sería difícil de imaginar? El pasado chingón le hizo promesas brillantes al futuro: ¡las va a cumplir!

Pa’l rastrilleo de mis frases, voy a usar de fuerza la onda natural, retrocediendo hasta los salvajes, pa’ que me den clases. Gentlemen simples y chidos, su boca chula le da nobleza a todo lo que sale de sus labios tatuados. Acabo de probar que nada es pa’ reírse en este planeta. Planeta cómico, pero chingón. Agarrando un estilo que algunos van a ver ingenuo (¡cuando es bien hondo!), lo voy a usar pa’ interpretar ideas que, qué gacho, a lo mejor no van a parecer grandiosas.

Por eso mismo, quitándome las poses ligeras y dudosas de la plática normal, y, con cuidado pa’ no meter… ya no sé qué quería decir, porque no me acuerdo del arranque de la frase. Pero sepan que la poesía está donde no anda la sonrisa pendeja y burlona del vato con cara de pato, ¡punto!

Primero me voy a sonar los mocos, porque lo necesito; y luego, con la ayuda chida de mi mano, voy a agarrar otra vez el portaplumas que mis dedos soltaron. ¿Cómo chingados pudo el puente del Carrousel mantener su neutralidad tranqui, cuando oyó los gritos desgarradores que parecía soltar el saco?


Estrofa 3

Novela 1 — I

Las tienditas de la calle Vivienne presumen sus riquezas pa’ los ojos flipados, ¡qué pedo! Alumbradas por un chorro de mecheros de gas, las cajitas de caoba y los relojes de oro tiran por las vitrinas rayos de luz que encandilan. Las ocho ya sonaron en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde, cabrón! Apenas se oyó el último golpe del martillo, y la calle, la que ya nombré, empieza a temblar, sacudiendo sus cimientos desde la plaza Real hasta el bulevar Montmartre.

Los vatos que pasean apuran el paso, y se meten pensativos a sus cantones. Una morra se desmaya y cae al asfalto. Nadie la levanta: todos quieren largarse rápido de ese lugar. Las persianas se cierran con ganas, y la raza se hunde en sus cobijas. Parece que la peste asiática se dejó venir. Así, mientras la mayoría de la ciudad se alista pa’ nadar en las fiestas nocturnas, la calle Vivienne se queda helada de repente, como petrificada. Como corazón que deja de querer, su vida se apagó.

Pero pronto, la noticia del rollo se riega entre los demás vatos de la población, y un silencio culero se posa sobre la capital chida. ¿Dónde chingados están los mecheros de gas? ¿Qué pasó con las morras que venden amor? Nada… ¡soledad y oscuridad! Un búho, volando en línea recta con una pata quebrada, pasa sobre la Madeleine, y se lanza pa’ la barrera del Trono, gritando:

«Se está armando un desmadre.»

En ese lugar que mi pluma (ese cuate chido que me echa la mano) acaba de volver misterioso, si miras pa’l lado donde la calle Colbert se junta con la Vivienne, vas a ver, en la esquina que hacen esas dos calles, una silueta que se asoma, y camina ligero pa’ los bulevares. Pero si te acercas más, sin que el vato te pesque, te das cuenta, con un asombro chido, ¡que es joven! De lejos, la neta, lo habrías tomado por un vato maduro. Los días ya no cuentan cuando se trata de cachar la capacidad mental de una cara seria.

Yo sé leer la edad en las líneas de la frente: ¡tiene dieciséis años y cuatro meses! Es chulo como la retractilidad de las garras de las aves rapaces; o como la incertidumbre de los músculos en las heridas de las partes blandas del cuello por atrás; o más bien, como esa trampa pa’ ratas eterna, siempre lista por el bicho atrapado, que puede agarrar roedores sin fin y jalar aunque esté escondida bajo la paja; ¡y sobre todo, como el encuentro casual en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas!

Mervyn, ese hijo de la Inglaterra güera, acaba de tomar una clase de esgrima con su profe, y, envuelto en su tartán escocés, va de regreso al cantón de sus jefes. Son las ocho y media, y espera llegar a las nueve: de su parte, es bien presumido fingir que sabe qué va a pasar. ¿No puede algún pedo inesperado cruzársele en el camino? Y esa onda, ¿sería tan rara pa’ que la tome como excepción? ¿Por qué no ve como algo raro el chance que ha tenido hasta ahora de sentirse sin broncas y casi feliz?

¿Con qué pinche derecho cree que va a llegar entero a su cantón, cuando alguien lo acecha y lo sigue por atrás como su presa pa’l futuro? (Sería no cachar mi jale de escritor de sensaciones si no metiera, al menos, estas preguntas chidas antes de la frase que estoy por terminar.) ¡Ya reconocieron al héroe imaginario que, desde hace un chorro, quiebra con la presión de su onda mi pobre cabeza!

A ratos Maldoror se acerca a Mervyn, pa’ grabarse en la memoria las pintas de este morrillo; a ratos, con el cuerpo echado pa’ atrás, retrocede como bumerán de Australia en su segunda fase, o más bien, como máquina infernal. Sin decidirse qué hacer. Pero su conciencia no siente ni un síntoma de emoción, ni la más chiquita, como podrían pensar mal. Lo vi alejarse un rato pa’l otro lado; ¿lo tenía jodido el remordimiento? Pero volvió con más ganas.

Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten cabrón, y apura el paso, obsesionado por un miedo que él y ustedes buscan en vano de dónde sale. Hay que darle crédito por su jale pa’ descifrar el enigma. ¿Por qué no se da la vuelta? Todo lo cacharía. ¿Nunca piensan en las formas más simples de parar un rollo que alarma?

Cuando un vato de las orillas cruza un suburbio, con un trago de vino blanco en la garganta y la blusa hecha jirones, si en la esquina de un poste ve un gato viejo y musculoso, de los tiempos de las revoluciones que vieron nuestros jefes, mirando melancólico los rayos de la luna que caen en la llanura dormida, se acerca chueco en curva, y le hace una señal a un perro sarnoso, que se lanza. El animal chido de raza felina espera valiente a su rival, y pelea caro por su vida. Mañana un trapero comprará una piel electrificable. ¿Por qué no se pelaba, pues? Era tan fácil.

Pero en este caso que nos trae ahorita, Mervyn complica más el peligro con su propia ignorancia. Tiene como unos destellos, bien raros, es cierto, que no voy a detenerme a explicar lo vagos que son; pero le es imposible cachar la neta. No es profeta, no digo lo contrario, y no se siente con ese don.

Al llegar a la arteria grande, gira a la derecha y cruza el bulevar Poissonnière y el Bonne-Nouvelle. En este punto de su camino, entra a la calle del faubourg Saint-Denis, deja atrás la estación del tren de Estrasburgo, y se para frente a un portal alto, antes de llegar al cruce perpendicular con la calle Lafayette. Ya que me dicen que termine aquí la primera estrofa, por esta vez, órale, les hago caso.

¿Saben que, cuando pienso en el anillo de fierro escondido bajo la piedra por la mano de un maniático, un escalofrío cabrón me recorre los pelos?


