Los Corridos de Maldoror (Español mexicano)
Primer Corrido
Estrofa 1
Estrofa 2
Órale, lector, a lo mejor es puro odio lo que quieres que saque pa’ arrancar este pinche libro, ¿qué te hace pensar que no lo vas a oler, bien bañado en un chorro de placeres cabrones, todo lo que te dé la gana, con tus narices bien orgullosas, anchotas y flacas, revolcándote panza pa’ arriba como tiburón bien chingón en el aire negro y chido, como si entendieras lo cabrón que es este rollo y lo igual de cabrón que es tu hambre de a madre, bien tranqui y con todo el estilo, esas ondas rojas que salen? Te juro, compa, van a poner bien felices los dos agujeros feos de tu hocico todo jodido, ¡eh, monstruo!, pero primero échate tres mil jalones seguidos de la conciencia maldita del Eterno, ¡no mames! Tus narices, que se van a abrir de a madre con un gustazo que ni te cuento, puro éxtasis quieto, no van a pedir nada más chido al espacio, que ya va a oler a puro perfume y varitas de incienso, ¡órale!; porque van a estar bien llenas de una felicidad chida, como los angelitos que viven en la pura onda fresa y tranqui de los cielos bien chulos.
Estrofa 3
Voy a contar en unas pinches líneas cómo Maldoror fue buena onda en sus primeros años, cuando vivía chido; ya está, órale. Después se dio cuenta de que nació bien cabrón: ¡qué jodida fatalidad tan loca! Escondió su onda mala todo lo que pudo, un chorro de años; pero, al final, con esa presión que no era su pedo natural, cada día la sangre se le subía a la cabeza, ¡no mames! Hasta que, ya no aguantando esa vida de mierda, se mandó con todo pa’l camino del mal… ¡qué pinche atmósfera tan suave, compa! ¿Quién lo hubiera pensado, eh? Cuando besaba a un morrillo con la cara rosita, le daban ganas de arrancarle las mejillas con una navaja, y lo hubiera hecho un buen de veces, si la pinche Justicia, con su chorro de castigos, no lo hubiera parado cada rato. No era un vato mentiroso, decía la neta y confesaba que era bien cruel. ¿Qué escucharon, humanos? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla, cabrones! Entonces, hay una fuerza más chingona que la voluntad… ¡Maldición, qué joda! ¿Querría una piedra quitarse las leyes del peso? Nel, imposible. Imposible, si el mal quisiera hacerse compa del bien. Eso es lo que ya dije antes, ¿qué no?
Estrofa 4
Hay vatos que escriben pa’ buscar los aplausos de la raza, con puras cualidades chidas del corazón que se inventa la imaginación o que a lo mejor hasta tienen. Pero yo, yo hago que mi pinche genio pinte lo chingón que es la crueldad, ¿eh? ¡Puras delicias que no son de a ratito ni de mentiras, sino que arrancaron con el hombre y se van a acabar con él, órale! ¿Qué no puede el genio hacerse compa de la crueldad en los planes cabrones de la Providencia? ¿O qué, por ser cruel, no puedes tener genio? Van a ver la prueba en mis palabras, nomás depende de ustedes si me quieren escuchar, si les late… Perdón, compas, por un segundo sentí que mis pelos se pararon en la cabeza, ¡no mames!; pero no pasa nada, con mi mano ya los puse otra vez como estaban, bien fácil. El que canta esta rola no dice que sus corridos son algo que nadie conoce; al contrario, se siente bien chido porque los pensamientos bien altivos y jodidos de su héroe están en toda la raza.
Estrofa 5
Yo vi, toda mi pinche vida, sin dejar fuera a un solo vato, a los hombres, con hombros flacos, haciendo puras pendejadas y un chorro de ellas, jodiendo a los demás como ellos, y chingando las almas con todo lo que podían. A las razones de sus movidas les dicen: la gloria, ¡no mames! Viendo esos espectáculos tan cabrones, quise reírme como los demás; pero, qué chinga, esa imitación rara no se podía. Agarré un cortaplumas que la hoja taba afilada pa’l carajo y me rajé la carne donde los labios se juntan. Por un segundo pensé que ya la había armado. Me vi en un espejo esa boca toda jodida por mi propia mano, ¡qué pinche error! La sangre que salía a chorros de las dos rajadas no dejaba ni ver si de veras era la risa de los otros, órale. Pero, después de un ratito de comparar, vi clarito que mi risa no era como la de los humanos, o sea, que no me reía ni madres. Vi a los vatos, con caras bien feas y ojos cabrones metidos en lo oscuro, pasar de largo la dureza de la piedra, lo tieso del acero derretido, la crueldad del tiburón, el descaro de los morrillos, la furia loca de los criminales, las traiciones del hipócrita, los actores más chingones, la fuerza de carácter de los curas, y a los seres más escondidos pa’ fuera, los más fríos del mundo y del cielo; hartando a los moralistas pa’ que descubran su corazón y haciendo que les caiga encima la bronca bien pesada de arriba. Los vi a todos juntos, a veces, con el puño más duro apuntando pa’l cielo, como el de un morro ya bien jodido contra su jefa, seguro picados por algún espíritu del infierno, con los ojos llenos de un remordimiento que quema pero también bien encabronados, en un silencio helado, sin atreverse a soltar las meditaciones bien grandes y desagradecidas que traían en el pecho, tan llenas de injusticia y horror que hasta hacían que el Dios de la misericordia se pusiera triste de compasión; otras veces, cada ratito del día, desde que eran morrillos hasta que se hacían viejos, echando maldiciones bien locas, que no tenían ni madre de sentido, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituyendo a las morras y los morrillos, y así deshonrando las partes del cuerpo que son pa’l pudor, ¡qué pinche desmadre! Entonces, los mares levantan sus aguas, se tragan las tablas en sus hoyos; los huracanes, los temblores tumban las casas; la peste, las enfermedades chingadas acaban con las familias que rezan. Pero los vatos ni se dan cuenta, compa. También los vi ponerse rojos, palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; casi nunca, la neta. Tormentas, hermanas de los huracanes; cielo azuloso, que no me trago su belleza; mar hipócrita, espejo de mi corazón; tierra, con tu misterio adentro; habitantes de las esferas; universo entero; Dios, que lo hiciste con pura chingonería, a ti te grito: ¡muéstrame un vato que sea bueno, cabrón!... Pero que tu gracia me dé diez veces más fuerza de la que traigo; porque, viendo a ese monstruo, me puedo morir de la pura sorpresa: uno se muere por menos.