Estrofa 4

Novela 2 — II

Jala el botón de cobre, y el portón del hotel moderno gira en sus bisagras, ¡qué pedo! Cruza el patio, lleno de arena fina, y sube los ocho escalones del porche. Las dos estatuas, puestas a la derecha y a la izquierda como las guardianas de esta villa chida, no le cierran el paso. El que renegó de todo, jefe, jefa, Providencia, amor, ideal, pa’ pensar nomás en él, se cuidó bien de no seguir las huellas que iban adelante.

Lo vio entrar a un salón grandote en la planta baja, con paredes de cornalina. El hijo de familia se avienta al sofá, y la emoción lo deja mudo. Su jefa, con un vestido largo que arrastra, se apura alrededor de él, y lo envuelve con los brazos. Sus carnales, más chicos que él, se amontonan alrededor del mueble, cargado con un bulto; no cachan la vida lo suficiente pa’ hacerse una idea clara del desmadre que pasa. Al final, el jefe levanta su bastón, y baja una mirada bien autoritaria sobre los que están ahí.

Apoyando la muñeca en los brazos del sillón, se levanta de su asiento de siempre, y avanza, con preocupación, aunque los años lo tengan débil, hacia el cuerpo tieso de su primogénito. Habla en una lengua extranjera, y todos lo oyen con un respeto chido:

«¿Quién chingados dejó al morrillo así? El Támesis brumoso va a arrastrar un chorro de lodo antes de que mis fuerzas se me acaben del todo. No parece que haya leyes pa’ cuidar en esta tierra culera. Si supiera quién fue el culpable, iba a sentir mi brazo. Aunque ya me retiré, lejos de las batallas en el mar, mi espada de comodoro, colgada en la pared, no está oxidada. Además, es fácil volver a afilarla. Mervyn, cálmate, voy a dar órdenes a mis criados pa’ que rastreen al vato que, de ahora en adelante, voy a buscar pa’ matarlo con mis propias manos. Mujer, quítate de ahí, y ve a acurrucarte en un rincón; tus ojos me ablandan, y mejor cierra el chorro de tus lágrimas. Hijo, te lo pido, despierta tus sentidos, y reconoce a tu familia; es tu jefe el que te habla…»

La jefa se queda a un lado, y, pa’ seguir las órdenes de su señor, agarra un libro entre las manos, y se esfuerza por quedarse tranqui frente al peligro que corre el que salió de su panza.

«… Morrillos, vayan a jugar al parque, y cuidado, mientras miran nadar a los cisnes, de no caerse al agua…»

Los carnales, con las manos colgando, se quedan callados; todos, con una gorra con pluma arrancada del ala de un chotacabras de Carolina, pantalones de terciopelo hasta las rodillas y medias rojas de seda, se agarran de la mano, y se largan del salón, pisando el suelo de ébano nomás con las puntas de los pies. Seguro que no van a jugar, y van a caminar serios por las alamedas de plátanos. Su cabeza es precoz. Qué chido pa’ ellos.

«… Cuidados pa’ nada, te tengo en mis brazos, y no haces caso a mis súplicas. ¿Querrías levantar la cabeza? Besaré tus rodillas, si hace falta. Pero no… cae tiesa otra vez.»

— «Mi dulce jefe, si le das chance a tu esclava, voy por un frasco con esencia de trementina a mi cuarto, que uso cuando la migraña me pega en las sienes, después de volver del teatro, o cuando leer una historia chida de los anales británicos de nuestros antepasados caballeros me pone la mente soñadora en los pantanos del sueño.»

— «Mujer, no te di la palabra, y no tenías derecho a tomarla. Desde que nos casamos bien, ningún pedo se ha metido entre nosotros. Estoy chido contigo, nunca he tenido quejas pa’ ti: ni tú pa’ mí. Ve por el frasco con esencia de trementina a tu cuarto. Sé que hay uno en los cajones de tu cómoda, y no me lo vas a enseñar. Apúrate a subir los escalones de la escalera en espiral, y regresa con cara de contenta.»

Pero la londinense sensible apenas llega a los primeros escalones (no corre tan rápido como una vata de clase baja) cuando una de sus damas de compañía baja del primer piso, con las mejillas rojas de sudor, trayendo el frasco que, a lo mejor, tiene el licor de vida en sus paredes de cristal. La dama se inclina con gracia al ofrecerlo, y la jefa, con su caminar de reina, se acerca a las franjas del sofá, el único rollo que le importa con su cariño.

El comodoro, con un gesto orgulloso pero buena onda, agarra el frasco de las manos de su esposa. Un pañuelo de la India se moja con él, y rodean la cabeza de Mervyn con los pliegues de la seda. Respira sales; mueve un brazo. La circulación se prende, y se oyen los gritos alegres de un cacatúa de Filipinas, parado en el marco de la ventana.

«¿Quién anda ahí?... No me paren… ¿Dónde estoy? ¿Es una tumba la que aguanta mis patas pesadas? Las tablas me parecen suaves… El medallón con el retrato de mi jefa, ¿sigue colgado en mi cuello?... Atrás, malhechor, con la cabeza desgreñada. No pudo agarrarme, y dejé un pedazo de mi chaleco entre sus dedos. Suelten las cadenas de los bulldogs, porque esta noche un ladrón que se puede cachar podría meterse con trampa mientras dormimos. Jefe y jefa, los reconozco, y les agradezco sus cuidados. Llamen a mis carnalitos. Compré pralinés pa’ ellos, y quiero darles un abrazo.»

Con esas palabras, cae en un estado letárgico cabrón. El doctor, que mandaron llamar con prisa, se frota las manos y grita:

«La crisis ya pasó. Todo chido. Mañana su hijo va a despertar bien. Todos, lárguense a sus camas, lo ordeno, pa’ que me quede solo con el enfermo hasta que salga el alba y cante el ruiseñor.»

Maldoror, escondido tras la puerta, no se perdió ni una palabra. Ahora conoce la onda de los vatos del hotel, y va a actuar según eso. Sabe dónde vive Mervyn, y no quiere saber más. Apuntó en una libreta el nombre de la calle y el número del edificio. Eso es lo principal. Está seguro de no olvidarlo. Avanza como hiena, sin que lo vean, y bordea los lados del patio. Trepa la reja con agilidad, y se enreda un rato en las puntas de fierro; de un salto, está en la calle. Se larga a pasos de lobo.

«Me tomó por malhechor, grita: él es un pendejo. Quisiera topar un vato libre de la acusación que el enfermo me echó. No le quité un pedazo de su chaleco, como dijo. Pura alucinación hipnagógica por el miedo. Hoy no quería agarrarlo, porque tengo otros planes pa’ después con este morrillo tímido.»

Vayan pa’l lado del lago de los cisnes; y luego les diré por qué hay uno bien negro entre la bola, con un cuerpo que aguanta un yunque, coronado por el cadáver podrido de un cangrejo peludo, que con razón les da mala espina a sus otros compas acuáticos.


Estrofa 5

Novela 3 — III

Mervyn está en su cantón; le llegó una carta, ¡qué pedo! ¿Quién chingados le escribe? El desmadre lo dejó sin chance de darle las gracias al vato del correo. El sobre trae bordes negros, y las palabras están garabateadas a la carrera. ¿Va a llevarle esta carta a su jefe? ¿Y si el que la firma se lo prohíbe clarito?