Estrofa 6
Tienes que dejar crecer tus pinches uñas quince días, compa. ¡Órale, qué chido es arrancar de su cama a un morrillo que no trae ni un pelo en el bigote, y, con los ojos bien abiertos, hacer como que le pasas la mano suavecito por la frente, echándole pa’ atrás su cabello chulo! Pero luego, de repente, cuando menos se lo espera el morrito, clavar las uñas largas en su pecho blandito, pero que no se muera, ¿eh?, porque si se muere, no vas a poder ver después el desmadre de sus miserias, ¡no mames! Después, te echas la sangre lamiendo las heridas; y, mientras tanto, que debería durar lo que dura la eternidad, el morro llora a todo lo que da. Nada está tan chido como su sangre, sacada como te acabo de contar y todavía calientita, más que sus lágrimas, amargas como sal pa’l carajo. Vato, ¿nunca has probado tu sangre, cuando te cortaste el dedo por puro pedo? Qué chida está, ¿verdad?, porque no sabe a nada. Y qué, ¿no te acuerdas de un día, en tus pensamientos bien oscuros, haberte llevado la mano, toda hueca, a tu cara enferma, mojada por lo que te salía de los ojos; esa mano que luego iba derechito pa’ la boca, que chupaba a tragos largos, en esa taza temblorosa como los dientes del morrillo que mira de reojo al cabrón que nació pa’ joderlo, las lágrimas? Qué chidas están, ¿no?, porque saben a vinagre, cabrón. Parecen las lágrimas de la que más te quiere; pero las del morro son más chidas pa’l paladar, ¡a huevo! Él no te traiciona, porque todavía no conoce el mal: la que más te quiere te vende tarde o temprano… lo adivino por pura lógica, aunque no sé qué chingados son la amistad ni el amor (seguro nunca los voy a tragar; al menos, no de la pinche raza humana). Entonces, ya que tu sangre y tus lágrimas no te dan asco, échate, échate con confianza las lágrimas y la sangre del morrillo. Tápale los ojos con una venda mientras le arrancas las carnes que todavía tiemblan; y, después de escuchar un chorro de horas sus gritos bien chingones, que suenan como los quejidos cabrones que pegan los heridos agonizando en una pelea, entonces, apartándote como avalancha, te vas a lanzar desde el cuarto de al lado, y vas a hacer como que llegas a salvarlo, ¡órale! Le vas a desatar las manos, con los nervios y las venas bien hinchadas, le vas a devolver la vista a sus ojos todos locos, mientras sigues lamiendo sus lágrimas y su sangre. ¡Qué chida es entonces la culpa de a madre! La chispa divina que traemos dentro, y que casi nunca se ve, sale a la luz; ¡demasiado tarde, cabrón! Cómo se te desborda el corazón pa’ consolar al morrito al que le hiciste daño: «Morro, que acabas de pasar por unos dolores bien cabrones, ¿quién chingados pudo hacerte un crimen que ni sé cómo nombrar? ¡Pobre pinche vato que eres! ¡Cómo has de estar sufriendo! Y si tu jefa supiera esto, no estaría más cerca de la muerte, que tanto odian los culeros, de lo que yo estoy ahorita. ¡Ay, qué mierda! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es lo mismo con lo que mostramos con pura rabia que no podemos hacer nada, y el deseo loco de llegar al infinito aunque sea con las movidas más pendejas? ¿O son dos cosas distintas? Sí… mejor que sea lo mismo… porque, si no, ¿qué chingados voy a hacer el día del juicio? Morro, perdóname; soy yo, el que está frente a tu cara noble y sagrada, el que te quebró los huesos y te arrancó las carnes que cuelgan por todos lados de tu cuerpo. ¿Es un desvarío de mi cabeza enferma, o un instinto cabrón que no depende de mis pensamientos, como el del águila que desgarra a su presa, lo que me llevó a hacer este crimen; y, aun así, sufría tanto como mi víctima, ¡no mames!? Morro, perdóname. Cuando salgamos de esta vida pasajera, quiero que estemos juntos pa’ siempre; ser un solo vato, mi boca pegada a la tuya. Ni así mi castigo va a estar completo, compa. Entonces, tú me vas a desgarrar, sin parar nunca, con los dientes y las uñas al mismo tiempo. Voy a adornar mi cuerpo con guirnaldas que huelan chido pa’ este sacrificio pa’ pagar; y los dos vamos a sufrir, yo por que me despedacen, tú por despedazarme… mi boca pegada a la tuya. Óyeme, morro de pelos güeros y ojos bien suaves, ¿vas a hacer ahora lo que te digo? Aunque no quieras, yo quiero que lo hagas, y vas a hacer chida mi conciencia». Después de hablar así, al mismo tiempo le habrás chingado a un vato y vas a ser querido por ese mismo vato: es la felicidad más cabrona que te puedes imaginar. Después, lo puedes llevar al hospital; porque el tullido no va a poder ganarse la vida, ¡qué joda! Te van a decir bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro van a tapar tus pies descalzos, tirados por la gran tumba, con cara de viejo. Óyeme, tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que hace sagrado el crimen, sé que tu perdón fue grande como el universo. ¡Pero yo, todavía existo.
Estrofa 7
Hice un pacto chingón con la prostitución pa’ sembrar puro desmadre en las familias, ¡órale! Me acuerdo de la noche antes de esa pinche unión cabrona. Vi frente a mí una tumba. Escuché un gusano de luz, grande como casa, que me dijo: «Te voy a iluminar, compa. Lee lo que dice. No soy yo el que manda esta onda suprema». Una luz grandota, color sangre, que al verla me hizo rechinar los dientes y se me cayeron los brazos como muerto, se esparció por el aire hasta el horizonte, ¡no mames! Me recargué en un muro todo jodido, porque ya me iba a caer, y leí: «Aquí está un morro que se murió tísico: ya saben por qué, cabrones. No recen por él». Un chorro de vatos a lo mejor no hubieran tenido los huevos que yo tuve. Mientras, una morra bien chula, encuerada, vino y se tiró a mis pies. Yo, con cara triste, le dije: «Ya párate, órale». Le di la mano, la misma con la que un fratricida corta el cuello a su carnala. El gusano de luz me dijo: «Tú, vato, agarra una piedra y mátala». «¿Por qué, cabrón?», le contesté. Él me dijo: «Cuidado, compa; el más débil, porque yo soy el más chingón. Esta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos, puro coraje en el corazón, sentí que me nacía una fuerza bien loca adentro. Agarré una piedra grandota; después de un chorro de esfuerzos, la levanté con un madrazo hasta el pecho; la puse en el hombro con los brazos. Subí una pinche montaña hasta la cima: desde ahí, aplasté al gusano de luz, ¡a huevo! Su cabeza se hundió en la tierra como de tamaño de un vato; la piedra rebotó hasta lo alto de seis iglesias. Cayó en un lago, y las aguas se bajaron un rato, dando vueltas como locas, haciendo un cono invertido bien cabrón. La calma volvió a la superficie; la luz de sangre ya no brilló más. «¡Ay, ay!», gritó la morra encuerada, «¿qué chingados hiciste?». Yo le dije: «Te prefiero a ti que a él; porque me dan lástima los jodidos. No es tu culpa si la justicia eterna te hizo así». Ella me dijo: «Un día, la raza me va a dar justicia; no te digo más, compa. Déjame irme, pa’ esconder mi tristeza infinita en el fondo del mar. Nomás tú y los monstruos bien feos que andan en esos abismos oscuros no me desprecian. Eres chido. Adiós, tú que me quisiste». Yo le contesté: «Adiós, órale. Otra vez: adiós. Siempre te voy a querer… Desde hoy, mando al carajo la virtud». Por eso, raza, cuando escuchen el viento del invierno quejarse sobre el mar y cerca de sus orillas, o encima de las ciudades grandes, que desde hace un chorro han estado de luto por mí, o por las regiones polares bien heladas, digan: «No es el espíritu de Dios el que pasa: es nomás el grito filoso de la prostitución, juntado con los gemidos pesados del Montevideano». Morritos, soy yo el que les dice esta neta. Entonces, llenos de compasión, pónganse de rodillas; y que los vatos, más que piojos, echen rezos bien largos.
Estrofa 8
Con la luz de la luna, cerca del mar, en los rumbos solos del campo, se ve, bien clavado en pensamientos bien oscuros, cómo todo se pone formas amarillas, medio raras, bien locas. Las sombras de los árboles, a veces rápido, a veces despacito, corren, vienen, se regresan, en un chorro de formas, pegándose al suelo como si se aplastaran. Antes, cuando me llevaba el vuelo de la juventud, eso me hacía soñar, se me hacía bien chistoso; ahora, ya estoy bien curtido en eso, órale. El viento se queja entre las hojas con sus notas bien tristes, y el pinche búho canta su lamento pesado, que te pone los pelos de punta a los que lo oyen, ¡no mames! Entonces, los perros, vueltos locos de a madre, rompen sus cadenas, se zafan de las granjas lejanas; corren por el campo, pa’cá y pa’llá, bien zafados. De repente, se paran en seco, miran pa’ todos lados con una bronca bien feroz, los ojos echando lumbre; y, igual que los elefantes, antes de palmarla, echan una última mirada al cielo en el desierto, levantando su trompa como desesperados, dejando las orejas todas flojas, así los perros dejan las orejas flojas, alzan la cabeza, hinchan el cuello bien cabrón, y se ponen a ladrar, uno por uno, ya sea como morrillo que llora de hambre, o como gato con el estómago herido arriba de un tejado, o como morra que va a parir, o como vato moribundo con la peste en el hospital, o como una chava que canta una rola bien chida, contra las estrellas del norte, del este, del sur, del oeste; contra la luna; contra las montañas, que de lejos parecen piedras gigantes tiradas en lo oscuro; contra el aire helado que jalan con todo el pulmón, que les pone las narices rojas y ardientes por dentro; contra el silencio de la noche; contra los búhos, que vuelan bajito y les rozan el hocico, llevándose una rata o una rana en el pico, comida viva, suave pa’ los morritos; contra las liebres, que se pierden en un parpadeo; contra el ratero, que se larga a galope en su caballo después de hacer un crimen; contra las víboras, que mueven los matorrales, haciéndoles temblar la piel, rechinar los dientes; contra sus propios ladridos, que los asustan a ellos mismos; contra los sapos, que aplastan de un mordisco seco (¿por qué chingados se alejaron del pantano?); contra los árboles, cuyas hojas, mecidas suavecito, son un chorro de misterios que no entienden, que quieren descifrar con sus ojos fijos, bien vivos; contra las arañas, colgadas entre sus patas largas, que trepan los árboles pa’ salvarse; contra los cuervos, que no encontraron qué comer en el día y vuelven al nido con las alas cansadas; contra las piedras de la orilla; contra los fuegos, que se ven en los mástiles de barcos que no se alcanzan a ver; contra el ruido sordo de las olas; contra los peces grandotes, que nadan y enseñan su lomo negro, pa’ luego hundirse en el abismo; y contra el vato que los tiene de esclavos, ¡pinche desmadre! Después, se echan a correr otra vez por el campo, brincando con sus patas todas ensangrentadas, por encima de zanjas, caminos, campos, hierbas y piedras bien filosas. Parecen perros con rabia, buscando un pinche lago pa’ calmar la sed. Sus aullidos largos dan miedo a la naturaleza, ¡qué joda! ¡Pobre del vato que se quede atrás! Los compas de los panteones se le van a echar encima, lo van a desgarrar, lo van a comer, con sus bocas chorreando sangre; porque no traen los dientes podridos, órale. Los animales salvajes, sin huevos pa’ acercarse a compartir el festín de carne, se largan pa’ donde no los veas, temblando. Después de unas horas, los perros, reventados de tanto correr pa’cá y pa’llá, casi muertos, con la lengua colgando, se avientan unos contra otros, sin saber qué chingados hacen, y se hacen pedazos en mil partes, con una rapidez que no te la crees, ¡a huevo! No hacen esto por crueldad. Un día, con ojos como vidrio, mi jefa me dijo: «Cuando estés en tu cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, escóndete bajo tu cobija, no te burles de lo que hacen: tienen una sed cabrona del infinito, como tú, como yo, como el resto de la raza, con cara pálida y larga. Hasta te dejo pararte frente a la ventana pa’ ver ese espectáculo, que está bien chido». Desde ese día, respeto lo que dijo la muerta. Yo, como los perros, traigo esa necesidad del infinito… ¡No puedo, no puedo calmar esa necesidad, cabrón! Soy hijo del hombre y la mujer, según me contaron. Eso me saca de onda… ¡pensé que era algo más chingón! Pero, ¿qué me vale de dónde vengo? Si hubiera sido por mí, yo hubiera querido ser hijo de la hembra del tiburón, que su hambre es compa de las tormentas, y del tigre, con su crueldad bien conocida: no sería tan jodido. Ustedes, que me están viendo, aléjense de mí, porque mi aliento suelta un aire bien venenoso. Nadie ha visto todavía las arrugas verdes de mi frente; ni los huesos que sobresalen de mi cara flaca, como las espinas de algún pescado grandote, o las piedras que cubren las orillas del mar, o las montañas alpinas bien filosas, que recorrí un chorro de veces cuando traía pelos de otro color en la cabeza. Y, cuando ando rondando cerca de las casas de la raza, en noches de tormenta, con los ojos echando lumbre, los pelos azotados por el viento cabrón, solo como piedra en medio del camino, me tapo la cara toda arrugada con un pedazo de terciopelo, negro como el hollín que llena las chimeneas: no quiero que los ojos vean la fealdad que el Ser Supremo, con una risa de odio bien chingona, me puso encima. Cada mañana, cuando el sol sale pa’ los demás, trayendo alegría y un calor chido a toda la naturaleza, mientras mi cara no se mueve ni madre, mirando fijo el espacio lleno de oscuridad, agachado en el fondo de mi cueva chida, en una desesperación que me emborracha como tequila, me golpeo el pecho hecho pedazos con mis manos bien fuertes. Pero siento que no traigo rabia, ¡la neta! Siento que no soy el único que sufre, ¡la neta! Siento que respiro, ¡la neta! Como vato condenado que prueba sus músculos, pensando en su pinche destino, y que pronto va a subir al cadalso, parado en mi cama de paja, con los ojos cerrados, giro despacito mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, un chorro de horas; no me caigo muerto tieso. De rato en rato, cuando mi cuello ya no puede girar pa’ un lado, se para, pa’ volver a girar pa’l otro, miro de repente el horizonte, por los pocos huecos que dejan los matorrales gruesos que tapan la entrada: ¡no veo nada, cabrón! Nada… nomás los campos que bailan en remolinos con los árboles y las filas largas de pájaros que cruzan el aire. Eso me revuelve la sangre y la cabeza… ¿Quién chingados me está pegando en la cabeza con una barra de fierro, como martillo contra yunque?
Estrofa 9
Me propongo, sin ponerme sentimental, echar a gritos la estrofa seria y fría que van a escuchar, órale. Ustedes, pónganse trucha con lo que trae, y cuídense del pinche golpe cabrón que seguro les va a dejar, como marca en sus cabezas bien revueltas, ¡no mames! No piensen que ya me voy a morir, porque todavía no estoy hecho puro hueso, y la vejez no se me ha pegado en la frente. Así que dejemos de lado cualquier rollo de compararme con el cisne cuando se le va la vida, y nomás vean frente a ustedes a un monstruo, que me alegra que no puedan verle la cara; pero, eso sí, menos fea es ella que mi alma jodida. Aunque, no soy un pinche criminal… Ya basta de ese pedo. Hace poquito volví a ver el mar y pisé los barcos, y mis recuerdos están bien vivos, como si me hubiera largado ayer, compa. Igual, si pueden, estén tan tranquilos como yo en esta lectura que ya me arrepiento de darles, y no se pongan rojos pensando en lo que es el corazón humano, ¡qué chinga! Óyeme, pulpo de mirada chida, tú, cuya alma no se despega de la mía; tú, el más chulo de los vatos que viven en este pinche planeta, y que mandas en un serrallo de cuatrocientas ventosas; tú, donde están bien puestos, como en su casa, con un pacto que no se rompe, la onda suave que conecta y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu panza de mercurio pegada a mi pecho de aluminio, sentados los dos en una piedra del rumbo, pa’ ver este espectáculo que me encanta, cabrón?