Con un chorro de angustia, abre la ventana pa’ respirar los olores del aire; los rayos del sol reflejan sus ondas chidas en los espejos de Venecia y las cortinas de damasco. Tira la carta a un lado, entre los libros con canto dorado y los álbumes de cubierta de nácar, desparramados en el cuero repujado que tapa su escritorio de estudiante. Abre su piano, y pasa los dedos flacos por las teclas de marfil. Las cuerdas de latón no suenan ni madres. Esa advertencia chueca lo empuja a agarrar otra vez el papel vitela; pero el papel se echa pa’ atrás, como si le hubiera dolido la duda del que lo recibió.

Atrapado en esa trampa, la curiosidad de Mervyn sube y abre el pedazo de trapo listo. Hasta ese momento nomás había visto su propia letra.

«Morrillo, me interesas; quiero hacerte feliz. Te voy a tomar de compa, y nos vamos a lanzar en caminatas largas por las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te quiero, y no necesito probártelo. Me vas a dar tu amistad, estoy seguro. Cuando me conozcas más, no te vas a arrepentir de la confianza que me des. Te voy a cuidar de los pedos que tu inexperiencia corra. Voy a ser pa’ ti como carnal, y no te van a faltar consejos chidos. Pa’ más detalles, cáele pasado mañana en la mañana, a las cinco, al puente del Carrousel. Si no he llegado, espérame; pero espero estar ahí a la hora exacta. Tú haz lo mismo. Un inglés no va a soltar fácil la chance de ver claro en sus rollos. Morrillo, te saludo, y nos vemos pronto. No le enseñes esta carta a nadie.»

— «¡Tres estrellas en vez de firma, grita Mervyn; y una mancha de sangre al final de la hoja!»

Un chorro de lágrimas corre por las frases raras que sus ojos devoraron, y que le abren a su cabeza el campo sin fin de horizontes inciertos y nuevos. Le parece (nomás desde que terminó de leer) que su jefe es medio duro y su jefa muy majestuosa. Tiene razones que no han llegado a mi radar y que, por eso, no les puedo pasar, pa’ insinuar que sus carnales tampoco le pegan. Esconde la carta en su pecho.

Sus profes notaron que ese día no estaba en su onda; sus ojos se oscurecieron un chorro, y el velo de pensar demasiado se le bajó por la zona de las ojeras. Cada profe se puso colorado, temiendo no estar a la altura mental de su alumno, y sin embargo, este, por primera vez, dejó tirados sus deberes y no jaló.

En la noche, la familia se juntó en el comedor, adornado con retratos antiguos. Mervyn flipa los platones llenos de carnes jugosas y frutas que huelen chido, pero no come; los brillos de colores de los vinos del Rin y el rubí espumoso del champán se meten en las copas altas y flacas de piedra de Bohemia, y ni eso le mueve la vista. Apoya el codo en la mesa, y se queda perdido en sus pensamientos como sonámbulo.

El comodoro, con la cara curtida por la espuma del mar, se acerca al oído de su jefa:

«El mayor cambió de carácter desde el día de la crisis; ya estaba muy metido en ideas pendejas; hoy sueña despierto más que nunca. Pero yo no era así a su edad. Haz como que no ves nada. Aquí un remedio chido, físico o moral, encontraría su jale fácil. Mervyn, tú que te late leer libros de viajes e historia natural, te voy a leer un relato que no te va a desagradar. Que me oigan con atención; cada quien va a sacar su provecho, yo primero. Y ustedes, morrillos, aprendan, con la atención que le pongan a mis palabras, a mejorar el trazo de su estilo, y a cachar hasta las intenciones más chiquitas de un autor.»

¡Como si esa bola de morrillos adorables pudiera cachar qué es la retórica! Dice, y, con un gesto de su mano, un carnal se va pa’ la biblioteca del jefe, y regresa con un libro bajo el brazo. Mientras, quitan el mantel y la platería, y el jefe agarra el libro. Con ese nombre electrizante de viajes, Mervyn levanta la cabeza, y se esfuerza por cortar sus cavilaciones fuera de lugar. El libro se abre por la mitad, y la voz metálica del comodoro prueba que sigue teniendo huevos, como en los días de su juventud chida, pa’ mandar a la furia de los vatos y las tormentas.

Mucho antes del final de la lectura, Mervyn vuelve a apoyar el codo, sin chance de seguir el rollo ordenado de las frases bien pulidas y la jabonada de las metáforas obligadas. El jefe grita:

«Esto no es lo que le prende; leamos otra cosa. Lee, mujer; tú vas a tener más suerte que yo pa’ quitarle la tristeza a los días de nuestro hijo.»

La jefa ya no tiene esperanza; pero agarra otro libro, y el timbre de su voz de soprano suena chido en los oídos del producto de su panza. Pero tras unas palabras, el desánimo la jode, y para sola de leer la obra. El primogénito grita:

«Me voy a dormir.»

Se larga, con los ojos bajos en una fijeza fría, y sin soltar más. El perro suelta un ladrido culero, porque no ve natural esa onda, y el viento de afuera, colándose chueco por la rajadura larga de la ventana, hace temblar la flama, bajada por dos cúpulas de cristal rosado, de la lámpara de bronce. La jefa pone las manos en la frente, y el jefe alza los ojos al cielo. Los morrillos echan miradas espantadas al viejo marinero.

Mervyn cierra la puerta de su cuarto con doble llave, y su mano corre rápido en el papel:

«Recibí tu carta a mediodía, y perdonarás si te hice esperar la respuesta. No tengo el honor de conocerte en persona, y no sabía si debía escribirte. Pero como la mala onda no vive en nuestra casa, decidí agarrar la pluma, y agradecerte chido el interés que tomas por un desconocido. Que Dios me cuide de no mostrar gratitud por la simpatía que me das. Conozco mis fallas, y no me pongo orgulloso por ellas. Pero si está chido aceptar la amistad de un vato mayor, también está chido hacerle ver que no traemos el mismo carácter. La neta, pareces más grande que yo porque me llamas morrillo, pero tengo dudas de tu edad real. ¿Cómo chingados juntas la frialdad de tus razones con la pasión que sueltan? Seguro no voy a dejar el lugar donde nací pa’ irme contigo a tierras lejanas; eso nomás sería posible si antes les pido permiso a los que me dieron vida, uno que espero con ansias. Pero como me pediste guardar el secreto (en el sentido cabrón de la palabra) sobre este rollo oscuro y espiritual, voy a apurarme a seguir tu sabiduría que no se discute. Parece que no le gusta enfrentarse a la luz clara. Ya que quieres que confíe en ti (un deseo que no está fuera de lugar, me late confesarlo), ten la bondad, te pido, de darme una confianza parecida, y no creas que estoy tan lejos de tu onda como pa’ no estar puntual pasado mañana a la hora que dijiste en la cita. Voy a brincar el muro del parque, porque la reja va a estar cerrada, y nadie va a verme salir. Hablando derecho, ¿qué no haría por ti, cuyo apego raro se me mostró rápido a mis ojos flipados, sobre todo sacados de onda por esa prueba de buena onda que no me esperaba? Porque no te conocía. Ahora te conozco. No olvides tu promesa de pasearte en el puente del Carrousel. Si paso por ahí, tengo una certeza chida de toparte y tocarte la mano, siempre que esa muestra inocente de un morrillo que ayer todavía se hincaba ante el altar de la pudicia no te ofenda por su familiaridad respetuosa. Pero, ¿no es chida la familiaridad cuando hay una intimidad fuerte y ardiente, cuando la perdición es seria y convencida? ¿Y qué pedo habría, te lo pregunto a ti mismo, en decirte adiós al pasar, cuando pasado mañana, llueva o no, den las cinco? Tú mismo vas a cachar, caballero, el tacto con que armé mi carta; porque no me atrevo en una hoja suelta, que se puede perder, a decirte más. Tu dirección al final es un acertijo. Me tomó como cuarto de hora descifrarla. Creo que hiciste bien en escribir las palabras bien chiquitas. No firmo y en eso te copio: vivimos en un tiempo muy loco pa’ sorprendernos un rato de lo que pueda pasar. Me daría curiosidad saber cómo supiste dónde está mi inmovilidad helada, rodeada de una fila larga de cuartos vacíos, osarios culeros de mis horas de aburrimiento. ¿Cómo decirlo? Cuando pienso en ti, mi pecho se sacude, retumbando como el derrumbe de un imperio en ruinas; porque la sombra de tu amor muestra una sonrisa que a lo mejor no existe: ¡es tan vaga, y mueve sus escamas tan chueco! En tus manos dejo mis sentimientos cabrones, tablas de mármol nuevas, todavía vírgenes de un toque mortal. Tengamos paciencia hasta las primeras luces del amanecer, y, esperando el momento que me tire al enredo culero de tus brazos pestosos, me hincó humilde a tus rodillas, que aprieto.»

Tras escribir esta carta culera, Mervyn la llevó al correo y se regresa a meterse a la cama. No esperen encontrar ahí a su ángel guardián. La cola de pescado va a volar nomás tres días, es cierto; pero, ¡chale!, la viga no por eso va a dejar de quemarse; ¡y una bala cilindrocónica va a perforar la piel del rinoceronte, a pesar de la hija de nieve y el mendigo! Es que el loco coronado habrá dicho la neta sobre la lealtad de los catorce puñales.


Estrofa 6

Novela 4 — IV

¡Me cacharon que nomás traigo un ojo en medio de la frente, qué pedo! Órale, espejos de plata, encajados en las paredes de los vestíbulos, ¡cuántos favores no me han echado con su onda reflejante! Desde el día que un gato angora me royó, por una hora, el chichón parietal, como taladro que perfora el cráneo, brincándome encima de la espalda de sopetón, porque herví a sus morrillos en una tina llena de alcohol, no he parado de clavarme contra mí mismo la flecha de los tormentos.

Hoy, con las heridas que mi cuerpo ha cargado en diferentes rollos, ya sea por el destino culero de mi nacimiento, o por mis propios pedos; jodido por las consecuencias de mi caída moral (unas ya se dieron; ¿quién va a adivinar las otras?), siendo un mirón tranqui de las monstruosidades, sean de nacimiento o agarradas, que adornan las aponeurosis y la cabeza del que habla, echo una mirada larga y chida sobre la dualidad que me arma… ¡y me veo chulo!

Chulo como el defecto de fábrica en los órganos sexuales del vato, que viene siendo el canal de la uretra bien corto y la pared de abajo partida o perdida, pa’ que se abra a una distancia rara del glande y por debajo del pito; o también, como la carúncula carnosa, en forma de cono, con arrugas cruzadas bien marcadas, que sale en la base del pico de arriba del pavo; o más bien, como la neta que sigue:

«El sistema de escalas, modos y su encadenamiento armónico no se basa en leyes naturales fijas, sino que es, al revés, consecuencia de rollos estéticos que han cambiado con el avance de la humanidad, y que van a seguir cambiando;»

y sobre todo, ¡como una corbeta acorazada con torretas, cabrón!

Sí, mantengo que mi dicho está en la neta. No traigo ilusiones presumidas, me la rayo con eso, y no sacaría provecho de andar mintiendo; así que lo que solté, no le metan dudas pa’ creerlo. Porque, ¿pa’ qué chingados me iba a meter horror a mí mismo, con los elogios chidos que me salen de la conciencia?

No le envidio nada al Creador; pero que me deje bajar el río de mi destino, entre una racha creciente de crímenes chingones. Si no, alzando una mirada encabronada a la altura de su frente por cualquier estorbo, le voy a hacer cachar que no es el único jefe del universo; que varios rollos, que vienen directo de un conocimiento más hondo de cómo están las cosas, dicen que no, y le dan un no rotundo a la onda de que el poder sea uno solo.

Es que somos dos los que nos miramos las pestañas de los párpados, ¿ves?... y sabes que más de una vez ha sonado, en mi boca sin labios, el clarín de la victoria. Adiós, guerrero chido; tu valor en el desmadre le saca estima hasta a tu enemigo más cabrón; pero Maldoror te va a topar pronto pa’ pelearte la presa que se llama Mervyn.

Así se va a cumplir la profecía del gallo, cuando vio el futuro en el fondo del candelabro. ¡Ojalá el cangrejo peludo alcance a tiempo la caravana de los peregrinos, y les suelte en pocas palabras el cuento del trapero de Clignancourt!


Estrofa 7

Novela 5 — V

En un banco del Palais-Royal, del lado izquierdo y no tan lejos del agua, un vato, saliendo de la calle de Rivoli, llegó a sentarse, ¡qué pedo! Trae los pelos hechos un desmadre, y su ropa muestra el desgaste culero de una pobreza larga. Cavó un hoyo en el suelo con un palo puntiagudo, y llenó de tierra el hueco de su mano. Se llevó esa comida a la boca y la escupió rápido.

Se paró, y, pegando la cabeza al banco, apuntó las patas pa’ arriba. Pero como esa pose de cirquero está fuera de las leyes de la gravedad que mandan el centro, cayó pesado sobre la tabla, con los brazos colgando, la gorra tapándole media cara, y las piernas pateando la grava en un equilibrio culero, cada vez menos tranquilo. Se quedó un chorro en esa posición.

Cerca de la entrada del norte, junto a la rotonda que tiene una sala de café, el brazo de nuestro héroe está recargado en la reja. Su vista recorre todo el rectángulo, pa’ que no se le escape nada. Sus ojos dan la vuelta tras checar todo, y topa, en medio del jardín, a un vato haciendo gimnasia chueca con un banco donde trata de afirmarse, sacando trucos cabrones de fuerza y maña. Pero, ¿qué puede la mejor intención, puesta pa’ una causa chida, contra los desmadres de la locura?

Se acercó al loco, lo ayudó con buena onda a poner su dignidad en una pose normal, le tendió la mano, y se sentó junto a él. Cacha que la locura nomás viene a ratos; el ataque se fue; el vato le contesta lógico a todas las preguntas. ¿Pa’ qué repetir lo que dijo? ¿Pa’ qué abrir otra vez, en cualquier página, con prisas culeras, el librote de las miserias humanas? Nada enseña más chido.

Aunque no tuviera un rollo real pa’ contarles, inventaría cuentos pa’ meterlos en su cabeza. Pero el enfermo no se volvió loco por gusto; y la neta de sus relatos se junta chido con la credulidad del que lee.