Viejo océano, con tus olas de cristal, te pareces un buen a esas marcas azulonas que se ven en la espalda toda golpeada de los morrillos del barco; eres un azulazo grandote, puesto en el cuerpo de la tierra: me late esa comparación, órale. Así, cuando te veo de primera, un soplo largo de tristeza, que parece el murmullo de tu brisa chida, pasa, dejando marcas que no se borran, en mi alma bien sacudida, y me traes a la memoria de tus compas, sin que siempre se den cuenta, los comienzos rudos del vato, cuando se topa con el dolor, que ya no lo suelta nunca, ¡a huevo! ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma redonda y chida, que alegra la cara seria de la geometría, me recuerda un chorro los ojitos del vato, igualitos a los del jabalí por lo chiquitos, y a los de los pájaros nocturnos por lo perfecto del círculo. Pero el vato se ha creído chulo en todos los siglos, ¡no mames! Yo pienso que el vato nomás cree en su belleza por puro orgullo; pero no está chulo de a de veras y lo sospecha; porque, ¿por qué mira la cara de su compa con tanto desprecio, cabrón? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tú eres el símbolo de la identidad: siempre igualito a ti mismo. No cambias de una manera cabrona, y, si tus olas están en algún lado bien encabronadas, más pa’llá, en otra zona, están en la calma más chida. No eres como el vato, que se para en la calle pa’ ver a dos perros agarrarse del cuello, pero no se para cuando pasa un entierro; que hoy está buena onda y mañana de malas; que hoy se ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería raro que escondas en tu pecho cosas chidas pa’l futuro del vato. Ya le diste la ballena, compa. No dejas que los ojos hambrientos de las ciencias naturales adivinen fácil los mil secretos de tu organización bien íntima: eres modesto, órale. El vato se la pasa presumiendo, y por puras pendejadas. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los diferentes tipos de peces que alimentas no han jurado ser compas entre ellos. Cada tipo vive por su rumbo. Los temperamentos y las formas que cambian en cada uno explican, bien chido, lo que al principio parece una onda rara. Así pasa con el vato, que no tiene las mismas excusas. Si un pedazo de tierra lo ocupan treinta millones de vatos, estos se sienten obligados a no meterse en la vida de sus vecinos, pegados como raíces en el pedazo de al lado. Bajando de lo grande a lo chico, cada vato vive como salvaje en su cueva, y casi no sale pa’ visitar a su compa, que está igual de agachado en otra cueva. La gran familia universal de la raza es una utopía pa’ la lógica más chafa. Y del espectáculo de tus chichis llenos de vida, sale la idea de la ingratitud; porque luego piensas en esos padres un chorro, bien ingratos con el Creador, como pa’ abandonar el fruto de su unión jodida. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza física nomás se puede comparar con lo que uno se imagina de la fuerza cabrona que se necesitó pa’ crear todo tu tamaño. No te puedes ver de un jalón. Pa’ contemplarte, la vista tiene que girar su telescopio, con un movimiento continuo, pa’ los cuatro rumbos del horizonte, igual que un matemático, pa’ resolver una ecuación bien loca, tiene que checar por separado los diferentes casos antes de cortar el pedo. El vato come comida pa’ llenarse, y hace otros esfuerzos, que merecen mejor suerte, pa’ verse gordo. Que se infle lo que quiera, esa pinche rana chida. Quédate tranqui, no te va a igualar en tamaño; eso pienso, al menos. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas, compa. Es el mismo sabor que la bilis que suelta la crítica sobre las artes chidas, las ciencias, todo. Si alguien tiene genio, lo hacen pasar por pendejo; si otro está chulo de cuerpo, es un jorobado bien feo. Claro, el vato tiene que sentir con fuerza su imperfección, que tres cuartas partes se las debe a él mismo, pa’ criticarla así, ¡no mames! ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los vatos, con lo chido de sus métodos, todavía no han podido, ni con la ayuda de las ciencias, medir lo cabrón de hondo que son tus abismos; tienes algunos que las sondas más largas, las más pesadas, han dicho que son imposibles de alcanzar. Pa’ los peces… eso sí se vale: pa’ los vatos, nel. Un chorro de veces me he preguntado qué es más fácil de pillar: lo hondo del océano o lo hondo del corazón humano, ¡qué pedo! Muchas veces, con la mano en la frente, parado en los barcos, mientras la luna se mecía entre los mástiles de forma loca, me he cachado, dejando de lado todo lo que no era mi meta, dándole duro pa’ resolver este problema cabrón. Sí, ¿qué es más hondo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia en la vida pueden hacer que la balanza se incline pa’ un lado o el otro, me vale decir que, aunque el océano esté bien hondo, no se puede poner a la par, en eso de lo hondo, con el corazón humano. He estado con vatos que eran buena onda. Se morían a los sesenta, y todos gritaban: «Hicieron el bien en esta tierra, o sea, echaron la mano: eso es todo, no es gran cosa, cualquiera puede hacerlo igual». ¿Quién va a entender por qué dos compas que se adoraban ayer, por una palabra mal entendida, se separan, uno pa’l oriente, otro pa’l occidente, con los pinches aguijones del odio, la venganza, el amor y el remordimiento, y no se vuelven a ver, cada uno envuelto en su orgullo solito? Es un milagro que pasa cada día y no por eso deja de ser milagro, ¡a huevo! ¿Quién va a entender por qué uno saborea no nomás las desgracias generales de sus compas, sino también las chiquitas de sus carnales más queridos, mientras al mismo tiempo le duele? Un ejemplo que no falla pa’ cerrar: el vato dice con hipocresía sí y piensa no. Por eso los morrillos de la humanidad tienen tanta confianza entre ellos y no son egoístas, ¡qué chinga! A la psicología le falta un chorro pa’ avanzar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres tan chingón que los vatos lo han aprendido a las malas. Por más que usen todo lo que traen en la cabeza… no pueden contigo, compa. Encontraron a su jefe. Digo que encontraron algo más cabrón que ellos. Ese algo tiene nombre. Ese nombre es: océano, ¡a huevo! El miedo que les metes es tan grande que te respetan. Aunque así, haces bailar sus máquinas más pesadas con gracia, estilo y facilidad. Los haces brincar pa’l cielo como gimnastas y dar clavados chidos hasta el fondo de tus rumbos: un vato de circo estaría celoso, ¡no mames! Qué chido pa’ ellos cuando no los envuelves de una buena vez en tus pliegues bien locos, pa’ ir a ver, sin tren, en tus tripas acuáticas, cómo están los peces, y más cómo están ellos mismos. El vato dice: «Soy más listo que el océano». Puede ser; hasta está medio cierto; pero el océano le da más miedo a él que él al océano: eso no hay que probarlo, órale. Este patriarca que todo lo ve, compa de las primeras épocas de nuestro pinche mundo colgado, se ríe con lástima cuando ve las peleas navales de las naciones. Ahí tienes un chorro de leviatanes que salieron de las manos de la raza. Los gritos chonchos de los jefes, los alaridos de los heridos, los cañonazos, puro ruido hecho pa’ borrar unos segundos. Parece que el drama se acabó y el océano se lo tragó todo en su panza. La boca es cabrona. Ha de ser grande pa’bajo, rumbo a lo que no se sabe, ¡qué joda! Pa’ rematar esta comedia pendeja, que ni siquiera está chida, se ve, en medio del aire, una cigüeña, atrasada por el cansancio, que empieza a gritar, sin parar el vuelo: «¡Órale! ¡Qué mal pedo! Había abajo unos puntos negros; cerré los ojos: ya no están». ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, pinche soltero chingón, cuando recorres la soledad seria de tus reinos bien tranquilos, te sientes orgulloso, y con razón, de lo chido que eres de a madre y de los elogios chidos que me apuro en darte. Mecido bien suave por los efluvios chidos de tu lentitud cabrona, que es lo más grandote de las cosas que te dio el poder chingón, despliegas, en medio de un misterio oscuro, sobre toda tu superficie bien chida, tus olas que no tienen igual, con el sentimiento tranqui de tu fuerza eterna, ¡a huevo! Se siguen en paralelo, separadas por ratitos cortos. Apenas una se baja, otra va creciendo pa’ encontrarla, con el ruido triste de la espuma que se deshace, pa’ avisarnos que todo es espuma, órale. (Así, los vatos, esas olas vivas, se mueren uno tras otro, de una forma bien aburrida; pero sin dejar ruido espumoso). El pájaro viajero se para en ellas con confianza, y se deja llevar por sus movimientos, llenos de una gracia bien chida, hasta que los huesos de sus alas agarren de nuevo su fuerza pa’ seguir el viaje por el aire. Quisiera que la majestad de la raza fuera nomás el reflejo de la tuya encarnado. Pido un chorro, y este deseo bien chido te da gloria, compa. Tu grandeza moral, espejo del infinito, es grande como las ideas del filósofo, como el amor de la morra, como lo chido del pájaro, como las meditaciones del poeta. Eres más chulo que la noche, ¡a huevo! Contéstame, océano, ¿quieres ser mi carnal? Muévete con ganas… más… más todavía, si quieres que te compare con la venganza de Dios; saca tus garras pálidas, abriendo camino en tu propio pecho… está chido. Despliega tus olas bien cabronas, océano feo, que nomás yo te entiendo, y frente al que caigo, tirado a tus rodillas. La majestad del vato es prestada; no me va a impresionar: tú, sí, compa. ¡Órale, cuando avanzas, con la cresta alta y bien cabrona, rodeado de tus pliegues retorcidos como si fueran tu clica, magnético y feroz, rodando tus olas unas sobre otras, sabiendo lo que eres, mientras sueltas, desde lo hondo de tu pecho, como con un remordimiento cabrón que no puedo pillar, ese rugido sordo pa’ siempre que los vatos le sacan tanto, aunque te miren, seguros, temblando en la orilla, entonces veo que no tengo el derecho chingón de decir que soy tu igual! Por eso, frente a lo chingón que eres, te daría todo mi amor (y nadie sabe el chorro de amor que traigo pa’ lo chido), si no me hicieras pensar con dolor en mis compas, que contigo son el contraste más irónico, la pinche burla más grande que se ha visto en la creación: no puedo quererte, te odio, cabrón. ¿Por qué vuelvo a ti, por milésima vez, a tus brazos compas, que se abren pa’ acariciar mi frente que arde, y que siente que la fiebre se va con tu toque? No sé tu destino escondido; todo lo que tiene que ver contigo me prende. Dime entonces si eres la casa del príncipe de la oscuridad. Dímelo… dímelo, océano (nomás a mí, pa’ no poner tristes a los que nomás han conocido ilusiones), y si el aliento de Satanás hace las tormentas que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Tienes que decírmelo, porque me pondría bien chido saber que el infierno está tan cerca del vato. Quiero que esta sea la última estrofa de mi invocación. Por eso, una vez más, quiero saludarte y despedirme de ti, ¡a huevo! Viejo océano, con tus olas de cristal… Mis ojos se mojan con un chorro de lágrimas, y no traigo fuerza pa’ seguir; porque siento que ya llegó el momento de volver con la raza, de cara bruta; pero… ¡échale huevos! Hagamos un esfuerzo cabrón y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino en esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
Estrofa 10
No me van a ver, en mi última hora (esto lo escribo en mi pinche cama de muerte), rodeado de curas. Quiero palmarla, mecío por la ola del mar bien encabronado, o parado en la montaña… con los ojos pa’ arriba, nel: sé que mi fin va a ser total, ¡no mames! Ni de pedo voy a tener esperanza de gracia. ¿Quién chingados abre la puerta de mi cuarto funerario? Dije que nadie entrara, cabrón. Sea quien seas, lárgate; pero, si crees que ves algo de dolor o miedo en mi cara de hiena (uso esa comparación, aunque la hiena está más chida que yo y da menos asco verla), quítate esa idea: acércate, órale. Estamos en una noche de invierno, cuando todo se anda chocando por todos lados, el vato tiene miedo, y el morrillo planea un crimen contra uno de sus compas, si es como yo fui de joven, ¡qué chinga! Que el viento, con sus silbidos bien tristes que hacen sufrir a la raza desde que el viento y la raza existen, unos momentos antes de mi última agonía, me lleve en los huesos de sus alas, por todo el pinche mundo, bien ansioso por mi muerte. Todavía voy a gozar, en secreto, de un chorro de ejemplos de la maldad de la raza (un carnal, sin que lo vean, se la pasa gozando con las movidas de sus carnales). El águila, el cuervo, el pelícano que no muere, el pato salvaje, la grulla viajera, despiertos, temblando de frío, me van a ver pasar con la luz de los relámpagos, un espectro bien cabrón y contento. No van a saber qué pedo con eso, compa. En la tierra, la víbora, el ojo grandote del sapo, el tigre, el elefante; en el mar, la ballena, el tiburón, el martillo, la pinche raya sin forma, el diente de la foca polar, se van a preguntar qué chingados es esta excepción a la ley de la naturaleza. El vato, temblando, va a pegar la frente contra la tierra, entre sus gemidos. «Sí, los paso a todos con mi crueldad de nacimiento, una crueldad que no pude borrar ni madres. ¿Es por eso que se me quedan viendo así, tirados? ¿O porque me ven cruzar, como un cometa bien cabrón, el espacio todo ensangrentado? (Me cae una lluvia de sangre de mi cuerpo grandote, como nube negra que el huracán empuja pa’ delante). No le saquen, morritos, no los quiero maldecir. El daño que me hicieron es demasiado grande, demasiado grande el que les hice, pa’ que sea a propósito. Ustedes jalaron por su rumbo, yo por el mío, los dos igualitos, los dos bien jodidos. De fuerza teníamos que toparnos, con esta onda parecida; el choque que salió nos pegó duro a los dos, ¡a huevo!» Entonces, los vatos van a levantar la cabeza poquito a poco, agarrando huevos, pa’ ver al que habla así, estirando el cuello como caracol. De repente, su cara ardiente, toda descompuesta, enseñando las pasiones más cabronas, se va a torcer tanto que hasta los lobos van a tener miedo, ¡no mames! Se van a parar de un brinco como resorte grandote. ¡Qué maldiciones, qué gritos desgarrados! Me reconocieron, compa. Ahí tienes que los animales de la tierra se juntan con los vatos, sueltan sus clamores bien raros. Ya no hay odio entre ellos; los dos odios se voltean contra el enemigo de todos, yo; se acercan por un acuerdo chingón de todos. Vientos, que me aguantan, súbanme más alto; me da cosa la traición. Sí, vámonos perdiendo de sus ojos poquito a poco, siendo testigo, otra vez, de lo que pasa con las pasiones, bien satisfecho… Te agradezco, rinolofo, por despertarme con el aleteo, tú, cuyo hocico trae una cresta como herradura: me doy cuenta, la neta, que nomás fue una pinche enfermedad pasajera, y me siento, con asco, naciendo otra vez pa’ la vida. Algunos dicen que te acercabas pa’ chuparme la poca sangre que traigo en el cuerpo: ¡por qué chingados no es eso lo que pasó!
Estrofa 11
Una familia rodea una lámpara en la mesa, órale:
—Mi morrito, pásame las tijeras que están en esa silla.
—No están ahí, jefa.
—Entonces ve a buscarlas a la otra pieza. ¿Te acuerdas de esos días, mi compa chido, cuando pedíamos un hijo pa’ renacer otra vez en él y que nos echara la mano en la vejez?
—Me acuerdo, y Dios nos hizo el paro. No tenemos de qué quejarnos de nuestro pedo en esta tierra. Cada día le damos gracias a la Providencia por sus bendiciones. Nuestro Eduardo trae todas las gracias de su jefa.
—Y las chingonerías de su jefe.
—Aquí están las tijeras, jefa; ya las encontré, ¡a huevo!
El morro sigue con su jale… Pero alguien se paró en la puerta y se queda viendo, un ratito, el cuadro que tiene enfrente:
—¿Qué pedo con este rollo? Hay un chorro de vatos menos felices que estos. ¿Qué se imaginan pa’ querer la vida? Lárgate, Maldoror, de este cantón tranquilo; aquí no pintas nada, cabrón.
¡Se largó!
—No sé qué pasa, pero siento que mis facultades humanas se están dando un tiro en mi corazón. Mi alma está bien inquieta, y no sé ni por qué; el aire está pesadito, ¡no mames!
—Compa, yo siento lo mismo que tú; me da cosa que nos caiga un mal rato. Pongámonos en las manos de Dios; en Él está la esperanza chida.
—Jefa, casi no respiro; me duele la cabeza, ¡qué pinche joda!
—Tú también, mi morrito. Te voy a mojar la frente y las sienes con vinagre.
—Nel, jefa buena…
Mira, el morro se recarga en la silla, bien cansado.
—Algo se me anda revolviendo adentro, no sé qué chingados es. Ahora, cualquier cosa me saca de pedo.
—¡Qué pálido estás, compa! Esta velada no va a acabar sin que algo bien gacho nos hunda a los tres en el lago del desmadre. Oigo a lo lejos unos gritos largos del dolor más cabrón.
—¡Mi morrito!
—¡Ay, jefa!... Me da miedo, ¡no mames!
—Dime rápido si te duele algo.
—Jefa, no me duele… No estoy diciendo la neta.
El jefe no sale de su sorpresa:
—Esos son gritos que se oyen a veces, en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque los oímos, el vato que los suelta no está cerca; porque esos gemidos se escuchan a tres leguas, llevados por el viento de una ciudad a otra. Me habían platicado un chorro de veces de ese rollo; pero nunca había tenido chance de verlo con mis propios ojos. Comadre, me hablabas de desgracia; si hubo una desgracia más real en la pinche espiral del tiempo, es la de ese cabrón que ahora anda jodiendo el sueño de la raza…
Oigo a lo lejos unos gritos largos del dolor más cabrón.
—¡Que el cielo no deje que su nacimiento sea una pinche calamidad pa’ su tierra, que lo corrió de su seno! Anda de rumbo en rumbo, odiado por todos lados. Algunos dicen que trae una locura bien loca desde morrillo. Otros creen que es de una crueldad extrema y de puro instinto, que hasta le da vergüenza, y que sus jefes se murieron de dolor por eso. Hay quienes dicen que le pusieron un apodo cuando era joven; que se quedó bien dolido el resto de su vida, porque su orgullo herido veía ahí una prueba chida de lo jodido que es la raza, que empieza desde morrillo y luego crece. ¡Ese apodo era el vampiro, cabrones!...
Oigo a lo lejos unos gritos largos del dolor más cabrón.
—Dicen también que, día y noche, sin parar ni descansar, unas pesadillas bien gachas le hacen sangrar por la boca y las orejas; y que unos espectros se sientan junto a su cama, y le avientan a la cara, aunque no quieran, por una fuerza que no se sabe, a veces con voz suavecita, a veces como rugidos de pelea, con una terquedad bien cabrona, ese apodo que no se muere, bien feo, y que no va a acabar más que con el universo. Hasta algunos han dicho que el amor lo dejó en ese estado; o que esos gritos son el arrepentimiento por un crimen enterrado en la noche de su pasado bien raro. Pero la mayoría piensa que un orgullo grandote lo está torturando, como a Satanás en su tiempo, y que quisiera ponerse al nivel de Dios…
Oigo a lo lejos unos gritos largos del dolor más cabrón.