«Mi jefe era carpintero en la calle de la Verrerie… ¡Que la muerte de las tres Marguerite le caiga encima, y que el pico del canario le coma pa’ siempre el ojo! Se había agarrado la maña de emborracharse; en esos ratos, cuando llegaba al cantón tras correr los mostradores de los bares, su furia se ponía casi sin medida, y golpeaba todo lo que veía. Pero pronto, con los reclamos de sus cuates, se corrigió del todo, y se volvió callado y serio. Nadie podía acercársele, ni mi jefa. Guardaba un rencor callado contra la idea del deber que no lo dejaba hacer lo que quería. Yo había comprado un canario pa’ mis tres hermanas; fue pa’ mis tres hermanas que lo compré. Lo tenían en una jaula arriba de la puerta, y los vatos que pasaban se paraban cada rato pa’ escuchar los cantos del pájaro, fliparse con su gracia rápida y checar sus formas chidas. Más de una vez mi jefe dio la orden de quitar la jaula y lo que traía, porque se imaginaba que el canario se burlaba de él, echándole las canciones aéreas de su talento de cantante. Fue a descolgar la jaula del clavo, y se resbaló de la silla, cegado por el coraje. Una raspada leve en la rodilla fue el trofeo de su jale. Tras quedarse unos segundos apretando la parte hinchada con una viruta, bajó el pantalón, con el ceño fruncido, tomó mejor cuidado, puso la jaula bajo el brazo y se fue al fondo de su taller. Ahí, a pesar de los gritos y súplicas de la familia (queríamos un chorro a ese pájaro, que era pa’ nosotros como el genio del cantón), aplastó la caja de mimbre con sus talones con herradura, mientras una garlopa, dando vueltas sobre su cabeza, mantenía lejos a los que estaban. El azar quiso que el canario no muriera al tiro; ese copo de plumas seguía vivo, a pesar de la sangre. El carpintero se largó, y cerró la puerta con ruido. Mi jefa y yo tratamos de retener la vida del pájaro, que ya se iba; llegaba a su fin, y el movimiento de sus alas nomás se veía como el reflejo de la última convulsión de la agonía. Mientras, las tres Marguerite, cuando cacharon que toda esperanza se iba a perder, se agarraron de la mano, de acuerdo mutuo, y la cadena viva fue a acurrucarse, tras empujar unos pasos un barril de grasa, detrás de la escalera, junto al chenil de nuestra perra. Mi jefa no paraba su jale, y tenía al canario entre los dedos, pa’ calentarlo con su aliento. Yo corría como loco por todas las piezas, chocándome con los muebles y las herramientas. De rato en rato, una de mis hermanas asomaba la cabeza por la base de la escalera pa’ preguntar por el pobre pájaro, y la sacaba con tristeza. La perra salió de su chenil, y, como si hubiera cachado lo gacho de nuestra pérdida, lamía con lengua de consuelo inútil el vestido de las tres Marguerite. El canario ya nomás tenía unos segundos de vida. Una de mis hermanas, a su turno (la menor), asomó la cabeza en la penumbra que hacía la poca luz. Vio a mi jefa palidecer, y al pájaro, tras levantar el cuello por un segundo, por el último jalón de su sistema nervioso, caer entre sus dedos, tieso pa’ siempre. Les dio la noticia a sus hermanas. No soltaron ni un quejido, ni un murmullo. El silencio mandaba en el taller. Nomás se oía el crujido cortado de los pedazos de la jaula que, por la elasticidad de la madera, recuperaban un poco su forma original. Las tres Marguerite no dejaban caer ni una lágrima, y su cara no perdía su frescura colorada; no… nomás se quedaban tiesas. Se arrastraron al chenil, y se echaron en la paja, una junto a la otra; mientras la perra, viendo pasiva su maniobra, las miraba con asombro. Varias veces mi jefa las llamó; no contestaron nada. Cansadas por las emociones de antes, ¡seguro dormían! Buscó en todos los rincones del cantón sin toparlas. Siguió a la perra, que la jalaba del vestido, al chenil. Esa mujer se agachó y metió la cabeza en la entrada. El espectáculo que pudo ver, quitando las exageraciones culeras del miedo de madre, no podía ser más gacho, según los cálculos de mi cabeza. Prendí una vela y se la pasé; así no se le escapó ni un detalle. Sacó la cabeza, llena de paja, de esa tumba temprana, y me dijo:

“Las tres Marguerite están muertas.”

Como no podíamos sacarlas de ahí, porque, agárrense bien, estaban bien enredadas, fui al taller por un martillo pa’ romper la casita canina. Me puse al tiro a darle al destrozo, y los que pasaban podían pensar, si tenían imaginación, que el jale no paraba en el cantón. Mi jefa, harta de esos retrasos que, aunque necesarios, le rompía las uñas contra las tablas. Al fin, la operación de sacarlas sin vida terminó; el chenil partido se abrió por todos lados; y sacamos, de los escombros, una por una, tras separarlas con trabajo, a las hijas del carpintero. Mi jefa dejó el país. No volví a ver a mi jefe. De mí dicen que estoy loco, y pido limosna en la calle. Lo que sé es que el canario ya no canta.»

El que escucha aprueba por dentro este ejemplo nuevo que respalda sus teorías culeras. Como si, por un vato que antes se ponía pedo, uno tuviera derecho a culpar a toda la humanidad. Esa es, al menos, la idea chueca que quiere meterse en la cabeza; pero no puede sacar las lecciones chidas de esa experiencia pesada.

Consuela al loco con una compasión fingida, y le seca las lágrimas con su propio pañuelo. Lo lleva a un restaurante, y comen en la misma mesa. Se lanzan a una sastrería de moda, y el protegido queda vestido como príncipe. Tocan en la portería de una casa grande en la calle Saint-Honoré, y el loco se instala en un depa chido del tercer piso. El bandido lo obliga a aceptar su lana, y, agarrando el bacinica de abajo de la cama, se lo pone en la cabeza a Aghone.

«Te corono rey de las cabezas, grita con énfasis planeado; al menor grito tuyo voy a caerle; mete mano a mis cofres; de cuerpo y alma soy tuyo. De noche, vas a devolver la corona de alabastro a su lugar normal, con chance de usarla; pero de día, cuando el alba prenda las ciudades, ponte otra vez en la frente, como símbolo de tu poder. Las tres Marguerite van a revivir en mí, y de paso voy a ser tu jefa.»

Entonces el loco dio unos pasos pa’ atrás, como si un pesadilla culera lo tuviera atrapado; las líneas de la felicidad se pintaron en su cara, arrugada por las penas; se hincó, lleno de humillación, a los pies de su protector. ¡La gratitud entró como veneno al corazón del loco coronado! Quiso hablar, y la lengua se le trabó. Inclinó el cuerpo pa’lante, y cayó al suelo.

El vato de labios de bronce se larga. ¿Cuál era su rollo? Ganarse un cuate a prueba de todo, bien ingenuo pa’ hacerle caso al menor mandato. No podía topar mejor, y el azar le echó la mano. El que encontró, tirado en el banco, ya no sabe, desde un rollo de su juventud, distinguir el bien del mal. Es el mismo Aghone que necesitaba.


Estrofa 8

Novela 6 — VI

El Todopoderoso mandó a la tierra a uno de sus arcángeles pa’ salvar al morrillo de una muerte segura, ¡qué pedo! ¡Va a tener que bajar él mismo! Pero todavía no llegamos a esa parte del cuento, y me toca cerrar el hocico, porque no puedo soltar todo de jalón: cada truco chido va a salir en su momento, cuando el rollo de esta ficción no le saque la vuelta.

Pa’ no ser cachado, el arcángel tomó la forma de un cangrejo peludo, grande como vicuña. Estaba parado en la punta de un escollo, en medio del mar, esperando el momento chido de la marea pa’ bajar a la orilla. El vato de labios de jaspe, escondido tras una curva de la playa, espiaba al bicho, con un palo en la mano. ¿Quién chingados querría leer el pensamiento de estos dos?

El primero no se andaba con rodeos de que tenía un jale cabrón:

«¿Y cómo le hago, gritaba, mientras las olas crecidas golpeaban su refugio temporal, si hasta mi jefe ha visto fallar su fuerza y huevos más de una vez? Yo nomás soy una sustancia limitada, mientras el otro, nadie sabe de dónde salió ni cuál es su rollo final. Con su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan; y más de uno cuenta, en las tierras que dejé, que hasta Satanás, el mismísimo Satanás, la encarnación del mal, no es tan culero.»

El segundo se echaba estas cavilaciones; encontraron eco hasta en la cúpula azul que mancharon:

«Se ve bien verde; le voy a ajustar cuentas rapidito. Seguro viene de arriba, mandado por el que tanto miedo le tiene a venir él mismo. Vamos a ver en el jale si es tan mandón como parece; no es vato del terruño; sus ojos perdidos y dudosos delatan su onda seráfica.»

El cangrejo peludo, que desde hace rato paseaba la vista por un pedazo de la costa, topó a nuestro héroe (que se paró con toda su estatura hercúlea), y lo encaró con estas palabras:

«No intentes pelear y entrégate. Me manda uno que está por encima de los dos, pa’ ponerte cadenas y dejar tiesos los dos brazos que ayudan a tu cabeza. Tener cuchillos y puñales entre los dedos, créeme, de ahora en adelante te lo prohíbo; tanto por tu bien como por el de los demás. Vivo o muerto, te voy a tener; la orden es llevarte vivo. No me hagas usar el poder que me prestaron. Voy a portarme suave; tú no me pongas peros. Así voy a cachar, con ganas y alegría, que diste el primer paso pa’l arrepentimiento.»

Cuando nuestro héroe oyó este discurso, cargado de un humor tan chistoso, le costó mantener la seriedad en su cara curtida. Pero, órale, nadie se va a sacar de onda si digo que acabó soltando la carcajada. ¡Era más fuerte que él! ¡No lo hacía con mala onda! ¡No quería ganarse los reclamos del cangrejo peludo! ¡Cuánto jale pa’ quitarse la risa! ¡Cuántas veces apretó los labios pa’ no parecer que ofendía al vato atónito! Pero su carácter era humano, ¡y reía como borrego! ¡Al fin paró! ¡Ya era hora! ¡Casi se ahoga!

El viento llevó esta respuesta al arcángel del escollo:

«Cuando tu jefe deje de mandarme caracoles y cangrejos pa’ arreglar sus pedos, y se digne platicar conmigo en persona, seguro encontramos cómo ponernos de acuerdo, porque soy menos que el que te mandó, como lo dijiste tan chido. Hasta entonces, las ideas de reconciliación me suenan verdes, y nomás pa’ sacar un resultado de cuento. No estoy tan perdido pa’ no cachar lo sensato de tus palabras; y como podríamos gastar la voz pa’ nada gritando tres kilómetros, me parece que harías bien si bajas de tu fortaleza culera y nadas a tierra firme: platicamos más chido las condiciones de una rendición que, aunque tenga su razón, pa’ mí sigue siendo un panorama culero.»

El arcángel, que no esperaba tanta buena onda, sacó la cabeza un poco más de la grieta y contestó:

«Órale, Maldoror, ¿ya llegó el día en que tus instintos culeros van a apagar la antorcha del orgullo sin razón que los lleva a la condenación eterna? Entonces voy a ser yo el primero en contar este cambio chido a las filas de los querubines, felices de recuperar a uno de los suyos. Tú sabes y no se te olvida que hubo un tiempo en que tenías tu lugar entre nosotros. Tu nombre volaba de boca en boca; ahora eres el tema de nuestras pláticas solitarias. Ven, pues… ven a hacer una paz chida con tu antiguo jefe; te va a recibir como hijo perdido, y ni va a cachar la montaña de culpa que, como cuernos de alce apilados por los indios, has juntado en tu corazón.»

Dijo, y sacó todo su cuerpo del fondo del hoyo oscuro. Se muestra, radiante, en la superficie del escollo; como cura de religiones cuando está seguro de traer a una oveja perdida. Va a brincar al agua pa’ nadar hacia el perdonado. Pero el vato de labios de zafiro ya tenía calculado un golpe culero desde hace rato. Lanza su palo con fuerza; tras un chorro de rebotes en las olas, pega en la cabeza al arcángel buena onda. El cangrejo, herido de muerte, cae al agua. La marea trae el despojo flotante a la orilla.

Esperaba la marea pa’ bajar más fácil. Pos ya llegó la marea; lo meció con sus cantos, y lo dejó suavecito en la playa: ¿no está chido el cangrejo? ¿Qué más quiere? Y Maldoror, agachado en la arena de las costas, recibe en sus brazos a dos cuates, juntados pa’ siempre por los azares de la ola: ¡el cadáver del cangrejo peludo y el palo asesino!

«Todavía no pierdo mi maña, grita; nomás pide practicar; mi brazo sigue fuerte y mi ojo certero.»

Mira al bicho tieso. Le da cosa que le cobren la sangre derramada. ¿Dónde va a esconder al arcángel? Y a la vez, se pregunta si la muerte no fue al tiro. Le puso un yunque y un cadáver encima; se va pa’ una pieza grande de agua, con todas las orillas tapadas y como amuralladas por un desmadre de juncos altos.

Primero quería agarrar un martillo, pero es muy ligero, mientras que con algo más pesado, si el cadáver da señas de vida, lo va a poner en el suelo y lo hará polvo a golpes de yunque. No le falta fuerza al brazo, créanme; eso es lo de menos de sus pedos. Al llegar al lago, lo ve lleno de cisnes. Se dice que es un refugio chido pa’ él; con una metamorfosis, sin soltar su carga, se mezcla con la banda de los otros pájaros.

Fíjense en la mano de la Providencia donde parecía que no estaba, y saquen provecho del milagro que les voy a contar. Negro como ala de cuervo, tres veces nadó entre el grupo de palmípedos bien blancos; tres veces se quedó con ese color distinto que lo hacía parecer bloque de carbón. Es que Dios, en su justicia, no dejó que su truco engañara ni a una banda de cisnes.

Así se quedó bien visible en el lago; pero todos se mantuvieron lejos, y ningún pájaro se acercó a su plumaje culero pa’ hacerle compañía. Y entonces, limitó sus clavados a una bahía apartada, en el extremo del agua, ¡solo entre los habitantes del aire, como lo estaba entre los vatos! ¡Así arrancaba el rollo increíble de la plaza Vendôme!