—Mi morrito, esto son pláticas bien pesadas; me duele que tu edad las haya oído, y espero que nunca copies a ese vato.
—Habla, mi Eduardo; di que nunca vas a copiar a ese vato.
—Jefa, mi querida, a la que le debo la vida, te prometo, si la promesa chida de un morrito vale algo, que nunca voy a copiar a ese vato, ¡a huevo!
—Está chido, mi morrito; hay que hacerle caso a la jefa en todo, compa.
Ya no se oyen los gemidos.
—Comadre, ¿ya acabaste tu jale?
—Me faltan unos puntitos en esta camisa, aunque ya llevamos un chorro de rato en la velada.
—Yo también, me falta un capítulo que empecé. Aprovechemos las últimas luces de la lámpara; porque ya casi no hay aceite, y terminemos cada quien su jale…
El morrito gritó:
—¡Si Dios nos deja vivir, órale!
—Ángel bien chido, ven conmigo; vas a pasear por el prado, de la mañana a la noche; no vas a jalar. Mi palacio chingón está hecho con paredes de plata, columnas de oro y puertas de diamante. Te vas a echar cuando quieras, con una música del cielo, sin rezar nada. Cuando, por la mañana, el sol saque sus rayos bien brillantes y la alondra chida se levante con su canto pa’ donde no se ve en el aire, puedes quedarte en la cama hasta que te hartes. Vas a caminar sobre alfombras bien chulas; siempre vas a estar envuelto en un aire hecho de los perfumes más chidos de las flores que mejor huelen.
—Es hora de descansar el cuerpo y la mente. Párate, jefa de familia, con tus tobillos bien fuertes. Está chido que tus dedos tiesos dejen la aguja del jale exagerado. Los extremos no traen nada bueno, compa.
—¡Órale, qué suave va a ser tu vida! Te voy a dar un anillo encantado; cuando le des vuelta al rubí, te vas a hacer invisible, como los príncipes de los cuentos de hadas.
—Guarda tus herramientas de diario en el armario que las cuida, mientras yo ordeno mis cosas por mi lado.
—Cuando lo pongas otra vez como siempre, vas a aparecer tal como te hizo la naturaleza, morrito mágico. Esto, porque te quiero y quiero que estés bien chido.
—Lárgate, seas quien seas; no me agarres de los hombros, ¡no mames!
—Padre del cielo, échale la mano, échale la mano pa’ que no caigan desgracias en nuestra familia.
—¿Entonces no te quieres largar, pinche espíritu malo?
—Cuida a esta comadre querida, que me ha echado la mano en mis bajones…
—Como me dices que no, te voy a hacer llorar y rechinar los dientes como ahorcado, cabrón.
—Y a este morrito que quiero, con sus labios puros que apenas se abren pa’ los besos del amanecer de la vida.
—Jefa, mira esas garras; no me fío de él; pero mi conciencia está tranqui, porque no tengo nada que reprocharme, ¡la neta!
—Nos ves, tirados a tus pies, bien agobiados por lo chingón que eres. Si algún pensamiento orgulloso se nos mete en la cabeza, lo escupimos con desprecio y te lo damos como sacrificio que no se quita.
—¿Qué no te laten los arroyos cristalinos, donde nadan un chorro de pescaditos chicos, rojos, azules y plateados? Los vas a agarrar con una red tan chida que los va a jalar sola, hasta que se llene. Desde arriba, vas a ver piedritas brillantes, más pulidas que el mármol.
—Aunque tu palacio fuera más chido que el cristal, no me saldría de esta casa pa’ seguirte. Creo que nomás eres un farsante, porque me hablas bien suavecito, con miedo de que te oigan. Dejar a los jefes es una mala movida. No voy a ser yo el hijo ingrato, ¡no mames! Y tus morritas no están tan chulas como los ojos de mi jefa.
—Toda nuestra vida se ha ido en cantos pa’ tu gloria. Así hemos sido hasta ahorita, y así vamos a seguir, hasta que nos des la orden de dejar esta tierra, ¡a huevo!
—Te van a bañar con morritas que te van a abrazar con sus brazos. Cuando salgas del baño, te van a hacer coronas de rosas y claveles. Van a tener alas transparentes de mariposa y pelos bien largos y ondeados, que flotan alrededor de lo chida que es su frente.
—Padre, venimos a ti, llenos de esperanza y amor, compa.
—Van a hacer caso a tu menor señal y nomás van a pensar en darte gusto. Si quieres el pájaro que nunca se para, te lo traen. Si quieres el carro de nieve, que te lleva al sol en un parpadeo, te lo traen. ¿Qué no te traerían, cabrón? Hasta te traerían el papalote, grande como torre, que escondieron en la luna, y que en la cola trae colgados, con lazos de seda, pájaros de todo tipo. Ponte trucha… oye mis consejos, órale.
—Haz lo que quieras; no voy a parar el rezo pa’ pedir ayuda. Aunque tu cuerpo se haga humo cuando quiero quitarlo, que sepas que no te tengo miedo, ¡la neta!
—Frente a ti, nada es grande, nomás la flama que sale de un corazón puro.
—Piensa en lo que te dije, si no quieres arrepentirte después, compa.
—Padre del cielo, échale la mano, échale la mano pa’ que no caigan desgracias en nuestra familia.
—¿Entonces no te vas a largar, pinche espíritu malo?
—Cuida a esta comadre querida, que me ha echado la mano en mis bajones…
—Como me dices que no, te voy a hacer llorar y rechinar los dientes como ahorcado, cabrón.
—Y a este morrito que quiero, con sus labios puros que apenas se abren pa’ los besos del amanecer de la vida.
—Jefa, me está ahorcando… Jefe, ayúdenme… No puedo respirar… ¡Su bendición, órale!
Un grito de ironía bien cabrón se levantó en el aire. Mira cómo las águilas, bien zafadas, caen de las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, como si las hubiera tronado un chorro de aire.
—Su corazón ya no late… Y esta se murió, junto con el fruto de su panza, un fruto que ya no reconozco, tan desfigurado está… ¡Mi comadre! ¡Mi morrito! Me acuerdo de un tiempo bien lejos cuando fui esposo y jefe.
Se había dicho, viendo el cuadro que se le puso enfrente, que no iba a aguantar esa injusticia. Si sirve el poder que le dieron los espíritus del infierno, o que saca de él mismo, ese morrito, antes de que acabe la noche, no debería seguir vivo.
Estrofa 12
El vato que no sabe llorar (porque siempre ha guardado el sufrimiento pa’ dentro, ¡no mames!) se dio cuenta de que estaba en Noruega. En las Islas Feroe, vio cómo buscaban nidos de pájaros marinos en las grietas bien filosas, y se quedó sacado de onda de que la cuerda de trescientos metros, que aguanta al explorador sobre el precipicio, fuera tan chingona y resistente. Ahí veía, digan lo que digan, un ejemplo cabrón de la bondad de la raza, y no podía creer lo que veía, ¡órale! Si él hubiera tenido que preparar la cuerda, le habría dado unos tajos en varios lados pa’ que se rompiera y mandara al cazador al mar de cabeza, ¡a huevo! Una noche, se fue pa’l panteón, y los morrillos que se la pasan gozando con violar los cuerpos de morras chulas recién muertas pudieron, si quisieron, oír la plática que se perdió en el cuadro de una movida que va a pasar al mismo tiempo, compa.
—¿Verdad que sí, sepulturero, que vas a querer platicar conmigo? Una ballena se va levantando despacito del fondo del mar y saca la cabeza pa’ ver el barco que pasa por esos rumbos bien solos. La curiosidad nació con el universo, ¡a huevo!
—Compa, no puedo cambiar ideas contigo. Hace un chorro que los rayos suaves de la luna hacen brillar el mármol de las tumbas. Es la hora callada cuando un buen de vatos sueñan que ven aparecer morras encadenadas, arrastrando sus sudarios, llenos de manchas de sangre, como cielo negro con estrellas. El que duerme suelta gemidos, igualitos a los de un vato condenado a muerte, hasta que se despierta y se da cuenta de que la neta es tres veces peor que el sueño, ¡no mames! Tengo que acabar de cavar esta fosa con mi pala que no para, pa’ que esté lista mañana en la mañana. Pa’ hacer un jale serio, no hay que andar en dos cosas a la vez.
—¡Cree que cavar una fosa es un jale serio! ¡Tú crees que cavar una fosa es un jale serio, cabrón!
—Cuando el pelícano salvaje se decide a dar su pecho pa’ que sus morritos lo coman, nomás con el que supo hacer ese amor pa’ darle vergüenza a la raza como testigo, aunque el sacrificio sea cabrón, eso se entiende. Cuando un morro ve a la morra que adoraba en los brazos de su compa, se pone a echarse un cigarrito; no se larga de la casa y se hace bien carnal con el dolor pa’ no soltarlo; eso se entiende. Cuando un morrillo en el internado de un liceo está controlado, por años que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche al otro día, por un pinche paria de la civilización que siempre lo tiene en la mira, siente que un chorro de odio bien vivo le sube como humo espeso a la cabeza, que siente que va a reventar. Desde que lo aventaron a esa cárcel, hasta el día que se acerca cuando salga, una fiebre cabrona le pone la cara amarilla, le junta las cejas y le hunde los ojos. De noche, piensa, porque no quiere dormir. De día, su mente se lanza por encima de los muros de esa casa del embrutecimiento, hasta que se escapa, o lo corren como apestado de ese claustro eterno; eso se entiende, ¡a huevo! Cavar una fosa a veces pasa de las fuerzas de la naturaleza. ¿Cómo quieres, compa extraño, que la pala mueva esta tierra, que primero nos da de comer y luego nos da una cama chida, guardada del viento del invierno que sopla bien cabrón en estas tierras frías, cuando el que agarra la pala, con sus manos temblorosas, después de pasar todo el día tocando las mejillas de los vatos que ya fueron y entran a mi reino, ve, de noche, enfrente, escrito con letras de fuego en cada cruz de madera, el pedo cabrón que la raza todavía no ha resuelto: si el alma se muere o sigue pa’ siempre? Al creador del universo, siempre le he guardado mi amor; pero, si después de la muerte no vamos a seguir existiendo, ¿por qué veo, casi todas las noches, cada tumba abrirse, y los que viven ahí levantar suavecito las tapas de plomo pa’ salir a respirar aire fresco, compa?
—Para tu jale, compa. La emoción te está quitando las fuerzas; te ves débil como junco; sería bien pendejo seguir. Yo soy chingón; yo tomo tu lugar. Tú, ponte a un lado; me echas la mano con consejos si no lo hago bien, órale.
—¡Qué brazos tan musculosos tiene, y qué chido es verlo cavar la tierra tan fácil, cabrón!
—No dejes que una duda pendeja te coma la cabeza: todas estas tumbas, que están tiradas por el panteón como flores en un prado, comparación que no está tan chida, valen pa’ ser medidas con el compás tranqui del filósofo. Las alucinaciones cabronas pueden venir de día; pero, más chido, vienen de noche. Así que no te saques de onda con las visiones locas que parece que ves. De día, cuando la mente está en paz, checa tu conciencia; ella te va a decir, bien seguro, que el Dios que hizo al vato con un pedacito de su inteligencia tiene una bondad sin límite, y después de la muerte en la tierra, va a recibir esa obra maestra en su pecho. Sepulturero, ¿por qué lloras, compa? ¿Por qué esas lágrimas, como de morra? Acuérdate bien; estamos en este barco jodido pa’ sufrir. Es un mérito pa’l vato que Dios lo haya visto capaz de aguantar sus dolores más cabrones. Habla, y, ya que, según lo que más quieres, no se sufriría, di qué chingados sería entonces la virtud, el ideal que todos quieren alcanzar, si tu lengua es como la de los demás vatos.
—¿Dónde estoy, cabrón? ¿No he cambiado de onda? Siento un soplo chingón de consuelo que me roza la frente, como la brisa de primavera que levanta los ánimos de los viejos. ¿Quién es este vato que con su plática bien chida dijo cosas que no dice cualquier vato? ¡Qué chulada de música en la melodía cabrona de su voz! Prefiero oírlo platicar que escuchar cantar a otros, ¡a huevo! Pero, mientras más lo miro, menos sincera se ve su cara. La onda de sus rasgos choca bien raro con esas palabras que nomás el amor a Dios pudo sacar. Su frente, con unos pliegues, trae una marca que no se borra. Esa marca, que lo envejeció antes de tiempo, ¿es chida o es una mierda? ¿Sus arrugas se deben ver con respeto? No sé, y me da cosa saberlo, ¡no mames! Aunque diga lo que no piensa, creo que tiene razones pa’ hacer lo que hizo, movido por los pedazos rotos de una caridad que se le acabó. Está clavado en pensamientos que no pillo, y le mete más ganas a un jale pesado que no está acostumbrado a hacer. El sudor le moja la piel; ni se da cuenta, compa. Está más triste que ver a un morrito en la cuna. ¡Qué pinche oscuro es!... ¿De dónde saliste, cabrón? Extranjero, déjame tocarte, y que mis manos, que casi no agarran las de los vivos, se pongan en lo chido de tu cuerpo. Pase lo que pase, voy a saber a qué atenerme. Estos pelos son los más chidos que he tocado en mi vida. ¿Quién sería tan cabrón pa’ decir que no sé de pelos?
—¿Qué me quieres, cuando estoy cavando una tumba, compa? El león no quiere que lo jodan cuando está comiendo. Si no lo sabías, te lo enseño, ¡a huevo! Vamos, apúrate; haz lo que quieras.
—Lo que tiembla con mi toque, haciéndome temblar a mí, es carne, sin duda, ¡la neta! Es cierto… ¡no estoy soñando! ¿Quién eres tú, cabrón, que te agachas ahí pa’ cavar una tumba, mientras yo, como vato flojo que come el pan de otros, no hago nada? Es hora de dormir, o de darle al descanso pa’ la ciencia. En todo caso, nadie se larga de su casa, y se cuida de dejar la puerta abierta pa’ que no entren los rateros. Se encierra en su cuarto lo mejor que puede, mientras las cenizas de la chimenea vieja todavía calientan el cuarto con un resto de calor. Tú no haces como los demás; tu ropa dice que eres de un rumbo bien lejos, compa.
—Aunque no estoy cansado, no vale la pena cavar más la fosa. Ahora, quítame la ropa; luego, me metes adentro, órale.
—La plática que traemos los dos desde hace un rato está tan loca que no sé qué contestarte… Creo que quiere echar relajo.
—Sì, sì, es cierto, quería echar relajo; no hagas caso a lo que dije. ¡Se cayó, y el sepulturero se apuró pa’ sostenerlo, compa!
—¿Qué tienes?
—Sì, sì, es cierto, había mentido… estaba reventado cuando dejé la pala… era la primera vez que jalaba en esto… no hagas caso a lo que dije, ¡no mames!
—Mi idea se hace más chida: es un vato con pesares bien cabrones. Que el cielo me quite las ganas de preguntarle. Prefiero quedarme sin saber, porque me da un chorro de lástima. Además, no querría contestarme, eso está claro: es sufrir doble platicar el corazón en ese estado raro.
—Déjame salir de este panteón; voy a seguir mi camino, compa.
—Tus piernas no te aguantan; te vas a perder mientras caminas. Mi deber es darte una cama chafa; no tengo otra, órale. Confía en mí; porque la hospitalidad no va a pedir que sueltes tus secretos.
—Óyeme, piojo chido, tú, que no traes alas duras, un día me echaste en cara que no quería lo suficiente tu inteligencia chida, que no se deja leer; a lo mejor tenías razón, porque ni siento agradecimiento por este vato. Fanal de Maldoror, ¿pa’ dónde llevas sus pasos?