Estrofa 9

Novela 7 — VII

El corsario de pelos dorados ya recibió la respuesta de Mervyn. En esta hoja rara sigue el rastro de los desmadres mentales del que la escribió, dejado a las pocas fuerzas de su propia cabeza, ¡qué pedo! Este morrillo habría hecho mucho mejor en pedirle consejo a sus jefes antes de contestarle a la amistad del desconocido. No va a sacar nada chido de meterse como el mero mero en este rollo dudoso. Pero, ni pedo, él lo quiso.

A la hora que le dijeron, Mervyn salió del cantón y fue directo por el bulevar Sébastopol, hasta la fuente Saint-Michel. Agarra el muelle de los Grands-Augustins y cruza el muelle Conti; justo cuando pasa por el muelle Malaquais, ve a un vato caminando por el muelle del Louvre, paralelo a su rumbo, con un saco bajo el brazo, y parece que lo está checando con atención. Los vapores de la mañana ya se despejaron. Los dos vatos llegan al mismo tiempo a cada lado del puente del Carrousel.

¡Aunque nunca se habían visto, se cacharon al tiro! La neta, era chido ver a estos dos, separados por los años, juntando sus almas por lo grande de los sentimientos. Al menos, esa habría sido la onda de los que se pararan a ver este espectáculo, que más de uno, hasta con cabeza de números, habría encontrado conmovedor. Mervyn, con la cara llena de lágrimas, pensaba que topaba, como quien dice al arranque de la vida, un apoyo chingón pa’ las broncas que vienen. Créanme que el otro no soltaba ni madres.

Esto fue lo que hizo: abrió el saco que traía, destapó la entrada, y, agarrando al morrillo por la cabeza, metió todo el cuerpo en la bolsa de tela. Lo amarró con su pañuelo en el extremo que servía pa’ entrar. Como Mervyn soltaba gritos agudos, quitó el saco, como si fuera un bulto de ropa, y lo azotó varias veces contra el parapeto del puente. Entonces el vato, cachando el crujido de sus huesos, se calló.

¡Escena única, que ningún novelista va a igualar! Un carnicero pasaba, sentado en la carne de su carreta. Un vato corre hacia él, le pide que pare, y le dice:

«Aquí traigo un perro en este saco; tiene sarna: mátenlo rápido.»

El que le hablaron se pone buena onda. El que lo interrumpió, al largarse, ve a una morrita en harapos que le tiende la mano. ¿Hasta dónde llega el descaro y la impiedad? ¡Le da una limosna!

Díganme si quieren que los meta, unas horas después, a la puerta de un matadero apartado. El carnicero regresó, y les dijo a sus compas, tirando un bulto al suelo:

«Apúrense a matar a este perro sarnoso.»

Son cuatro, y cada uno agarra el martillo de siempre. Pero dudaban, porque el saco se movía con fuerza.

«¿Qué pinche emoción me agarra?», gritó uno, bajando despacio el brazo.

«Este perro suelta gemidos de dolor como morrillo, dijo otro; parece que cacha el destino que le toca.»

«Es su costumbre, contestó un tercero; aunque no estén enfermos, como aquí, basta con que su amo se ausente unos días del cantón pa’ que empiecen a soltar aullidos que, la neta, son gachos de aguantar.»

«¡Para!... ¡para!..., gritó el cuarto, antes de que todos los brazos se alzaran juntos pa’ darle duro al saco esta vez. Para, les digo; aquí hay algo que no cachamos. ¿Quién dice que esta tela trae un perro? Quiero checar.»

Entonces, a pesar de las burlas de sus compas, desató el bulto, y sacó, uno por uno, los brazos y piernas de Mervyn. Estaba casi asfixiado por lo incómodo de la posición. Se desmayó al volver a ver la luz. Unos momentos después, dio señales chidas de vida. El salvador dijo:

«Aprendan pa’ la próxima a meterle prudencia hasta en su jale. Casi se dan cuenta solos de que no sirve de nada ignorar esa ley.»

Los carniceros se pelaron. Mervyn, con el corazón apretado y lleno de presentimientos culeros, regresa al cantón y se encierra en su cuarto. ¿Pa’ qué insistir en esta estrofa? ¡Órale! ¿Quién no va a lamentar los rollos ya hechos? Esperemos el final pa’ echar un juicio más cabrón.

El desenlace va a caer rápido; y en estos cuentos, donde una pasión, sea del tipo que sea, una vez que arranca, no le saca a ningún pedo pa’ abrirse paso, no hay lugar pa’ alargar en un bote la goma laca de cuatrocientas páginas pendejas. Lo que se puede decir en media docena de estrofas, hay que soltarlo, y luego cerrar el hocico.


Estrofa 10

Novela 8 — VIII

Pa’ armar mecánicamente la cabeza de un cuento pa’ dormir, no basta con cortar pendejadas y atontar a lo cabrón con dosis nuevas la inteligencia del lector, pa’ dejar sus facultades paralíticas pa’ toda su vida, por la ley chida del cansancio; también hay que, con un buen fluido magnético, ponerlo chido en la imposibilidad sonámbula de moverse, obligándolo a oscurecer sus ojos contra su onda natural con la fijeza de los tuyos, ¡qué pedo!

Quiero decir, pa’ no hacerme más claro, nomás pa’ soltar mi rollo que prende y encabrona a la vez con una armonía bien chida, que no creo que haga falta, pa’ llegar al punto que uno quiere, inventar una poesía totalmente fuera del camino normal de la naturaleza, con un aliento culero que parece joder hasta las verdades absolutas; pero sacar un resultado así (que, si lo piensas bien, va con las reglas de la estética), no es tan fácil como parece: eso quería soltar. ¡Por eso voy a echarle todos los huevos pa’ lograrlo!

Si la muerte para la flacura loca de los dos brazos largos de mis hombros, usados pa’ aplastar culero mi yeso literario, quiero que al menos el lector en luto pueda decirse:

«Hay que hacerle justicia. Me idiotizó un chorro. ¡Qué no habría hecho si hubiera vivido más! ¡Es el mejor profe de hipnotismo que conozco!»

Graben esas palabras chidas en el mármol de mi tumba, ¡y mis espíritus van a estar chidos! — ¡Sigo!

Había una cola de pescado moviéndose al fondo de un hoyo, junto a una bota gastada. No era natural preguntarse:

«¿Dónde chingados está el pescado? Nomás veo la cola que se mueve.»

Porque, si de plano admitías que no veías el pescado, es que la neta no estaba ahí. La lluvia dejó unas gotas de agua en el fondo de ese embudo cavado en la arena. Y la bota gastada, algunos piensan desde entonces que venía de un abandono a propósito.

El cangrejo peludo, por el poder divino, tenía que renacer de sus pedacitos disueltos. Sacó del pozo la cola de pescado y le prometió pegarla otra vez a su cuerpo perdido, si le avisaba al Creador que su enviado no podía con las olas cabronas del mar maldororiano. Le prestó dos alas de albatros, y la cola de pescado se lanzó a volar. Pero se fue pa’l cantón del renegado, pa’ contarle el rollo y traicionar al cangrejo peludo.

El cangrejo cachó el plan del espía, y antes de que el tercer día acabara, le clavó una flecha envenenada a la cola. El hocico del espía soltó un grito débil, que dio su último suspiro antes de tocar tierra.