—A mi cantón. Seas un criminal que no lavó su mano derecha con jabón después de hacer su fechoría, y fácil de pillar por esa mano; o un carnal que perdió a su hermana; o un jefe corrido de sus rumbos, mi palacio bien chingón merece recibirte. No está hecho de diamantes ni piedras chidas, porque nomás es una pinche choza mal armada; pero esta choza famosa tiene un pasado histórico que el presente sigue renovando siempre. Si pudiera platicar, te sacaría de onda, a ti, que pareces no sacarte de onda con nada. Un chorro de veces, junto con ella, he visto pasar frente a mí los féretros, con huesos que pronto están más podridos que la parte de atrás de mi puerta, donde me recargué. Mis compas sin fin crecen cada día. No necesito hacer cuentas cada rato pa’ darme cuenta. Aquí es como con los vivos; cada quien paga un impuesto según lo chido de la casa que escogió; y si un pinche tacaño no quiere soltar su parte, tengo orden de hacerle como los judiciales: no faltan chacales y zopilotes que quisieran darse un buen taco. He visto formarse bajo las banderas de la muerte al que fue chulo; al que, después de su vida, no se puso feo; al vato, a la morra, al mendigo, a los hijos de reyes; a las ilusiones de los morrillos, a los huesos de los viejos; al genio, a la locura; a la flojera, a lo contrario; al que fue falso, al que fue neta; a la máscara del orgulloso, a la humildad del humilde; al vicio con coronas de flores y a la inocencia traicionada.
—No, la neta, no digo que no a tu cama, que está chida pa’ mí, hasta que salga el sol, que ya mero. Te agradezco tu buena onda… Sepulturero, está chido ver las ruinas de las ciudades; pero está más chido ver las ruinas de la raza.
Estrofa 13
El carnal de la sanguijuela caminaba despacito por el bosque, órale. Se paraba varias veces, abriendo la boca pa’ hablar. Pero, cada vez, su garganta se cerraba y mandaba pa’ atrás el intento fallido, ¡no mames! Al fin, gritó: «Vato, cuando topes un perro muerto patas pa’ arriba, recargado en una esclusa que no lo deja irse, no vayas, como los demás, a agarrar con tu mano los gusanos que salen de su panza inflada, a verlos con cara de qué pedo, sacar un cuchillo y luego cortar un chorro de ellos, diciéndote que tú también vas a acabar como ese perro. ¿Qué misterio buscas, cabrón? Ni yo, ni las cuatro patas-aletas del oso marino del océano Boreal, hemos podido resolver el pedo de la vida. Ponte trucha, la noche se viene, y llevas aquí desde la mañana. ¿Qué va a decir tu familia, con tu hermanita, si llegas tan tarde? Lávate las manos, agarra el camino pa’ donde duermes… ¿Quién chingados es ese vato, allá en el horizonte, que se atreve a acercarse a mí, sin miedo, con brincos chuecos y bien locos; y qué chingonería, mezclada con una suavidad tranqui? Su mirada, aunque suave, está bien honda. Sus párpados grandotes juegan con la brisa y parecen vivos, ¡a huevo! No lo ubico, compa. Al clavarme en sus ojos monstruosos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez, desde que chupé las tetas secas de lo que llaman madre. Trae como un halo de luz bien cabrona alrededor. Cuando habló, todo se calló en la naturaleza y sintió un escalofrío chingón. Ya que te late venir a mí, como jalado por un imán, no me voy a poner en contra. ¡Qué chido está! Me duele decirlo, ¡no mames! Has de ser poderoso; porque traes una cara más que humana, triste como el universo, chida como el suicidio. Te odio con todo lo que puedo; y prefiero ver una víbora, enredada en mi cuello desde el principio de los tiempos, que tus pinches ojos… ¡Qué pedo!... ¿Eres tú, sapo?... ¡Pinche sapo grandote!... ¡Sapo jodido!... ¡Perdón!... ¡Perdón, compa!... ¿Qué chingados vienes a hacer en esta tierra de malditos? Pero, ¿qué hiciste con tus pústulas viscosas y apestosas pa’ verte tan suave? Cuando bajaste de arriba, por una orden chida, con la misión de consolar a las diferentes razas que existen, caíste en la tierra con la velocidad del milano, las alas sin cansarse de ese viaje largo y chingón; ¡te vi, cabrón! ¡Pobre sapo! Cómo entonces pensaba en el infinito, y también en mi pinche debilidad. ‘Un vato más que es superior a los de la tierra’, me decía, ‘esto por la voluntad divina. Yo, ¿por qué no, compa? ¿Pa’ qué la injusticia en los decretos chingones? ¿Está loco el Creador, aunque sea el más chingón, con su coraje bien cabrón?’ Desde que te vi, rey de los charcos y pantanos, cubierto de una gloria que nomás Dios tiene, me has consolado un poco; pero mi razón tambaleante se hunde frente a tanta chingonería, ¡no mames! ¿Quién eres, pues? Quédate… ¡órale, quédate más en esta tierra! Cierra tus alas blancas y no mires pa’ arriba con párpados nerviosos… ¡Si te vas, vámonos juntos, compa!»
El sapo se sentó en sus patas de atrás (¡que se parecen tanto a las del vato, cabrón!) y, mientras las babosas, los cochinillos y los caracoles se largaban al ver a su enemigo mortal, habló así: «Maldoror, óyeme, compa. Mira mi cara, tranqui como espejo, y creo que traigo una inteligencia igual a la tuya. Un día me dijiste el sostén de tu vida. Desde entonces, no he fallado a la confianza que me diste, ¡a huevo! Nomás soy un vato simple de los juncos, es cierto; pero, por tu propio contacto, agarrando nomás lo chido de ti, mi razón creció, y puedo platicarte. Vine pa’ sacarte del abismo, compa. Los que se dicen tus compas te miran, bien sacados de onda, cada vez que te topan, pálido y encorvado, en los teatros, las plazas, las iglesias, o apretando con tus piernas nerviosas ese caballo que nomás galopa de noche, mientras lleva a su amo-fantasma, envuelto en un manto negro bien largo. Deja esos pensamientos que te dejan el corazón vacío como desierto; queman más que el fuego, ¡no mames! Tu mente está tan enferma que ni te das cuenta, y crees que estás en tu onda normal cada vez que sueltas palabras locas, aunque llenas de una grandeza infernal. ¡Jodido! ¿Qué has dicho desde que naciste, cabrón? ¡Pinche resto triste de una inteligencia inmortal, que Dios hizo con tanto amor! Nomás has sacado maldiciones, más cabronas que ver panteras hambrientas. Yo preferiría tener los párpados pegados, mi cuerpo sin patas ni brazos, haber matado a un vato, que no ser tú, ¡a huevo! Porque te odio, compa. ¿Por qué traes ese carácter que me saca de onda? ¿Con qué pinche derecho vienes a esta tierra pa’ burlarte de los que viven aquí, pedazo podrido, sacudido por el escepticismo? Si no te late, regrésate a las esferas de donde saliste. Un vato de ciudad no debe quedarse en los pueblos, como extranjero, ¡no mames! Sabemos que, en los espacios, hay esferas más grandotas que la nuestra, y sus espíritus tienen una inteligencia que ni podemos imaginar. ¡Pues lárgate, cabrón!... ¡salte de este suelo movedizo!... ¡muestra de una vez tu esencia divina, que has escondido hasta ahorita; y, lo más pronto que puedas, vuela pa’ arriba rumbo a tu esfera, que no envidiamos, orgulloso que eres! Porque no he podido pillar si eres vato o más que vato, ¡qué pedo! Adiós, pues; no esperes toparte otra vez con el sapo en tu camino. Fuiste la causa de mi muerte. Yo me largo pa’ la eternidad, pa’ pedir tu perdón, compa!»
Estrofa 14
Si a veces tiene lógica fiarse de cómo se ven las cosas, este primer corrido se acaba aquí, órale. No sean gachos con el vato que nomás está probando su lira: ¡saca un sonido bien loco, no mames! Pero, si quieren ser chidos y justos, ya van a cachar una marca chingona, aunque traiga sus fallas. Yo, por mi rumbo, voy a seguirle dando al jale pa’ sacar un segundo corrido en un ratito que no se haga tan largo, ¡a huevo! El fin del siglo XIX va a ver a su poeta (aunque, al principio, no debe arrancar con una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza, compa); nació en las orillas americanas, donde el Plata se abre, ahí donde dos pueblos, que antes se daban con todo, ahorita se la rifan pa’ superarse en el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del Sur, y Montevideo, la coqueta, se echan la mano como compas por las aguas plateadas del gran estuario. Pero la pinche guerra eterna puso su imperio destructor en los campos y cosecha con gusto un chorro de víctimas, ¡qué joda! Adiós, viejo, y acuérdate de mí si me leíste, compa. Tú, morrillo, no te agüites; porque tienes un amigo en el vampiro, aunque pienses lo contrario, ¡la neta! Contando al ácaro sarcopte que te da sarna, ¡vas a tener dos compas.