Entonces, una viga vieja, puesta en el tejado de un castillo, se paró en toda su altura, brincando sobre sí misma, y pidió venganza a gritos. Pero el Todopoderoso, vuelto rinoceronte, le dijo que esa muerte se la merecía. La viga se calmó, se fue al fondo del castillo, volvió a su pose horizontal, y llamó a las arañas espantadas pa’ que siguieran tejiendo su telaraña en sus esquinas, como antes.

El vato de labios de azufre supo de la debilidad de su aliada; por eso mandó al loco coronado a quemar la viga y hacerla cenizas. Aghone cumplió esa orden culera.

«Ya que, según tú, llegó el momento, gritó, fui a sacar el anillo que enterré bajo la piedra, y lo amarré a un extremo del cable. Aquí está el paquete.»

Y enseñó una cuerda gruesa, enrollada sobre sí misma, de sesenta metros de largo. Su jefe le preguntó qué hacían los catorce puñales. Contestó que seguían fieles y listos pa’ cualquier desmadre, si hacía falta. El forzado bajó la cabeza, chido con eso.

Mostró sorpresa, y hasta preocupación, cuando Aghone agregó que vio a un gallo partir un candelabro en dos con el pico, meter la mirada en cada parte, y gritar, batiendo las alas como loco:

«¡No está tan lejos como creen de la calle de la Paz a la plaza del Panteón! ¡Pronto van a ver la prueba culera!»

El cangrejo peludo, montado en un caballo encabritado, corría a todo galope pa’l escollo, el testigo del lanzamiento del palo por un brazo tatuado, el refugio del primer día de su bajada a la tierra. Una caravana de peregrinos iba pa’ visitar ese lugar, ahora sagrado por una muerte chida. Esperaba llegar, pa’ pedirles ayuda urgente contra el plan que se armaba, y del que ya sabía.

Van a ver unas líneas más abajo, con mi silencio helado, que no llegó a tiempo pa’ contarles lo que un trapero le chismeó, escondido tras el andamio de una casa en obra, el día que el puente del Carrousel, todavía mojado por el rocío de la noche, vio con horror cómo el horizonte de su pensamiento se abría en círculos locos, con la llegada matutina del amasamiento rítmico de un saco icosaédrico contra su parapeto de cal. Antes de que despierte su compasión con ese recuerdo, más les vale matar la semilla de la esperanza…

Pa’ romper su flojera, usen la buena onda, caminen conmigo y no pierdan de vista a este loco, con un bacinica en la cabeza, que empuja con una mano armada con un palo, ese que les costaría cachar si no les aviso, y les recuerdo al oído la palabra que suena Mervyn. ¡Cómo cambió, cabrón! Con las manos atadas atrás, camina adelante, como si fuera al cadalso, y eso que no tiene culpa de nada.

Llegaron al círculo de la plaza Vendôme. Sobre el entablamento de la columna maciza, recargado en la balaustrada cuadrada, a más de cincuenta metros del suelo, un vato lanzó y desenrolló un cable, que cae hasta la tierra, a unos pasos de Aghone. Con práctica, uno hace rápido las cosas; pero este no tardó nada en amarrar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda.

El rinoceronte ya sabía qué iba a pasar. Cubierto de sudor, apareció jadeando en la esquina de la calle Castiglione. Ni chance tuvo de pelear. El vato que checaba desde lo alto de la columna armó su revólver, apuntó con cuidado y jaló el gatillo. El comodoro, que pedía limosna en las calles desde que empezó lo que creía la locura de su hijo, y la jefa, a la que llamaban hija de nieve por su palidez extrema, pusieron el pecho pa’ proteger al rinoceronte. Cuidado pa’ nada. La bala le agujereó la piel como taladro; uno podía pensar, con algo de lógica, que la muerte iba a llegar seguro. Pero sabíamos que en ese paquidermo estaba metida la sustancia del Señor. Se largó con tristeza.

Si no estuviera bien probado que es demasiado bueno pa’ una de sus criaturas, ¡me daría lástima el vato de la columna! Este, con un jalón seco de muñeca, recoge la cuerda con peso. Fuera de lo normal, sus vaivenes balancean a Mervyn, con la cabeza pa’ abajo. Agarra rápido, con las manos, una guirnalda larga de siemprevivas que une dos esquinas de la base, y se golpea la frente contra ella. Se lleva en el aire lo que no estaba fijo.

Tras apilar a sus pies, en elipses amontonadas, un buen pedazo del cable, pa’ que Mervyn quede colgado a media altura del obelisco de bronce, el forzado fugado hace girar al morrillo con la mano derecha, en un movimiento rápido y parejo, paralelo al eje de la columna, y con la izquierda recoge los enrollamientos serpenteantes del cuerda que están a sus pies.

La honda silba en el espacio; el cuerpo de Mervyn la sigue por todos lados, siempre lejos del centro por la fuerza centrífuga, manteniendo su posición móvil y a la misma distancia, en un círculo aéreo, sin depender de la materia. El salvaje civilizado suelta poco a poco, hasta el otro extremo, que aguanta con un metacarpo firme, lo que parece por error una barra de acero.

Se pone a correr alrededor de la balaustrada, agarrándose del barandal con una mano. Esa maniobra cambia el plano original del giro del cable, y sube su tensión, ya bien cabrona. Ahora da vueltas majestuoso en un plano horizontal, tras pasar poco a poco por varios planos chuecos. ¡El ángulo recto que hace la columna con el hilo vegetal tiene los lados iguales! El brazo del renegado y el arma asesina se juntan en una línea, como los pedacitos de un rayo de luz entrando a una cámara oscura.

Los teoremas de la mecánica me dejan hablar así; ¡chale!, se sabe que una fuerza más otra fuerza hacen una resultante de las dos primeras. ¿Quién se atrevería a decir que el cuerda no se habría roto ya, sin la fuerza del atleta, sin el cáñamo chido?

El corsario de pelos dorados, de repente y al mismo tiempo, frena su velocidad, abre la mano y suelta el cable. El contragolpe de esa jugada, tan opuesta a lo de antes, hace crujir la balaustrada en sus junturas. Mervyn, seguido del cuerda, parece cometa con su cola ardiente. El anillo de fierro del nudo corredizo, brillando al sol, te hace completar la ilusión.

En el recorrido de su parábola, el condenado a muerte corta el aire, hasta la orilla izquierda, la pasa por la fuerza infinita que le supongo, y su cuerpo pega en el domo del Panteón, mientras el cuerda abraza, en parte, con sus pliegues, la pared de arriba de la cúpula grandota.

Es en su superficie redonda y convexa, que nomás se parece a una naranja por la forma, donde se ve, a cualquier hora, un esqueleto seco, colgado. Cuando el viento lo mueve, dicen que los estudiantes del Barrio Latino, con miedo a un destino así, rezan cortito: son rumores pendejos que no tienes que creer, nomás pa’ asustar a los morrillos.

Sostiene entre sus manos tiesas, como cinta grande de flores amarillas viejas. Hay que considerar la distancia, y nadie puede jurar, aunque diga que ve bien, que sean de verdad esas siemprevivas de las que les hablé, que una pelea chueca cerca de la nueva Ópera vio arrancar de un pedestal chingón. Igual es cierto que las cortinas en forma de media luna ya no tienen ahí su simetría chida en el número cuatro: vayan a verlo ustedes mismos, si no me creen.